Indígenas, los otros mexicanos
Genaro González Licea
Al dulce y triste canto de las lenguas mexicanas,
perdidas ya con sus mil colores en las sombras
de la nada.
Fotos: Ingrid L. González Díaz
La cultura de los otros mexicanos, de los indígenas, desde
hace seis siglos corre en el subsuelo de montes, valles, selvas y montañas. En
el subterráneo del inconsciente colectivo que somos todos. En un baile
simbólico de sonajas y tambores que invocan el espíritu del sol, de la luna,
del agua, de la vida y de la muerte. Del tiempo aquel que ya no volverá ni
tocará el perfume de las flores.
De este
mundo se fue, para siempre, la cáscara del alma, la envoltura que todos ven.
Los señoríos se acabaron al caer el peso de la conquista y la fatídica culpa
occidental, doctrina de dominio psicológico pegada al alma, como el caracol a
la piedra, como el tiempo a la nada.
Un
silencio se extiende por los puntos cardinales donde anida el viento. Un grito de
arcoíris entre el sonido guerrero de tambores, el lamento de las tumbas y el
quejido rojizo de la iguana. La doliente iguana que intenta despertar a una
ciudad dormida, darle vida a la vida, cauce al cauce, como eterno riachuelo que
nace en las montañas y busca el mar.
Foto: Ingrid L. González Díaz
De los
antiguos mexicanos, los otros, los indígenas, queda un dolor tendido en cada
mexicano, un reclamo de espíritu de pueblo luchador que nació en volcanes,
pirámides, acantilados y manantiales. Sierras, mares, selvas y poros del
firmamento. Queda el recuerdo amoroso, subterráneo, de una forma de ser muy
nuestra que vive y vivirá por siempre en las huellas de este mundo, en el jade,
en los peñascos de soledad eterna, en el olor efímero y permanente de las flores,
de los ríos, de la luz y sombra del infinito nuestro.
Los
indígenas, los otros mexicanos que somos todos, caminan, caminamos, en el
subsuelo de los pasos de nuestros pasos. Pasos amorosos, fraternos, orgullosos
de aceptar lo que son y lo que somos. De seguir cada cual en su camino, seguros,
confiados, con el poder de sí pegado al alma, para siempre, de ida y de
regreso.
Desde
hace seis siglos han cambiado las batallas de nuestra historia. Nuestras raíces
se dispersaron por los ojos de la muerte, por el canto de los pájaros y el
eterno vaivén del mar, del viento, del más allá…, de allá, donde duermen las
sombras, los días, los bramidos de la tempestad y el viento, la vida y el
infinito canto de los mil colores del sol, la noche, el águila y el papagayo.
Foto: Ingrid L. González Díaz
Los
indígenas como tribus o personas, aquellos, los de entonces, fueron expulsados
a selvas y montañas, llanos y desiertos. Los arrojaron al subsuelo, al sonido
del tambor y el caracol, al llano de las sombras, a las venas del inconsciente
colectivo, a la fosa clandestina donde con el tiempo nacen flores. Nos escondieron
y alejaron del ver de todos. Pusieron piedra sobre piedra. Un templo sobre otro,
una cultura sobre una más.
Es
falso, mil veces falso, que el antiguo mexicano sea sumiso y se abandone a su
destino. Visión católica de los extranjeros que hicieron suyo este país con la
fuerza de su imperio. No digo que hayan sido indulgentes o malvados. Digo que el
poder es el poder. Ganaron la guerra e impusieron la visión del vencedor encima
de la del vencido.
El
poder de los conquistadores en plenitud de acto. Espíritu pobretón de visión de
mundo, ejercicio de poder y complejo de sangre real que a ellos mismos les humilla,
subordina y aniquila. Después vino el saqueo y la independencia de los
criollos. Los indígenas, mientras tanto, desterrados del nuevo mundo, seguían,
como hasta ahora, su camino subterráneo en esta su propia tierra y con esa su
actitud de libertad de siempre. Espíritu libre, fluido, de dirección fija, cada
cual en su propio camino y dirección.
Esa
forma de ser y actuar del indígena mexicano que somos todos, ahora acorralados
por el aplastante espíritu egoísta del capital y las personas que le idolatran,
sigue de pie, en la chía y el maíz, en el frijol y el amaranto. En el canto por
los cuatro vientos que habitan el camino de la nada, en el son guerrero, sin
miedo ni rencor, del tambor, el caracol de mar, el guaje y el ayoyote.
Foto: Ingrid L. González Díaz
Sigue
de pie en sus usos y costumbres, en la propia legalidad del occidente que
arribó del mar. Esa legalidad, por supuesto, mezcla de lucha clandestina y
concesión arrogante del poder. “Se logró el reconocimiento”, es la frase que
escurre de boca en boca.
