martes, 15 de diciembre de 2015

Ciudadanía y derechos humanos

El derecho al olvido o la búsqueda del eterno recuerdo*


Genaro González Licea


Foto: Ingrid L. González Díaz

Eliminar de internet, del espacio cibernético, datos personales que perjudican el desarrollo de la libre personalidad de alguien, ya sea porque trastocan su intimidad u honor, es lo que se conoce como derecho al olvido.
          A los datos anteriores, por lo general, se agrega la eliminación de aquella información obsoleta, por el simple paso del tiempo, que hace referencia a toda aquella persona que incurrió en mora crediticia o fiscal. Salvo la particularidad de cada situación y por lo que se refiere a la materia fiscal, el historial crediticio de una persona será borrado cumplidos los cinco o siete años de su pago parcial.
          Este último tema, por el momento lo dejaré a un lado. Sobre el particular, basta decir que tanto a nivel nacional como internacional existen disposiciones regulatorias, tal es el caso, entre otras, de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos, la Convención Americana sobre Derechos Humanos, la Declaración de Principios sobre la Libertad de Expresión, artículos 6 y 7 constitucionales y las leyes federales, tanto de transparencia y acceso a la información pública gubernamental, como la de protección de datos personales en posesión de particulares.
          Como puede verse, la protección de datos personales, el habeas data, está presente como un instrumento para garantizar el derecho humano que tiene toda persona sobre su vida privada. Le sigue a ello, también su garantía de protección a su derecho de expresión e información que tiene, que tenemos todos.
          Hay miles de discusiones, pergaminos y sentencias sobre la protección de datos personales en el mundo terrenal, no sucede lo mismo, permítase llamarle así, sobre la protección de datos en el mundo virtual, etéreo, volátil, intangible, como es el mundo del ciberespacio, el mundo de internet, que impera, domina y flota en el aire que respiramos en estos tiempos, desde el nacimiento hasta la muerte.
          El derecho al olvido, a olvidar y ser olvidado en ese mundo virtual, me genera mil y una interrogantes, me conmueve y lleva a reflexiones sin final. Una de ellas es, precisamente, la del olvido. La del olvido humano que en el fondo no se olvida, tan solo se bloquea, dirían unos, pues no se puede olvidar lo que se olvida, lo que habita en el complejo subconsciente de la mente humana, de la humanidad entera.
          En ese entendido, olvidar es una posibilidad que está en mis manos, en las manos de cualquier persona que se proponga olvidar algo, sea esto una situación, cosa o persona. Incluso, la posibilidad de olvidar puede darse por el simple paso del tiempo, sin que nosotros mismos nos demos cuenta del olvido.
          El no recordar puede ser suficiente para dejar algo en el olvido. El no recordar, sin embargo, el olvidar, de ninguna manera equivale desterrar de sí los actos, nuestros actos, cosas o personas que, como arrugas en nuestra piel dejaron una huella en nuestro paso por el mundo.
          Ser olvidado, por su parte, es un acto que escapa a uno. Es algo que está lejos de nuestro alcance. Depende del otro, del que un día empalmó su actuar en el mismo espacio, tiempo y circunstancia con la mía. No me asiste el derecho de pedirle que me olvide. Es un derecho que le corresponde a él, al otro, el olvidarme, olvidarse de lo que decida dejar en el olvido.

