viernes, 30 de octubre de 2015

Ciudadanía y derechos humanos


 Ley del Aborto, acto impostergable*

Genaro González Licea


*Foto: Ingrid L. González Díaz

Hemorragias, tijeras teñidas con los prejuicios más perversos de la condición humana. Ganchos, cucharas y cucharones. Pinzas arrasadoras del derecho y la dignidad de miles de mujeres caídas en desamparo. El aborto. Dolor pegado en las entrañas ultrajadas de la desesperanza de él y ella, de toda una conciencia social que lo permite.
          Los sentimientos indefensos caen de bruces ante la mezquindad humana. Cuartos a media luz y lavabos salpicados con la sangre y los pellejos de la más pura impotencia lo constatan. El aborto clandestino rasga la conciencia de cualquier sociedad dormida en los actos de fe y atada en las cadenas perpetuas de la culpa. Una y otra vez la desolación cubre el pánico desnudo de una mujer mordisqueada en sus entrañas. Sabe que para siempre cargará como prohibido un prejuicio que siendo ajeno lo diluyó en su sangre como propio.
          Aquí el tema no es ser católico o ateo. Creer en el demonio, en los verdes bosques o en un animal cualquiera. Convicciones todas ellas respetables. Aquí el problema es de salud pública. De que estamos pisoteando el derecho fundamental de la mujer a disponer de su propio cuerpo, del libre desarrollo de su persona y personalidad.
          
*Foto: Ingrid L. González Díaz

El derecho de autonomía que tiene una persona es un acto que a los dioses les cuesta trabajo comprender. Tal vez se deba a la educación dirigida y condicionada a la cual fueron sujetos. Entre esos dioses, por supuesto, está la mente del carpintero, del albañil, del empresario, del arquitecto y de miles y millones de ciudadanos de este mundo. Si de una enseñanza carecen, carecemos, los adultos, es cómo ejercer nuestra propia libertad, cómo defenderla y cuáles son los límites que ésta tiene.
          Dentro del derecho fundamental de la mujer, está el de la autonomía sobre su cuerpo. Autonomía que comprende el decidir libremente sobre cualquier asunto relacionado con su sexualidad, entre ellos, el decidir abortar.
          Yo no sé, ni es el caso saberlo, si las madres, esposas o familiares de los señores senadores, diputados, del mismo papa que posiblemente visite su recinto, del presidente de la república, jueces, magistrados o ministros, aristócratas, burgueses, campesinos, obreros, universitarios o amas de casa, han vivido la clandestinidad del aborto. Lo que sé, sin embargo, es lo impostergable de legislar sobre el tema. Para decirlo mucho más claro, en México la Ley del Aborto es un acto impostergable.
          Son miles y miles las mujeres que abortan en la clandestinidad y el hombre con ellas. Ambos en la oscuridad mastican su dolor a solas. Unidos caen al precipicio de un paisaje desolador, insalubre, sin higiene, apoyo profesional e instrumental médico.
          El aborto en nuestro país constituye un problema de salud pública y, de ninguna manera de creencias, actos de fe y golpes de pecho. La Ley del Aborto la reclaman miles de mujeres y hombres, y cientos y cientos de organizaciones no gubernamentales. El poder es ciego, ciertamente, pero no al extremo de que su ceguera trastoque mantener su dominio y ejercicio de poder.
          Sé que la ley que menciono tarde o temprano será expedida, repito, expedida, porque en una sociedad declarada católica por decreto, una ley así de ninguna manera puede ser discutida y menos aún consultada en plebiscito. El tema es incómodo para todos y por todos lados. De discutir el aborto nadie saldría de pié. Ni el Estado ni la justicia, mucho menos el clero con sus hábitos de seda, o los sectores más retrógradas que dominan la economía nacional. De alguna manera, personas e instituciones al permitir el aborto, abortan de igual manera.
          Son miles los abortos practicados anualmente en la oscuridad y con las recetas trasmitidas de boca en boca. En México las cifras son inciertas. Para unos casi un millón al año, para otros, esta cifra se rebasa. Por lo que hace a nivel mundial, según datos de la Organización de las Naciones Unidas, doscientos veintiséis millones de mujeres “que no desean quedarse embarazadas, carecen de acceso a métodos anticonceptivos fiables para evitarlo.” En tanto que la Organización Mundial de la Salud, si lo entendí bien, habla de que aproximadamente veintiún millones de mujeres se someten a una interrupción de embarazo insegura al año. Cifra al margen de los abortos regulados por la ley, bajo ciertos principios y situaciones, entre ellas por “imprudencia de la mujer embarazada”, escúchese nuevamente, “por imprudencia de la mujer embarazada” (cada que leo esto en el código penal me invade una vergüenza mezclada con tristeza), o “cuando el embarazo sea el resultado de una violación”, o bien, “cuando de no provocarse el aborto, la mujer embarazada corra peligro de muerte”. Fuera de ello, las severas sentencias confirman la miopía del legislador. Son sentencias a la letra que, de impugnarse, recae una confirmación, una reposición de procedimiento y raras veces su revocación o concesión del juicio promovido.
          Es urgente expedir la Ley del Aborto en México. Su expedición está al margen de campañas electorales, convicciones personales, actos de fe, principios de conciencia o cuestiones ideológicas. El tema es el reconocimiento de un derecho fundamental que pertenece a la mujer, a su autonomía como persona que es y a su propia personalidad que tiene. ¿Por qué el médico o el legislador, o la soberbia del gobernante, han de decidir por un derecho fundamental que única y exclusivamente les pertenece a ellas? Estamos, como ya dije, ante un problema de salud pública, de acceso a métodos anticonceptivos, de educación y salud sexual y reproductiva.
          En este proceso impostergable de expedir la Ley del Aborto, la ciudadanía espera que instituciones como la Suprema Corte de Justicia de la Nación se pronuncien sobre el tema, de la misma manera que lo hizo la de Estados Unidos al resolver, en 1973, el caso Roe vs. Wade. El aborto está protegido por la Constitución, se dijo entonces, y en cada Estado debería ser legal, se agregó. El problema fue, es, la aceptación de dicho mandato por los Estados. Hasta hoy en día el tema está vigente.
          La situación ahora, a pesar de la distancia, es prácticamente la misma en nuestro país. Efectivamente, la mujer y la ciudadanía en general esperan el pronunciamiento de la Primera Sala de la Suprema Corte. Sucede que ésta tiene para resolución dos amparos que determinó conocer vía reasunción de competencia (la 35/2014 y 28/2015) y tienen que ver con la interrupción del embarazo.
*Foto: Ingrid L. González Díaz

