Matrimonio entre personas del
mismo sexo, un reto que inicia
Genaro
González Licea
*Foto: Ingrid L. González Díaz
Rejuvenece el
sistema jurídico mexicano al reconocer el matrimonio de personas del mismo sexo.
No existe razón constitucional para no reconocerlo y, en consecuencia, es
inconstitucional la ley de cualquier entidad federativa que considere que la
finalidad del matrimonio es la procreación o lo defina como el que se celebra
entre un hombre y una mujer.
Mediante este criterio, además de
acceder al régimen jurídico del matrimonio las personas en cuestión, se
suprime, por inconstitucional la discriminación del mensaje de condicionamiento
trasmitido por la norma. Ninguna ley, como lo expresa literalmente una parte de
la sentencia, decisión o práctica de derecho interno, tanto por parte de
autoridades estatales como de particulares, pueden disminuir o restringir los
derechos de una persona a partir de su orientación sexual.
En una sociedad dominada por el
prejuicio, por estereotipos o ideas aceptadas acríticamente por un grupo social
o incluso por la sociedad en su conjunto, como es que el matrimonio solamente
puede darse “entre un solo hombre y una sola mujer”, o bien que la función
básica de la mujer es la procreación y cuidado de los hijos. En una sociedad
donde el eje rector es el sentimiento de culpa generado por el remordimiento de
hacer algo contrario a los principios más que propios, inculcados, externos e,
incluso, por qué no decirlo, ajenos. Sentimientos de culpa cuya fuente, por lo
general, es de ese perfil religioso, esclerotizado, de mirar pordiosero, de
abandono y humillación pegada al piso. Esa culpa que difícilmente permite mirar
al frente con la dignidad que cualquier persona tiene.
En una sociedad así, naturalmente, el
reconocimiento constitucional del matrimonio, como lo expresa la sentencia, es
un logro social de gran trascendencia, complejo de suyo y apenas en su amanecer.
Se ha reconocido la unión sentimental que con suma dignidad han vivido dos
personas del mismo sexo. Mirarse fijamente a los ojos a pleno sol, de la misma
manera que a la sociedad entera no es poca cosa.
Debe ser frustrante estar conscientes
de lo efímero que somos y, a pesar de ello, vivir en forma subterránea gran
parte de la vida. Recuerdo las palabras de un primer ministro que casó con su
pareja de igual sexo, una vez aprobada la ley que lo regula. Según la crónica,
éste dijo sin más: “tengo solo una vida, y no la quiero esconder”, retomando la
letra de una canción que en la lucha gay es todo un himno.
Efectivamente, me parece, durante
siglos nos humillamos a nosotros mismos al permitir que se estigmatizara a los
homosexuales de “enfermos”, “inadaptados” o “delincuentes”. Por supuesto, en lo
que a mí me corresponde, me disculpo por ello.
El reconocimiento legal del matrimonio
del que hablamos, como dije, es un reto que comienza. El criterio es genérico,
cierto, sin embargo, solamente aflora en un puñado de ciudades. Falta mucho por
hacer en las demás, en lo rural, en las instituciones públicas y privadas, en
el hogar, en las escuelas y educación en general. En esa gran parte de la
población que aún se pregunta: ¿cómo se puede casar un hombre con un hombre.
Una mujer con una mujer?
En puerta también está la actitud
discriminatoria del dueño de capital, de los sectores conservadores y de poder
en general, del clero ni se diga. Nuevos compromisos laborales se asumen con
los matrimonios del mismo sexo. Los derechos sociales se incrementan. Partidos
y sindicatos permanecen mudos. ¿Cómo actuar con personas así?, ¿cómo agremiar a
homosexuales y posibles matrimonios, o parejas del mismo sexo? Por ahora,
parecería que lo mejor es tenerlos alejados, como votantes anónimos y sin
conciencia política. Se equivocan. El golpe al machismo fundacional no les
permite ver con claridad las cosas. Tal vez con el tiempo el esposo o el
concubino de una persona homosexual sea líder sindical o de partido, ocupe una curul
o cargo público. Por ahora, insisto, de lejos, en el silencio subterráneo, en
el anonimato, a pesar de su reconocimiento legal.