Foto: Ingrid L. González Díaz

          Toda persona vivirá en tanto se le recuerde. Mis seres queridos, como los de miles y miles, vivirán en tanto uno viva, porque en tanto uno esté vivo serán recordados por siempre. De ahí en fuera, de ellos no quedará nada. Solo la memoria, limpia, sutil, imperceptible, “de una piedra sepultada entre ortigas”. Un viento que perecerá al mismo tiempo que perezca el infinito.
          Por supuesto, si estos seres que amo, además, en su paso por el mundo, construyeron con su sentido de vida, forma de ser y actuar, una obra para sí y para el otro, es altamente probable que ésta se instale en algún anaquel del universo, en la humanidad entera, en la mente de todo aquel que sediento de saber busca un sorbo de luz para encontrar su propia existencia.
          Olvidar y ser olvidado son cosas tan distintas, tan profundamente distintas que, de estar un día frente a frente, así sea por el instante de un instante, se fundirían de emoción, como un sueño que escapa del insomnio, como una sombra en el filo de otra sombra. El olvido, olvidar y ser olvidado. El olvido: donde uno al fin, diría Luis Cernuda, “quede libre sin saberlo. Disuelto en niebla, ausencia. Ausencia leve como carne de niño. Allá, allá lejos. Donde habite el olvido”.
          Entre líneas asoma el derecho al olvido. Neutro, impersonal, frío como una piedra, incongruente en sus entrañas. Insincero, tal vez, sería lo más exacto. El derecho al olvido como derecho que en realidad no tengo, no es mío y al mismo tiempo es tan mío, que no puedo renunciar a él, a una parte de mí que deseo que se olvide y olvidarme. Como brazo enterrado en cementerio, lejos de mí y a la vez muy cerca. Tan cerca que el viento toca su piel inexistente al igual que mi camisa.
          Querer renunciar a algo que es prácticamente imposible renunciar, por ser un acto tan personal que gracias a él, entre otros, soy lo que soy ahora, es un acto, como dije, que raya en la incongruencia e insinceridad, pero a fin de cuentas es, y al ser, la condición humana, compleja e impredecible, lo puede ejercer como un derecho que en el fondo no existe y solicitar su olvido.
          Si uno es algo en la vida, ese algo no es por el simple hecho de lo que uno es, sino por lo que uno hace, incluso por lo que uno dejó de hacer. Más todavía, si el mundo tiene una existencia en mí, es por el actuar que le da mi existencia en él.
          A este mundo donde vivo e interactúo, se agrega ahora el de un espacio virtual, egoísta, anárquico. Un espacio que es de todos y de nadie. Un mundo que es regulado por la ética de cada cual y, pese a ello, se busca que en un universo así, sea eliminado o destruido un acto que siendo mío, deje de ser de él. Se busca el olvido. Seguir en el cibersitio de la triple w, pero sin una parte mía, sin un dato o hecho que se estime perjudicial al desarrollo de mi persona y personalidad.
          Esta búsqueda es, como dije, lo que se ha dado en llamar el derecho al olvido, el cual transita entre la información pública, privada e íntima. En realidad, aún no se sabe con certeza cómo es este derecho, cómo ubicarlo y darle vida en el mundo del derecho. Si a una persona, por un acto irregular que cometió, o simplemente que le afecte, a pesar de que éste sea cierto, pero se da a conocer en alguna página web con nombre y apellido, la persona que cometió la irregularidad ¿tiene derecho a que el mundo de internet elimine el buscador de esa información?
          El Tribunal de Justicia de la Unión Europea dijo que sí (resolución C-131/12 de 13 de mayo de 2014). Nació entonces el derecho al olvido. Derecho polémico, ni duda cabe. Para unos limita el derecho a la información y expresión, para otros, yo entre ellos, solamente se trata de un derecho de rectificación, cancelación y oposición de datos que, por si fuera poco, en principio únicamente les asiste a las personas privadas, no así a los servidores públicos. La ciudadanía, según mi parecer, tiene todo el derecho de saber tanto el comportamiento ético, impecable de quien los gobierna, como el que se aleja de éste.
          El hombre, su comportamiento, es un todo, sus errores y defectos son parte de él. Su congruencia también. Amar uno sin desamar otro. Esa es la forma íntegra de amar a la cual me referí en esta misma columna un día. Responsabilizarnos de lo que hacemos incluye, naturalmente, también las consecuencias. Si alguna situación puede valorar de una mejor manera a una persona, es su congruencia de vida, su honestidad en su actuar.
          Es posible que no me asista la razón, estimo, sin embargo, que con el actuar del derecho al olvido, los buscadores de triple w pasarán de ser herramientas técnicas, a imprescindibles deidades, dioses virtuales con la capacidad de hacer, formar o diseñar un rostro a la medida de cada cual, según sus intereses y necesidades. Formar un rostro, una persona, a imagen y semejanza de dios o del diablo, lo mismo da.

Foto: Ingrid L. González Díaz

          Los riesgos son muchos y, por si fuera poco, la norma está repleta de agujeros de memoria, aunque sería mucho más justo decir que, en realidad, está ausente, atrapada en un lugar que no existe. Donde un buscador la elimina y otro la reinstala. Estamos indexados a la información de un mundo virtual de recuerdos y olvidos. Ilusiones sin rostro, sueños, insomnios y pesadillas. La dictadura cibernética en pleno.
          En este espacio la censura previa no existe, tampoco el deber de cuidado y, por lo mismo, tal vez lo más conveniente es fijar estándares de comportamiento en el mundo del internet. Mecanismos que fomenten la responsabilidad y autocorrección, así como la creación de instancias vigilantes que protejan los derechos y las libertades de terceros.
          Por el momento, dos cuestiones fortalecen lo anterior: tratándose de medios de comunicación, particulares no censuran a particulares y, por otra parte, los grandes costos para eliminar los datos que se solicite eliminar del ciberespacio, mismos que de todos modos no serán eliminados, pues otra red especializada se ocupará de reinstalarlos, lo pagaremos los usuarios de internet a fin de tener derecho a él.
          En la sociedad de la información somos piedra y polvo al mismo tiempo. Personas de carne y hueso y, a la vez, ánimas, espíritus que languidecen como el día al atardecer, como un suspiro en el moribundo. Aliento que se pierde, otra vez retomo a Luis Cernuda, “en los vastos jardines sin aurora,” allá, allá lejos, donde habite el olvido.

Foto: Ingrid L. González Díaz

* Pendiente de publicarse en Congresistas, periódico bimensual.