En uno de ellos una señora impugna, tanto la negativa proporcionada por la autoridad competente del Centro Médico Nacional “20 de noviembre” del ISSSTE, de interrumpir su embarazo por motivos de salud, como los artículos correspondiente del Código Penal Federal que no contemplan una situación así. La señora argumenta que la autoridad al no tener en cuenta que su embarazo es de alto riesgo, y la ley al no contemplar una situación así, acudió a un hospital privado para la práctica de éste. Acto seguido, como dije, promovió amparo.
          La importancia del asunto radica en que la mencionada Sala estará en posibilidad de analizar la constitucionalidad de una legislación federal que regula el aborto no punible, y si el juez que decidió no estudiar el asunto, impidió, con ello, que la señora ejerciera su derecho de acceso a la justicia, a la salud y no discriminación, a la vida privada y a la autonomía reproductiva.
          Por lo que hace al segundo caso, una menor de edad promovió amparo ante la negativa del ministerio público a su petición de interrumpir su embarazo producto de una violación. Para la autoridad el código penal estatal, sólo permitía responder a una petición como la suya, dentro de los noventa días a partir de la concepción, siempre que el hecho se hubiera denunciado antes de tener conocimiento del estado de gestación, lo cual en el caso no se actualizaba.
          La menor de edad, por conducto de su representante, lo que impugnó, por tanto, es la inconstitucionalidad de dicha negativa, así como el artículo del citado código que lo impide, pues ambas cosas violan los derechos a la salud, igualdad, no discriminación y dignidad de las mujeres.
          En este contexto, se podrá determinar si dicho artículo, como todos los que de la misma manera lo expresan, es o no inconstitucional y, de serlo, es evidente que viola los citados derechos humanos. La pregunta es esta: los términos para solicitar la interrupción del embarazo por violación sexual, cuando la víctima es menor de edad, ¿se deben sujetar a los días fijados por el código mencionado?
          A los derechos fundamentales de la mujer, su derecho al aborto en específico, se agrega el estudio de los derechos de las víctimas del delito de violación sexual, cuando éstas son menores de edad, hecho que, por mandato constitucional, debe llevar a la autoridad a un reforzamiento tutelar para proteger sus derechos humanos.

          Es impostergable promulgar la Ley del Aborto en nuestro país. El aborto es derecho fundamental de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo. Es un problema de salud pública que para resolverlo, los prejuicios y aberraciones de jefes de estado y legisladores, deben quedar, de haberlos, en su ámbito personal e intimidad muy suya. Por lo pronto, la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación tiene la palabra. ¿Dirá acaso, igual que en su momento lo dijo la Corte norteamericana, “el aborto está protegido por la Constitución? 

*Foto: Ingrid L. González Díaz

* Pendiente de publicarse en Congresistas, periódico bimensual.

jueves, 15 de octubre de 2015

El papel del intérprete/traductor en el ámbito jurídico*

Genaro González Licea


*Foto: Ingrid L. González Díaz

Primera parte
Mi gratitud a Don Roberto Criollo Avendaño, Director de la Facultad de Lenguas, por permitirme participar en este evento sobre traducción jurídica denominado XI Encuentro de San Jerónimo y, por supuesto, al buen amigo Ismael Jiménez, que además de ser un excelente traductor es un apreciable amigo. Mil gracias a ambos.

