La otra cara del derecho de la
infancia
Genaro
González Licea
Para don Pedro Arroyo Soto:
Gran amigo y ejemplo de vida.
Foto: Ingrid L. González Díaz
Las cosas,
por su propia naturaleza, tienen la virtud de su contrario, la dialéctica en su
unidad. Recuerdo las palabras dejadas caer por Marco Aurelio en sus pensamientos: “al besar a tu hijo, decía
Epicteto, debes decir en tu interior: mañana probablemente morirá. —Es de mal
agüero.— Nada de mal agüero, responde él, sino la indicación de un hecho
natural. ¿O es de mal agüero segar las espigas?”.
Así es el comportamiento de las cosas,
de los actos, de la vida. Tienen, en su propia unidad, un doble juego. Un revés
y un derecho. Amar uno sin desamar el otro. Esto me recuerda a Nietzsche, su amor fati, amar las cosas como son. Amar
en su doble juego a la vida, a las cosas o personas, en el caso, al niño, a la
niñez, es amarles en plenitud y sentido, en su pertenencia de ser.
Sucede, sin embargo, que acostumbramos
observar una sola cara de la moneda. Amamos, siempre amamos, el lado grato,
hermoso y bello de la vida. La otra cara, la sucia, repugnante y asquerosa, la
no grata la rechazamos, como acto reflejo, como respuesta socialmente
condicionada a una parte nuestra que nos apena y nos humilla. De esta cara nos
alejamos sin miramiento alguno, sabemos, intuimos, que el riesgo de andar en
ese pantano es encontrarse uno mismo, frente a frente, y fundirse, acto y
pensamiento, en uno, o vivir fracturado por el resto de los días.
Se piensa, por lo común, que lo feo,
lo no grato, nos aleja de dios y nos acerca al diablo, a nuestras penas y
pecados, a esa parte podrida muy nuestra, muy de todos, donde pocos se asoman y
muchos les espanta, agobia y paraliza. La coraza emocional de la condición
humana, la peste de las emociones, actos y actitudes que nadie ama, pero ahí
están, laten y vibran como cualquier parte de nuestro cuerpo.
Somos seres de espíritu incompleto,
perverso tal vez sería lo más exacto. Amamos únicamente lo grato de la vida, lo
ingrato de ésta lo rechazamos, como si la vida, las cosas, el ser, fueran
fracciones autónomas a elegir a voluntad. La vida no es así, ni nosotros como
personas, ni las cosas como cosas. Amar en plenitud la vida, amar algo de ella,
el perro, la víbora, el alacrán, la tarde, la tempestad o el río, significa
amarla en su doble cara, en su doble devenir, natural, dialécticamente
indivisible.
Amar en plenitud al ser amado es
amarlo tal como es, con su forma agradable y desagradable de actuar y ser.
Ambos son uno y el mismo. Son él y nadie más que él. Igual sucede con las cosas
y los hechos. Un grano de arena o una montaña, el día y la noche, el sol y la
luna, el dolor y la muerte o, como dije, en el caso, la infancia, la doble
cara de la infancia, su derecho y su revés.
Me es difícil acercarme a la niñez de
cualquier época y país del mundo, si tengo en cuenta únicamente la infancia de
los hijos, nietos y entenados del césar o del emperador, señor feudal o gran
comerciante, jefe de estado o banquero, ministro o magistrado, y olvidar a los
hijos, por ejemplo, de los obreros, campesinos, indígenas, parteras,
indigentes, jornaleros o carpinteros.
Se me dificulta al extremo contemplar
la niñez solamente con las bellas y hermosas palabras, cargadas de pureza, en
su intensión y construcción, de los tratados, convenciones, leyes y
reglamentos, y dejar de lado a la niñez sin infancia, a los olvidados de Buñuel, película que he visto una y otra vez a lo
largo de mi vida.
El derecho de la infancia, 20 de
noviembre de 1959, día universal del niño. Ese día la Asamblea General de la
Organización de Naciones Unidas aprobó la declaración de los derechos de los
niños. Después surgió la Convención sobre los Derechos del Niño en 1989, le
siguieron las reformas a los ordenamientos constitucionales y la expedición de
las leyes reglamentarias sobre la materia. En nuestro país, el principio
constitucional de la infancia se plasmó el 12 de octubre de 2011, cosa que, por
supuesto, aplaudo y reconozco, más lo segundo que lo primero.
Aquí todo es bonanza, festejos y
entregas de diplomas y medallas. Niños muy bien peinados que se codean con
otros igual. Sin embargo, a un lado del arroyo, en los cinturones de miseria,
en los campos, basureros y calles de cualquier ciudad, hay niños cuya niñez no
existe. Ahí está el revés de la infancia, la otra cara de la niñez.
Se habla poco de la infancia sin
infancia, de la infancia que se vive sin vivirla, de la infancia mutilada
familiar y socialmente. Se habla poco de esos niños que el tiempo de siempre,
como el de ahora, les ha robado su alma, la vivacidad propia de su edad.
Al decirlo, no solamente me refiero a
los niños que viven, o mejor dicho sobreviven, en la extrema pobreza y
desplazados por el hambre, los violados, los que trabajan o roban para comer,
los que duermen en los túneles o coladeras, como lo prueban toneladas de papel.
