El derecho al olvido o la
búsqueda del eterno recuerdo*
Genaro
González Licea
Foto: Ingrid L. González Díaz
Eliminar de internet, del espacio cibernético, datos
personales que perjudican el desarrollo de la libre personalidad de alguien, ya
sea porque trastocan su intimidad u honor, es lo que se conoce como derecho al
olvido.
A los
datos anteriores, por lo general, se agrega la eliminación de aquella
información obsoleta, por el simple paso del tiempo, que hace referencia a toda
aquella persona que incurrió en mora crediticia o fiscal. Salvo la
particularidad de cada situación y por lo que se refiere a la materia fiscal,
el historial crediticio de una persona será borrado cumplidos los cinco o siete
años de su pago parcial.
Este
último tema, por el momento lo dejaré a un lado. Sobre el particular, basta
decir que tanto a nivel nacional como internacional existen disposiciones
regulatorias, tal es el caso, entre otras, de la Declaración Universal de los
Derechos Humanos, el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos,
la Convención Americana sobre Derechos Humanos, la Declaración de Principios
sobre la Libertad de Expresión, artículos 6 y 7 constitucionales y las leyes
federales, tanto de transparencia y acceso a la información pública
gubernamental, como la de protección de datos personales en posesión de
particulares.
Como
puede verse, la protección de datos personales, el habeas data, está presente como un instrumento para garantizar el
derecho humano que tiene toda persona sobre su vida privada. Le sigue a ello, también
su garantía de protección a su derecho de expresión e información que tiene,
que tenemos todos.
Hay
miles de discusiones, pergaminos y sentencias sobre la protección de datos
personales en el mundo terrenal, no sucede lo mismo, permítase llamarle así,
sobre la protección de datos en el mundo virtual, etéreo, volátil, intangible,
como es el mundo del ciberespacio, el mundo de internet, que impera, domina y
flota en el aire que respiramos en estos tiempos, desde el nacimiento hasta la
muerte.
El derecho
al olvido, a olvidar y ser olvidado en ese mundo virtual, me genera mil y una
interrogantes, me conmueve y lleva a reflexiones sin final. Una de ellas es,
precisamente, la del olvido. La del olvido humano que en el fondo no se olvida,
tan solo se bloquea, dirían unos, pues no se puede olvidar lo que se olvida, lo
que habita en el complejo subconsciente de la mente humana, de la humanidad entera.
En ese
entendido, olvidar es
una posibilidad que está en mis manos, en las manos de cualquier persona que se
proponga olvidar algo, sea esto una situación, cosa o persona. Incluso, la
posibilidad de olvidar puede darse por el simple paso del tiempo, sin que
nosotros mismos nos demos cuenta del olvido.
El no recordar puede ser suficiente para dejar algo en el olvido.
El no recordar, sin embargo, el olvidar, de ninguna manera equivale desterrar
de sí los actos, nuestros actos, cosas o personas que, como arrugas en nuestra
piel dejaron una huella en nuestro paso por el mundo.
Ser olvidado, por su parte, es un acto
que escapa a uno. Es algo que está lejos de nuestro alcance. Depende del otro,
del que un día empalmó su actuar en el mismo espacio, tiempo y circunstancia
con la mía. No me asiste el derecho de pedirle que me olvide. Es un derecho que
le corresponde a él, al otro, el olvidarme, olvidarse de lo que decida dejar en
el olvido.
Foto: Ingrid L. González Díaz
Toda persona vivirá en tanto se le recuerde.
Mis seres queridos, como los de miles y miles, vivirán en tanto uno viva,
porque en tanto uno esté vivo serán recordados por siempre. De ahí en fuera, de
ellos no quedará nada. Solo la memoria, limpia, sutil, imperceptible, “de una
piedra sepultada entre ortigas”. Un viento que perecerá al mismo tiempo que
perezca el infinito.
Por supuesto, si estos seres que amo,
además, en su paso por el mundo, construyeron con su sentido de vida, forma de
ser y actuar, una obra para sí y para el otro, es altamente probable que ésta
se instale en algún anaquel del universo, en la humanidad entera, en la mente
de todo aquel que sediento de saber busca un sorbo de luz para encontrar su
propia existencia.
Olvidar y ser olvidado son cosas tan distintas,
tan profundamente distintas que, de estar un día frente a frente, así sea por
el instante de un instante, se fundirían de emoción, como un sueño que escapa del
insomnio, como una sombra en el filo de otra sombra. El olvido, olvidar y ser
olvidado. El olvido: donde uno al fin, diría Luis Cernuda, “quede libre sin
saberlo. Disuelto en niebla, ausencia. Ausencia leve como carne de niño. Allá,
allá lejos. Donde habite el olvido”.
Entre líneas asoma el derecho al
olvido. Neutro, impersonal, frío como una piedra, incongruente en sus entrañas.
Insincero, tal vez, sería lo más exacto. El derecho al olvido como derecho que
en realidad no tengo, no es mío y al mismo tiempo es tan mío, que no puedo
renunciar a él, a una parte de mí que deseo que se olvide y olvidarme. Como
brazo enterrado en cementerio, lejos de mí y a la vez muy cerca. Tan cerca que el
viento toca su piel inexistente al igual que mi camisa.