Intérprete/traductor a manera de acercamiento
Nunca imaginé estar frente a un auditorio de intérpretes y traductores[1] como ustedes. Se los digo con el mayor respeto y gratitud. Es una grata realidad dirigirme a un grupo tan especializado que siempre ha merecido y merecerá todo mi afecto y respeto. De antemano ofrezco disculpas por esta atrevida intromisión, la cual, por si fuera poco, seguramente nada o casi nada nuevo agregará a su formación profesional, más al estudiar en esta Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, en su Facultad de Lenguas, de tanta historia y probado reconocimiento.
          Son muchas las razones de mi respeto y gratitud a ustedes. Sin duda su conocimiento técnico, científico, cultural y de dominio de diversas lenguas o idiomas, todo lo cual, en su conjunto, los hace peritos o personas reconocidas en una determinada área del saber.
          Sin embargo, para mí, el respeto mayor que les tengo se debe a su calidad humana y humildad de comportarse en la vida cotidiana, en lo individual y profesional.
          Estimo que esta es la mayor aportación del intérprete/traductor no solamente en el ámbito jurídico, sino en cualquier área del saber y ámbito de convivencia humana.
          Me explico. Soy una persona que ha leído poco con relación a lo que han leído las personas de mi edad. A pesar de ello, soy afecto a confrontar las diversas traducciones de un mismo texto. Todas las traducciones tienen una excelente calidad. Empero, hay unas que se distinguen de otras porque, por alguna razón, conmueven al lector o es mucho más clara en su explicación.
          La relación se da en forma tripartita. Lo que dice o quiso decir el autor. Lo que dice el traductor que dice el autor y, por supuesto, lo que uno como lector busca. Los tres elementos, empero, tienen un punto de unión. El nivel cultural, la visión de mundo de cada cual, y el interés que se tiene sobre un determinado punto del saber o del conocimiento.
          Llegamos así, a su calidad humana y humildad a la que me referí y que tanto respeto. El intérprete/traductor de la obra, con todo su trabajo de excelencia, es asimilado por el otro en su plenitud e integridad. Le forma un criterio y nueva visión del mundo, y uno, por lo general, no le recuerda o difícilmente le recuerda e, incluso, me incluyo, más de una vez ni siquiera se le cita o lo citamos, como invariablemente se hace en un juicio.
          Cuando la norma sobre derechos de autor, la lógica y la ética profesional indican que, tanto en la lectura de una traducción sobre cualquier materia de conocimiento, como en la que se hace allegar el juez en un juicio, el sustento del criterio tiene una fuente que hay que citar. Lo anterior debe estar por encima de la costumbre de no hacerlo.
En los juicios, como ustedes saben, las cosas son distintas. Siempre queda constancia del intérprete/traductor de determinada prueba o documento. Con ello, el juzgador señala la parte de un todo que le permitió formar criterio y motivar su resolución.
          Lo que quiero decir con esto es que el nombre del traductor, de ahí su calidad humana y humildad a la que me refiero, se diluye, por lo general, en la letra pequeña al interior de un libro y en la conciencia del lector. En tanto que en un juicio su aportación queda glosada en el expediente.
          Me parece que hay mucho por hacer al respecto. Se puede argumentar que la impresionante cantidad de juicios no permite aquilatar la calidad del intérprete o traductor. Se puede decir también que uno al leer un libro cuyo original es un idioma distinto al nuestro, uno leyó al autor y cita al autor por ser la persona principal de nuestra referencia. Lo cual es inexacto, pues lo que uno realmente lee es la calidad de la traducción, que encierra la sabiduría, pericia y sensibilidad del que la llevó a cabo y, por tanto, el crédito se le debe proporcionar.
El problema, visto por cualquier ángulo, me parece que es de educación, de conciencia y ética personal y profesional. Factores a los cuales se sobrepone el peso de la costumbre. Por analogía, sucede algo muy parecido con el fotocopiado de un libro. En cada esquina podemos hacerlo. La falta de derechos de autor está tanto en el establecimiento mercantil como en nosotros mismos.

*Foto: Ingrid L. González Díaz

[1] Traductor, entendido éste como la "persona que traduce una obra o escrito" y, al hacerlo, la interpreta. Intérprete: "1. Persona que interpreta. 2. Persona que explica a otras, en lengua que entienden, lo dicho en otra que es desconocida. 3. Cosa que sirve para dar a conocer los efectos y movimientos del alma". Para lo dicho entre comillas, véase: Diccionario de la Real Academia Española