Sino también a esos niños que caminan como sonámbulos por las calles, escuelas
y casas, no así por las pistas de internet. Niños que temerosos escuchan un
aguacero y tiemblan al caer un rayo, no así cuando ven la imagen de una persona
abatida por un balazo en la cabeza. Imagen que han visto tantas y tantas veces
que una más les daría igual.
En estos tiempos millones de niños
caminan vacíos con su soledad a cuestas. Saben, de una mejor manera, cómo se
construye el arma biológica más que hacer una suma con el lápiz y en papel.
Preguntarse qué existe atrás de la montaña, abajo del mar, de una piedra o del
centro de la tierra les angustia y paraliza. Su comodidad está en los edificios
pensantes, luces que en automático se apagan, muñecas y muñecos que hablan,
lloran, gritan y reclaman. El niño está repleto de sensores, vive en un mundo
inteligente: ciudad, escuela, casa.
Me parece que en estos tiempos el
niño, desde niño, ha olvidado el peso de las palabras, el asombro de las cosas,
de la vida y de vivir. El abandono que la tecnología nos deja, el ser querido
fuera de casa, la prisa de todos por llegar a un lugar que no existe, el
trabajo como instrumento para evadir el sentir y la existencia, todo confluye e
impacta en la infancia sin infancia que vive en la actualidad un niño.
Por supuesto, no culpo ni a padres ni
a hijos. Es un hecho que emana del propio tiempo, el cual vivimos como se nos
dijo, indujo o creímos correcto. Pero ello en nada quita el desamparo en que
vive el niño. La infancia mutilada que siempre le acompañará, como sombra de
una parte muerta que se niega a sucumbir del todo.
Una infancia empobrecida en su
interior, aunque esté tapizada de derechos, es como un árbol sin raíz, una casa
sin pilares, un río sin agua. Un vivir mediático, virtual, práctico de cuerpo y
alma. Un vacío donde sólo existe el otro por lo útil que es o puede ser para
nuestros fines, no porque sea un ser que merece respeto por ese simple hecho.
El niño, la infancia. Las prisas que
marcan las actividades de la infancia, de la misma manera que a los jóvenes y
adultos. Niños, jóvenes y adultos e incluso los ancianos ya, les urge llegar a
un lugar donde nadie les espera. Saben que su fiel e insustituible amigo está
por siempre en la cuenca de su mano, en el aura de su corazón.
Es un celular cualquiera, un ser
inanimado que nos ama, es él el que nos ama, alegra y acompaña. Es catarsis,
cobijo, templo espiritual en los llanos del silencio. Llanos donde pueden estar
dos o tres o mil y al mismo tiempo nadie. Cada quien está con su yo virtual
jugando a las maromas con su cada cual.
La infancia, la otra cara de la
infancia. La infancia rota de la infancia. El individualismo posesivo del niño
como comportamiento de ser y hacer. El virtual amor de estar unido y al mismo
tiempo solo. Nadie escapa a la educación virtual y tecnificada, el niño mucho
menos. El estado la fomenta, el aula y la casa la confirman. Su poderío es
aplastante.
Los niños de nuestro tiempo están
sobresaturados de alertas y sensores. Carecen del tiempo e interés para enlodar
sus manos, ver la caída de la tarde, una hoja en el piso, una flor en el
parque, un gusano en la tierra. Los seres humanos les asustan. Hablar con una
persona de verdad les atormenta. Están acostumbrados a estar sin estar, ser sin
ser, dialogar sin dialogar.
Foto: Ingrid L. González Díaz
Esta cárcel virtual de la infancia.
Esta ausencia de sí que me hace recordar la vieja imagen de un grupo de niños
atrás de un cerco de púas. Están en el campo de concentración de Auschwitz, no
sabían que morirían después. Unos sobrevivieron, es cierto, pero en su interior
cargaron para siempre la eterna culpa de haber sobrevivido y, al mismo tiempo,
ser los testigos, de carne y hueso, de los genocidios cometidos por el poder en
su lucha por dominar el mundo.
Otra imagen recuerdo también. Ésta muy
actual y en este mi país. En ella un grupo de personas protestan contra la
inseguridad y la violencia. Al frente un niño llora y dos adultos, un hombre y
una mujer, cargan cada uno con sus manos un ataúd blanco, de niño sin duda
alguna. Siento un dolor tan profundo. El deseo de un llanto que me llega de tan
lejos. Una vergüenza de que a todo esto yo he logrado sobrevivir y, por lo
mismo, sería imperdonable callar, para siempre, los desastres que se viven en
los virtuales campos de concentración de nuestros días, la otra cara de la
niñez, la de la infancia sin infancia.
La que satura
enfermizamente el alma de los niños. Los deja vacíos de sí y sin la posibilidad
de rascarse la panza, mirar un colibrí, reírse en el columpio, acostarse en un
parque con los pies abiertos y las manos igual. No hacer nada, por un minuto no
hacer nada, o mejor dicho, por un minuto solamente vivir con la plenitud y el
placer que ello significa.
Foto: Ingrid L. González Díaz
* Pendiente de publicarse en Congresistas, periódico bimensual.