Solamente el clero, por razón natural,
cuestiona la legalización del matrimonio que aquí comento, sin detenerse,
incluso, en el significado de las palabras que, según los medios de
comunicación mundial, expresó el actual papa, discúlpeseme las minúsculas, en
su viaje de regreso de Río de Janeiro a Roma, julio de dos mil trece para ser
exactos: “quien soy yo para juzgar a un gay”. El clero tradicional, sin
embargo, poder ideológico y de dominación al fin, hace un llamado a reconocer
como único matrimonio al de un hombre con una mujer que por su capacidad
procreativa garantiza la supervivencia de la especie humana. Marca su
territorio al margen de cualquier derecho humano. El poder es el poder.
El estado, por su parte, tiembla. Sabe
muy bien que carece de la infraestructura para proporcionales los servicios
sociales que conforme a derecho les asiste. Téngase en cuenta que en relación
con estos derechos el estado actualmente responde con dificultad a los
matrimonios y concubinos heterosexuales, agréguese los matrimonios y concubinos
de personas del mismo sexo. Recordemos que estos últimos han impugnado en
diversos amparos a la legislación federal y estatal que limita la institución
del concubinato a parejas de distinto sexo, lo cual, remarcan, trasgrede los
derechos constitucionales de igualdad y no discriminación en razón de la
preferencia sexual, a la identidad, al libre desarrollo de la personalidad y a
la protección de la organización y desarrollo de la familia. Entendible, el
mundo se cae en sima. La política pública de índole social se evidencia.
Como dije, el reto inicia. El derecho
a casarse no sólo significa tener acceso a los beneficios expresivos asociados
al matrimonio, sino también el derecho a los beneficios materiales que las
leyes adscriben a la institución, como los fiscales, los de solidaridad, por causa de muerte
de uno de los cónyuges, de propiedad, en la toma subrogada de decisiones
médicas, y migratorios para los cónyuges extranjeros, entre otros. Privarles de
estos beneficios sería un crimen. Reflexionar sobre el tema de la calidad de
vida de las parejas de homosexuales es ineludible.
Al paso de lo dicho, me parece
importante referir que algunas legislaciones, en su búsqueda de corregir la
discriminación matrimonial de la que hablamos, han adicionado a la sacramental expresión
“el matrimonio se circunscribe a un solo hombre y una sola mujer”, la figura de
“enlace conyugal”, el cual se celebra entre dos personas del mismo sexo. Figura,
por supuesto, discriminatoria e inconstitucional, pues equivale a aceptar que
en el matrimonio existe un régimen de “separados pero iguales”. Se reconoce el
matrimonio pero unos allá y otros más allá. Cuestión que es inaceptable.
Muchos amparos confirman lo hasta aquí
dicho, en particular los que integraron las jurisprudencias 43 y 46, ambas de
2015, emitidas por la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la
Nación. En ellas está, firmemente acuñada, la siguiente idea: “no existe
ninguna justificación racional para reconocer a los homosexuales todos los
derechos fundamentales que les corresponden como individuos y, al mismo tiempo,
reconocerles un conjunto incompleto de derechos cuando se conducen siguiendo su
orientación sexual y se vinculan en relaciones estables de pareja,” es un acto,
permítaseme el agregado, de igualdad en democracia.
Después de la euforia y el aplauso
mediático por la reivindicación, la cual, sin duda es importante, sigue ahora
un proyecto igualitario inmerso en democracia para matrimonios y concubinos del
mismo sexo, para personas homosexuales en general. El reto, como dije, inicia.
* Pendiente de publicarse en Congresistas, periódico bimensual.