El papel del intérprete/traductor en el ámbito jurídico*

Segunda parte

*Foto: Ingrid L. González Díaz

El trabajo del intérprete/traductor de ninguna manera es de letra pequeña diluida en un libro, o en la conciencia del lector. Es un trabajo de gran reconocimiento y valor.
En mi caso, difícilmente cambiaría la traducción que hace José Luis Calvo Martínez de los Discursos de Lisias. La traducción de Calvo Martínez es para mí la que más se acerca a la pureza, tersura y sencillez de leguaje, de ese brillante y eficaz abogado ateniense que nació, según sus biógrafos antiguos, en el año 459 a.C.
          Lo mismo puedo decir de la traducción de José Gaos de las Lecciones sobre filosofía de la historia universal de Hegel (Georg Wilhelm Friedrich Hegel). O la que hace Julio Cortázar de Memorias de Adriano de Margarita de Yourcenar. O bien, la que hacen Aníbal Froufe y Carlos Vergara sobre la obra de Federico Nietzsche, o Julio Calonge, Emilio Lledó, y Carlos García Gual, entre otros, de la obra de Platón.
          Incluso, mil disculpas por ejemplificar demás, pues muy familiar para todos nosotros es el traductor de la Biblia del griego y el hebreo al latín, como es Eusebio Hierónimo de Estridón (Estridón, Daknacua, c. 340–Belén 420), mejor conocido como San Jerónimo, patrón de los traductores, para unos, para otros, Alfonso X El Sabio (Toledo 1221–Sevilla 1284).
          Sobre la Biblia y sin tomar una en particular, sino solamente para ejemplificar, una vez más, la importancia del intérprete/traductor puedo decir, para mí mismo, que no es lo mismo que en una de ellas se me diga que Jesucristo en su transe de muerte expresó: "perdónalos señor que no saben lo que hacen", y en otra: "señor, por qué me has abandonado".
          Lo que deseo remarcar es que la elección en la traducción de una palabra en una oración o frase, es aquella que de acuerdo con la razón rige como gobernante en la oración o frase misma. Esta deliberación para elegir la exacta o más adecuada palabra, deliberación propia del intérprete/traductor, es lo que Aristóteles llamó el justo medio entre la virtud y la razón de nosotros mismos, y de ninguna manera como un acto deliberativo propio de una operación aritmética, es decir, como una justa medida.
          Por tanto, nuevamente me remito al papel tan importante del intérprete/traductor en el ámbito cultural en general, jurídico en particular, de un país. No es lo mismo traducir la idea del justo medio aristotélico, como si fuese una justa medida, expresión propia, según mi parecer, para traducir una oración cuyo sentido es aritmético.
          Concluyo este punto. Es de capital importancia el trabajo del intérprete/traductor. Su capacidad técnica, cultura y sensibilidad se conjugan cuando al estar frente a un documento original, lleva a cabo una traducción fiel de éste y una interpretación de lo que en ese idioma se dice, para ser entendido por otra que es ajena en el entendimiento de ese lenguaje. Su traducción palabra por palabra, fluida y lógica en su sentido y esencia, haciendo gala del conocimiento de la lengua, sabiduría y enorme sensibilidad que le permite plasmar los diversos matices, claridad, brillo y sencillez contenidas en la prosa del autor o documento que traduce.
          Traducir, nos dice Edmond Cary, aunque también lo podemos hacer extensivo para interpretar, "es ser uno capaz de captar las infinitas resonancias de cada palabra, de cada movimiento del pensamiento, de cada latido de corazón, y saber comunicarlos al lector".[1]

Foto: Ingrid L. González Díaz

[1] Witthaus E. Rodolfo, Régimen legal de la traducción y del traductor público, Editorial Abeledo - Perrot, Buenos Aires, Argentina,1981, p. 36. Citando a Elsa T. de Pucciarelli, Qué es la traducción, editorial Nymohenbúrger, Verlagsbuchhandlung, Munich, 1967, pág. 286. 

El papel del intérprete/traductor en el ámbito jurídico*

Tercera parte

El papel del intérprete/traductor en el ámbito jurídico

Foto: Ingrid L. González Díaz

Celso, en el Digesto, señala que "saber las leyes no es conocer sus palabras, sino su fuerza y su poder".[1] Esta reflexión es válida para el interprete/traductor, entre otras cosas, porque según mi parecer, el que un perito, un traductor, conozca y comprenda un determinado idioma, no quiere decir que domine su contenido, la fuerza y poder de las palabras que lo conforman, el idioma a traducir.
          El trabajo del intérprete/traductor debe ser humilde, repleto de sabiduría y con una actitud permanente de saborear las palabras a traducir. ¿De cuántas maneras se puede decir una palabra? De tantas como sea la cultura del que las dice o traduce, incluyo aquí las metáforas con las cuales se puede expresar también el significado de las palabras.
          En este contexto, el apoyo de los traductores e intérpretes al juez, es de gran importancia. Son muchos los requisitos que se cumplen para ser intérprete o traductor, pero el juez sabe que al momento de serlo y tener su trabajo en un expediente o comparecencia, cuenta con el apoyo de incalculable valor, porque frente a él tiene un trabajo siempre excepcional, impecable.
          Sabe, sin temor a equivocarse, que ese trabajo constituye una pieza principal para formarse un criterio, conjuntamente con otros elementos también principales, sobre la culpabilidad o inocencia del inculpado, sobre el punto litigioso en materia administrativa, mercantil o civil que se esté ventilando.
          En resumen, el perito/traductor, en la parte que le corresponde, contribuye para que el juez conforme su criterio en relación con la contienda jurídica que debe resolver.
          La interpretación en la oralidad, la traducción en lo escrito, la fusión de ambos elementos en la actividad que se haga como perito, son actos que están unidos a la impartición de justicia e implementación del derecho. Ello en virtud, retomo la idea Eduardo J. Couture, de que ambos son peritos en los idiomas que traducen, sean éstos en "documentos o declaraciones testimoniales expresados en lengua extranjera a la oficial del juicio".[2] Son, por tanto, mediadores y explicadores de lo que una persona quiere expresar, en forma oral o escrita, en un idioma distinto al que se lleva en el juicio.[3]
          Su dictamen asesora al juzgador, en aquello que éste desconoce por el idioma del que proviene. A la calidad de su trabajo, y por las características propias de cómo se lleva un juicio, se agrega el requisito formal de que dicho dictamen o la actividad llevada a cabo por el intérprete/traductor dentro del juicio, debe ser puesta a consideración del juez bajo juramento, lo cual queda constancia en el expediente.
          Recordemos que "el nombramiento del perito traductor, de los documentos extranjeros que se presenten en juicio, corresponde hacerlo al juez de los autos y no a las partes, quienes sólo tienen derecho de expresar su inconformidad con la traducción, pero no de hacer nombramiento de traductor"[4]


[1] Véase: Celso, Digesto, de legibus, I, 3.
[2] Couture J.Eduardo, Vocabulario jurídico, Ediciones Depalma, Buenos Aires, Argentina, 1991, p. 245.
[3] Intérprete (y traductor, me permito agregar): "Etimología. Tomado del latín interpres, -etis "mediador, negociador", más tarde "encargado de explicar, intérprete". Véase: Eduardo J. Couture, Ibidem.
[4] Tesis aislada, de rubro: "Documentos extranjeros", emitida por la Tercera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Quinta Época, publicada en el Semanario Judicial de la Federación, tomo XXV, p. 586. 