Querer renunciar a algo que es
prácticamente imposible renunciar, por ser un acto tan personal que gracias a
él, entre otros, soy lo que soy ahora, es un acto, como dije, que raya en la incongruencia
e insinceridad, pero a fin de cuentas es, y al ser, la condición humana,
compleja e impredecible, lo puede ejercer como un derecho que en el fondo no
existe y solicitar su olvido.
Si uno es algo en la vida, ese algo no
es por el simple hecho de lo que uno es, sino por lo que uno hace, incluso por
lo que uno dejó de hacer. Más todavía, si el mundo tiene una existencia en mí,
es por el actuar que le da mi existencia en él.
A este mundo donde vivo e interactúo,
se agrega ahora el de un espacio virtual, egoísta, anárquico. Un espacio que es
de todos y de nadie. Un mundo que es regulado por la ética de cada cual y, pese
a ello, se busca que en un universo así, sea eliminado o destruido un acto que
siendo mío, deje de ser de él. Se busca el olvido. Seguir en el cibersitio de
la triple w, pero sin una parte mía, sin un dato o hecho que se estime perjudicial
al desarrollo de mi persona y personalidad.
Esta búsqueda es, como dije, lo que se
ha dado en llamar el derecho al olvido, el cual transita entre la información
pública, privada e íntima. En realidad, aún no se sabe con certeza cómo es este
derecho, cómo ubicarlo y darle vida en el mundo del derecho. Si a una persona,
por un acto irregular que cometió, o simplemente que le afecte, a pesar de que
éste sea cierto, pero se da a conocer en alguna página web con nombre y apellido,
la persona que cometió la irregularidad ¿tiene derecho a que el mundo de
internet elimine el buscador de esa información?
El Tribunal de Justicia de la Unión
Europea dijo que sí (resolución C-131/12 de 13 de mayo de 2014). Nació entonces
el derecho al olvido. Derecho polémico, ni duda cabe. Para unos limita el
derecho a la información y expresión, para otros, yo entre ellos, solamente se
trata de un derecho de rectificación, cancelación y oposición de datos que, por
si fuera poco, en principio únicamente les asiste a las personas privadas, no
así a los servidores públicos. La ciudadanía, según mi parecer, tiene todo el
derecho de saber tanto el comportamiento ético, impecable de quien los
gobierna, como el que se aleja de éste.
El hombre, su comportamiento, es un
todo, sus errores y defectos son parte de él. Su congruencia también. Amar uno
sin desamar otro. Esa es la forma íntegra de amar a la cual me referí en esta
misma columna un día. Responsabilizarnos de lo que hacemos incluye,
naturalmente, también las consecuencias. Si alguna situación puede valorar de
una mejor manera a una persona, es su congruencia de vida, su honestidad en su
actuar.
Es posible que no me asista la razón,
estimo, sin embargo, que con el actuar del derecho al olvido, los buscadores de
triple w pasarán de ser herramientas técnicas, a imprescindibles deidades,
dioses virtuales con la capacidad de hacer, formar o diseñar un rostro a la
medida de cada cual, según sus intereses y necesidades. Formar un rostro, una
persona, a imagen y semejanza de dios o del diablo, lo mismo da.
Foto: Ingrid L. González Díaz
Los riesgos son muchos y, por si fuera
poco, la norma está repleta de agujeros
de memoria, aunque sería mucho más justo decir que, en realidad, está
ausente, atrapada en un lugar que no existe. Donde un buscador la elimina y
otro la reinstala. Estamos indexados a la información de un mundo virtual de
recuerdos y olvidos. Ilusiones sin rostro, sueños, insomnios y pesadillas. La
dictadura cibernética en pleno.
En este espacio la censura previa no
existe, tampoco el deber de cuidado y, por lo mismo, tal vez lo más conveniente
es fijar estándares de comportamiento en el mundo del internet. Mecanismos que
fomenten la responsabilidad y autocorrección, así como la creación de
instancias vigilantes que protejan los derechos y las libertades de terceros.
Por el momento, dos cuestiones
fortalecen lo anterior: tratándose de medios de comunicación, particulares no
censuran a particulares y, por otra parte, los grandes costos para eliminar los
datos que se solicite eliminar del ciberespacio, mismos que de todos modos no
serán eliminados, pues otra red especializada se ocupará de reinstalarlos, lo
pagaremos los usuarios de internet a fin de tener derecho a él.
En la sociedad de la
información somos piedra y polvo al mismo tiempo. Personas de carne y hueso y,
a la vez, ánimas, espíritus que languidecen como el día al atardecer, como un suspiro
en el moribundo. Aliento que se pierde, otra vez retomo a Luis Cernuda, “en los
vastos jardines sin aurora,” allá, allá lejos, donde habite el olvido.
Foto: Ingrid L. González Díaz
* Pendiente de publicarse en Congresistas, periódico bimensual.