El papel del intérprete/traductor en el ámbito jurídico*

Cuarta parte
*Foto: Ingrid L. González Díaz

En estas condiciones, y a riesgo de ser repetitivo, es invaluable el papel de los intérpretes y traductores como auxiliares en la administración e impartición de justicia, pues su aportación le permite, junto con los demás elementos del litigio, construir y formar un criterio objetivo, lógico, congruente, en relación con el punto de la controversia que se ventila, lo cual fortalece el sentido de la propia resolución.
          Qué mayor auxilio para el juez que el contar, por una parte, con la interpretación o traducción de una palabra, tal como lo expresa Celso, en su pleno contenido y significado, contexto, naturaleza y razón de ser, dentro de los hechos y el proceso que se ventila y, por otra, con auxiliares calificados cuya función cultural se configura "como puentes entre naciones y culturas, instrumentos de entendimiento y conciliación social, transmisores del saber, acceso a lo remoto y desconocido, contribuyendo al esclarecimiento de la legua y cultura propias".[1]
          La relevancia de su función está fuera de toda duda, más todavía cuando a éste le abala todo un estatuto jurídico como perito intérprete/traductor. Lo cual comprende las disposiciones legales que enmarcar sus derechos y deberes como profesional auxiliar del juzgador o de la autoridad correspondiente, así como los requisitos de titulación, sistemas de designación, su deber de imparcialidad y el marco de comportamiento ético al que debe sujetarse, en particular, el secreto profesional al que debe ceñirse.
          Imagínense ustedes la sanción a la que se puede hacer acreedor un perito/traductor que incurre en infidelidad en los conceptos y muestre evidentes deficiencias de conocimiento del idioma del que pretende traducir o interpretar. Cuestiones, todas ellas, que si bien son importantes, en otro momento espero abordar.
          Con lo hasta aquí dicho, ni duda cabe la importancia que tiene el papel del intérprete y del traductor en la actividad del juez. Sin embargo, esta importancia realmente se extiende en el ámbito jurídico en general.
          Prueba lo anterior el gran número de documentos privados redactados en idioma extranjero que ofrecen las partes en los juicios, documentos que por cierto, es al que los ofrece al que le corresponde la carga de exhibir su traducción, no es el juez, por tanto, el que debe ordenarla, entre otras cosas, porque, éste en su función jurisdiccional no puede constituirse en parte (de ahí que también este impedido para llamar de oficio al perito traductor)[2]. A menos que hubiera oposición entre la traducción inicial y la presentada como objeción por la contraparte, quien al realizarla debe anexar otra traducción, realizada también por perito autorizado, caso que de presentarse, el juez, de acuerdo con sus facultades de ley, puede llamar a un perito traductor en su carácter de tercero. Salvo este caso, es a cargo de quien ofrece la prueba de documentos redactados en idioma extranjero, la obligación de exhibir la correspondiente traducción.[3]
          Otra prueba de la importancia del intérprete/traductor en el ámbito jurídico es el auxilio que cada vez más proporcionan éstos a juzgadores, autoridades y sector privado en general, mediante la traducción jurídica de documentos tan variados como leyes, convenios, tratados, acuerdos, entre otros.
          Situación que, por cierto, en algunos países ha generado una nueva disciplina, prima hermana de los intérpretes y traductores, llamada, precisamente, de traducción jurídica. La cual puede ser definida "como la traslación de una lengua a otra de los textos que se utilizan en las relaciones entre el poder público y el ciudadano (por ejemplo: denuncias, querellas, exhortos, citaciones, leyes) y también de los textos empleados para regular las relaciones entre particulares con trascendencia jurídica (contratos, testamentos o poderes)".[4] Ahora bien, en cuanto al "modo y al tono, los textos legales pueden ser orales, escritos, escritos para ser leídos en voz alta u orales para ser grabados, y su tono es por lo general extremadamente formal o formal con rasgos ceremoniales y rituales que hunden sus raíces en las historia (por ejemplo, los formalismos que muchas veces se observan en las fórmulas de promulgación de las leyes)".[5]


[1] Witthaus E. Rodolfo, op. cit. pág. 36. Citando a Elsa T. de Pucciarelli, op. cit. págs. 9 y 10.
[2] Sobre este punto véase la tesis aislada de tribunal colegiado, de rubro: Documentos privados redactados en idioma extranjero. El juez esta impedido para llamar de oficio al perito traductor (Legislación del Estado de Zacatecas), publicada en el Semanario Judicial de la Federación, Octava Época, Tomo XII, agosto de 1993, p. 423.
[3] Véase: Tesis aisladas, de rubros: Documentos privados redactados en idioma extranjero. corresponde al oferente la carga de exhibir la traducción (legislación del Estado de Puebla), y Documentos privados redactados en idioma extranjero. Si hay objeción de la contraparte a esta corresponde presentar otra traducción. (Legislación del Estado de Puebla), emitidas por la Tercera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Octava Época, publicada en el Seminario Judicial de la Federación, Tomo I, Primera Parte-1, enero-junio de 1988, p. 361.
[4] Castro Solano, Rosemary, "La ley en varias lenguas: importancia de la traducción en el ámbito legislativo", en Revista Parlamentaria, El uso del lenguaje en la creación de la norma jurídica, volumen 16, No. 2, agosto de 2008, Asamblea Legislativa, Costa Rica, 2008, p. 7.
[5] Ibidém, p. 8.

El papel del intérprete/traductor en el ámbito jurídico*

Quinta parte
*Foto: Ingrid L. González Díaz

Abusando de su tiempo, me interesa ejemplificar con dos cuestiones más la importancia del intérprete/traductor en el ámbito jurídico. Una de ellas es en relación con el papel que éstos tienen o deben tener en las diligencias donde se ventila y protege el derecho fundamental de los extranjeros a la notificación, contacto y asistencia consular (conocido también como derecho consular) y otra en relación al que tienen en la asistencia de personas indígenas sujetas a proceso penal.
          En el primer caso, en alguna ocasión escribí que toda persona no nacional, desde el momento de estar en territorio del Estado mexicano, debe ser protegida en sus derechos humanos, más todavía si está en calidad de presunto responsable de la comisión de un delito. Si es el caso, dije también que los tres niveles de gobierno están obligados a proporcionarle las garantías necesarias para ejercer su amplia gama de derechos, entre ellos, el derecho de asistencia consular, el cual se traduce en la obligación de asistir a una persona extranjera por algún miembro de la delegación consular de su país en el territorio que se encuentre.
          En el entendido de que dicha protección de rango constitucional no solamente impera para extranjeros en el sentido jurídico del término, es decir, para la persona que carece de la nacionalidad del país en el que se encuentra, sino también comprende a las personas mexicanas detenidas que tengan doble o múltiple nacionalidad.
          La participación del intérprete/traductor en la asistencia consular es de gran relevancia para que el extranjero inculpado no quede en estado de indefensión, por carecer de los conocimientos del idioma en el que ha sido detenido. Cierto, el derecho de asistencia consular es distinto al derecho a tener un abogado y el derecho a tener un traductor o intérprete. En éste último, es la jurisdicción mexicana la responsable de cuidar que toda persona cuente con la debida defensa adecuada en un juicio. En cambio, en el derecho consular es el consulado o el representante del gobierno del extranjero detenido, el que debe evitar la indefensión del su connacional en el pleno sentido del término.  
          Sin embargo, ante la posibilidad de negativa, en primer lugar, del extranjero detenido de no hacer uso de su derecho consular y, en segundo lugar, de que a pesar de hacer uso de ese derecho, sea el consulado el que se declare imposibilitado, por las razones que sean, de proporcionar la asistencia consular requerida, lo cual implica proporcionar un intérprete/traductor que conozca la herencia cultural y social del extranjero, lo cual “resulta determinante al momento de comprender cualquier fenómeno jurídico, con especial gravedad respecto a aquellos actos o decisiones que puedan implicar la privación de la libertad.”[1]
          Ante este eventual problema, la posible resolución de la jurisdicción mexicana es, a fin de que dicho detenido cuente con la defensa adecuada requerida, proporcionarle un intérprete/traductor y, dado el caso de que, por la peculiaridad del idioma se demuestre que después de varios requerimientos es imposible obtenerlo, entonces es muy lógico, según estimo, habilitar a un traductor práctico.
          En cuanto a la asistencia de personas indígenas sujetas a proceso penal, es innegable el papel tan importante que ha tendido el intérprete/traductor para garantizar una defensa adecuada del inculpado. No es mi intención extenderme sobre el tema, sí remarcar, en cambio, la interpretación que sobre el artículo 2º constitucional ha efectuado la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Interpretación que va desde el cómo se debe entender la “autoadcripción” de una persona a una comunidad indígena, hasta el porqué, agotadas todas las instancias por parte del Estado para contar con el apoyo de un intérprete, oficial o particular, profesional o certificado, que conozca la lengua y cultura de la persona a quien va a auxiliar, se puede designar a un traductor práctico a fin de garantizar el derecho humano de acceso pleno a la jurisdicción de una persona indígena sujeta a proceso penal.
Naturalmente, entre ambos criterios están, entre otros, el referente a cómo y porqué a partir de dicha “autoadcripción” o de la evaluación oficiosa de la autoridad ministerial o judicial ante la sospecha fundada de que el inculpado pertenece a una comunidad indígena, surge la protección especial a cargo del Estado. Asimismo, el que refiere que las personas indígenas deben ser asistidos por intérpretes y defensores que tengan conocimiento de su lengua y cultura.
Constitucionalmente, por tanto, en materia de defensa adecuada para personas indígenas, es de capital importancia el papel que tiene el intérprete/traductor, pues esta figura se plasma como derecho fundamental para “tutelar sus derechos, eliminar las barreras lingüísticas existentes y dar certeza al contenido de la interpretación”.[2]
          Por todo lo hasta aquí expuesto, yo coincido con Ortega y Gasset y Goethe, cuando dicen, el primero en su miseria y esplendor de la traducción, que el traductor, permítaseme hacerlo extensivo también para el intérprete, "es un género literario aparte, distinto de los demás, en sus normas y finalidades propias". Por su parte, Goethe, sobre la misma actividad señala que ésta "es una de las más importantes y dignas actividades del quehacer universal".[3]



[1] Tesis aislada emitida por la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, de rubro: Derecho fundamental de los extranjeros a la notificación, contacto y asistencia consular. Sus diferencias con el derecho a tener un abogado y el derecho a tener un traductor o intérprete. Publicado en el Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, libro XX, mayo de 2013, tomo 1, tesis 1ª. CLXXII/2013 (10ª), p. 535.
[2] Tesis jurisprudencial 61/2013 (10ª), emitida por la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, de rubro: Personas indígenas. Modalidades para ejercer el derecho fundamental de defensa adecuada consagrado en el artículo 2o., apartado A, fracción VIII, de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Véase, además, las tesis jurisprudenciales, también emitidas por la dicha Sala, números: 58, 59, 60 y 86, todas de 2013 y décima época.
[3] Referencia citada por Witthaus E. Rodolfo, Régimen legal de la traducción y del traductor público, op. cit., págs. 285 y 286. 

Testigo único y principio de presunción de inocencia*

Genaro González Licea

Primera parte

*Foto: Ingrid L. González Díaz

Unus testis nullus testis. Testimonio único, testimonio nulo.[1] Este es el tema. El objetivo de abordarlo es, en realidad, muy modesto: generar una reflexión sobre él y rescatarlo del aparente olvido. Y digo del aparente olvido porque, a pesar de que actualmente se acepta que la declaración de un testigo así puede tener valor en sentencia atendiendo las reglas de la sana crítica, el principio tiene tal vigencia que se da por sentado que, ante una prueba única, ante un testigo único, el testimonio es nulo. No se plantea y mucho menos se reflexiona sobre su significado.
Estimo que es muy necesario hacerlo. La pregunta es: realmente el testimonio único, ¿constituye un testimonio nulo? Al margen de la conclusión a la cual se arribe, lo cierto es que el acto de reflexión, por sí mismo, permite modificar comportamientos en relación con un tema donde el punto central es más que aplicar o no el principio, es ubicar la importancia que este tiene dentro del derecho probatorio, lo cual se traduce, al mismo tiempo, en la importancia que tiene en el papel del juzgador en cuanto a su iniciativa y facultad probatoria.
El juez tiene la facultad y obligación de tutelar el proceso. Ninguna regla le puede impedir hacerse allegar de las pruebas que estime pertinentes para fijar su criterio y fundamentar la decisión jurisdiccional. De la misma manera que el juez no debe excluir ningún testimonio, por más inverosímil que sea, que las partes ofrecen en juicio por convenir así a sus intereses, asimismo el juez debe mantener la iniciativa de utilizar los medios que estime pertinentes, a fin de aclarar los hechos del caso concreto puesto a su consideración.
          Me es difícil entender que un juez al resolver, por ejemplo un caso de homicidio, en el cual solamente tiene a su alcance la declaración de un testigo, desestime o deseche esta última, la tome como nula, y dicte sentencia condenatoria, cuando en realidad, puede valorarla como prueba, incluso si se quiere insuficiente, pero no desecharla sin reflexión alguna y menos dictar una sentencia bajo éstas condiciones.
          El juez debe admitir y valorar las pruebas, así sea solamente una, prueba única, que las partes ponen a su disposición, o bien que él estima recabar de oficio. En el caso, a través de las reglas de la sana crítica, las cuales mantienen como criterio básico la exclusión de "toda limitación o anticipación valorativa de la ley en la obtención del convencimiento, el que debe ser orientado por las reglas de la lógica, de la psicología y de la experiencia. Se quiere que el juez proceda conforme al recto entendimiento humano, para determinarse libremente en su convicción sobre el descubrimiento de la verdad".[2] En este sentido, Eduardo Ángel Russo "resalta que aunque las reglas de la sana crítica no estén definidas por la ley, suponen la existencia de ciertos principios generales, a que deben guiar en cada caso la apreciación de la prueba y excluyen, por ende, la discrecionalidad absoluta del juzgador. En ella intervienen la lógica y las máximas de experiencia, contribuyendo ambas de igual manera a que el magistrado puede analizar la prueba".[3]
          El juez siempre tendrá bajo su fuero, la iniciativa y facultad de probar cualquier clase de prueba, en el caso, la declaración única que incrimina, y confrontarla con el dicho del acusado, formar su criterio y fundar y motivar su resolución. Lo dudoso de ciertos hechos solamente es posible superarlos si el juez forma convicción de los mismos. Cosa que se logra, si y solo si, no se obvia la prueba capital de los hechos, apriorísticamente, como nula. Valoración de gestos, ademanes, movimientos de cabeza y hombro, por ejemplo, así como de utilización de elementos técnicos como el llamado detector de mentiras, todo constituye un elemento importante para formar convicción sobre la veracidad de la prueba.
          Así, podemos decir que el principio que nos ocupa, igual que las reglas de valoración de la prueba o de las reglas de exclusión de las mismas, requiere siempre, por sobre toda las cosas, una valoración de hechos. Los hechos llevan al derecho, no a la inversa. Mucho menos si no existe reflexión alguna. En el caso, la aplicación dogmática e irreflexiva del principio testigo único, testigo nulo, su aplicación a tabla rasa,[4] tábula rasa, por parte del juzgador, escúchese, sin convicción alguna. Cabe recordar, nos dice Mirjan Damaška, que cuando el investigador de los hechos adquiere conocimientos a raíz de pruebas inadmisibles –como sucede frecuentemente– la respuesta típica del sistema jurídico es obligarle a ignorarlos.[5]
          La idea en este sentido es no perder de vista la interrelación de la prueba, el caso como un todo. Los medios de prueba, dice Taruffo, se conectan con los hechos en litigio a través de una relación instrumental: "medio de prueba". Estos medios son, continúa diciendo, cualquier elemento que pueda ser usado para establecer la verdad acerca de los hechos de la causa. De esta manera, concluye, la idea básica es que un litigio surge de ciertos hechos y se basa en ellos, que tales hechos son disputados por las partes, que esa disputa tiene que ser resuelta por el tribunal y que la solución de la "controversia sobre los hechos" se alcanza cuando el tribunal establece la verdad sobre los hechos motivo de la disputa.[6]





* Conferencia pronunciada en la Casa de la Cultura Jurídica “José Miguel Guridi Alcocer” en el Estado de Tlaxcala, Suprema Corte de Justicia de la Nación. Poder Judicial de la Federación, México, 9 de octubre de 2015.
[1] Principio contenido en las Siete Partidas, ley 32, título 16, Partida 3 (1252-1284). Redactado en la Corona de Castilla.
[2] Jorge A. Clariá Olmedo, citado por María Soledad Crespo, "Curso: Temas de Derecho Procesal: Prueba del Centro de Formación Judicial de la CABA". http://www.academia.edu/8165531/El _testigo_%C3%BAnico_y_la_ sana_ cr% C3%ADtica.
[3] Ibídem.
[4] Tabla rasa: entendimiento sin cultivo ni estudios, Diccionario de la Real Academia Española.
[5] Damaška, Mirjan R., El derecho probatorio a la deriva, Ed. Marcial Pons, Madrid, 2015.
[6] Taruffo, Michele, La prueba, Editorial Marcial Pons, Madrid, España, 2008, p. 15. 

Testigo único y principio de presunción de inocencia*

Segunda parte

Principio de testimonio único, testimonio nulo

*Foto: Ingrid L. González Díaz

Originalmente se tiene que el testigo o testimonio único es nulo, excepto cuando éste lo efectúa el rey o incluso el creador mismo del universo. De ahí las frases, por todos conocidas, tales como, para la excepción, "Y en nuestra ley está escrito que el testimonio de dos personas es válido. Yo soy el que doy testimonio de mí mismo y el que me ha enviado, el padre, da testimonio de mí".[1] En tanto que, para el principio como tal, entre otras frases, las siguientes: En dos o tres testigos reside toda la verdad. La palabra de un hombre es de nula dignidad. El testimonio de un hombre no es idóneo, y así fuera obispo. Una voz cuenta como ninguna, y así fuera juez. Dos son mejor que uno. Un testigo solo no es ningún testigo.[2]
          Naturalmente, de ninguna manera es mi intención efectuar una exposición exhaustiva de este principio tan presente en la tradición judeo-cristiana como en la Ilustración. En el primer caso, nos dice Marcelo A. Sancinetti, "una extensa tradición habla en contra de que una sentencia penal condenatoria pueda ser fundada únicamente en los dichos de una sola persona. Por tanto, es patrimonio común de la cultura judeo-cristiana la prohibición de imponer una condena sobre la base de un testimonio único". En el segundo, continúa el autor, toda vez "que no se trata tan sólo de un legado propio "de las religiones", sino que la prohibición del testigo único fue también patrimonio común de la Ilustración, es decir, de un movimiento que en cierto modo pretendía fundar un Estado "no dependiente de la idea de Dios" o que pudiera ser aceptado también por el no creyente".[3]
          Incluso, es de referir que el principio del que hablamos "no sólo tuvo acogida en los códigos románicos, sino que también fue asumida por Santo Tomás de Aquino, en la Summa Theologiae. Ya en el derecho eclesiástico antiguo se pone énfasis en que el testigo único no es suficiente ni según el derecho divino ni el humano, como, p. ej., en Gratian, C.33, 2, 8: Nec evangelium, nec ulla divina humana que lex unius testimonio etiam idoneo quempiam condemnat vel inustificat (porque ni el evangelio ni ninguna ley divina o humana condenan o justifican a nadie en razón de un testimonio único, por más que éste sea idóneo). Este legado del Antiguo Testamento, subsiste hoy en la tradición talmúdica (Talmud de Babilonia). Y en lo que respecta al Código de Derecho Canónico, la prohibición del testimonio único se mantiene al menos como regla general, aunque admitiéndose excepciones".[4]



[1] Evangelio según San Juan, Jn8, 17-18, citado por Sancinetti, Marcelo A., "Testimonio único y principio de la duda", Publicado en InDret, Revista para el análisis del derecho, Barcelona, España, julio de 2013. www.INDRET.com
[2] Ibídem.
[3] Ibídem.
[4] Ibídem