Es
cierto que la constitución, desde la primera palabra hasta la última de sus
transitorios, les protege como a cualquiera. Que su artículo 2º les reconoce específicamente
como indígenas. Reconoce que su composición pluricultural es la base del Estado
que vivimos. Que la conciencia de la identidad que tengan sobre sí será el
"criterio fundamental para determinar a quiénes se aplican las
disposiciones sobre pueblos indígenas".
Estas
últimas palabras, tan sencillas y de sentido común, en pleno inicio del siglo
veintiuno requirieron, por increíble que parezca, de una interpretación
jurisdiccional. De ella afloró el alcance constitucional de las personas
indígenas.
José
Ramón Cossío Díaz fue el ministro que expuso la necesidad de un estudio
detallado del tema por parte de la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia
de la Nación. En él se sentaron las bases para construir un sinnúmero de
criterios que hasta la fecha son referentes obligados al abordar el tema.
En el
entendido que los indígenas de ninguna manera son los otros mexicanos, sino el
origen y sostén de nuestra cultura y forma de ser como nación, manantial de mil
raíces que en el subsuelo, en nuestro inconsciente colectivo vive y vivirá por
siempre y, por lo mismo, que su derecho a regir su vida de acuerdo a sus usos y
costumbres, sigue vigente hasta ahora, se interpretó que esa conciencia de
identidad indígena es la que conlleva a determinar a quiénes se aplican las
disposiciones sobre pueblos indígenas y, por lo mismo, que tal señalamiento no
puede ser dicho por ninguna otra persona sino por el propio indígena.
Autoadscribirse
y autoreconocerse como indígena fue el primer criterio y acercamiento a un
derecho objetivo, real, de protección concreta como personas. Criterio compatible,
además, con las disposiciones internacionales sobre el particular, en especial,
con la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Pueblos Indígenas. Como
sentencia de cinco amparos (amparo directo 54/2011 y 1, 38, 51 y 17, todos de
2012) y como criterio jurisprudencial fijado, el Estado y las instituciones en
general, más aún aquellas cuya responsabilidad es impartir justicia, deben
acatar su contenido, el cual es una guía, como guía también es la forma de ser
y actuar de la propia población indígena.
De esta
interpretación también surgió en el derecho penal y en relación con el acceso a
la justicia de las personas indígenas que tengan que ver con él, el derecho
constitucional que éstas tienen de ser asistidas, en cualquier etapa procesal,
por un intérprete y defensor que tenga conocimiento de su lengua y cultura. Conceptos
unidos, indisociables, lógicos desde cualquier ángulo que se le mire. La
defensa como unidad compacta.
El
defendido es la persona indígena que tiene una visión de mundo, una lengua y
una cultura propia. El que defiende es el intérprete y defensor que tiene
conocimiento de la lengua y cultura de esa persona por él defendida. El
intérprete explica a otras personas, en la lengua que entiende, lo dicho en
otra que le es desconocida. Es a través de él, por tanto, como la persona
indígena puede ser escuchado en cualquier parte del juicio, en relación con los
hechos de que le acusan.
El
intérprete, entonces, no solamente interpreta sino, además, pone en un contexto
jurídico lo dicho por la persona indígena en relación con lo que se le acusa,
convirtiéndose así en defensor.
Foto: Ingrid L. González Díaz
Dicho
entre paréntesis, este criterio de unidad, con el paso del tiempo y ante
situaciones en las cuales la lengua de persona indígena involucrada en algún
delito penal estuviese en peligro evidente de extinción, por ejemplo, una
población indígena integrada por cinco, diez o quince personas, se estableció
la figura de traductor práctico, el
cual actuará una vez que el juez agote todas las vías posibles para contar con
el apoyo de un intérprete, oficial o particular, profesional o certificado, que
conozca la lengua y cultura de la persona a quien va a auxiliar.
Para
aquella persona que desee contar con mayores datos y referencias, pongo a su
alcance un artículo que escribí en la revista compromiso del mes de agosto de
2013, órgano de difusión del Poder Judicial de la Federación, titulado: traductor práctico, garantiza pleno acceso a
la justicia a personas indígenas sujetas a proceso.
Es
cierto que el artículo 2o. constitucional le reconoce a las personas y pueblos
indígenas su libre determinación como pueblos originarios, el uso, preservación
y protección de su lengua y su costumbre, además del aseguramiento de su acceso
a la salud, vivienda y educación, respetando, claro está, su aspecto bilingüe e
intercultural.
Lo
anterior se traduce, según mi parecer, en que todas las instituciones del
Estado establezcan rubros concretos de acceso para las personas que aquí me
ocupan. Doy tres ejemplos para darme a entender.
En
educación, abrir los espacios para tener acceso a los alfabetos de las sesenta
y ocho lenguas originarias, ya no hablo, incluso, de sus trescientas sesenta
variantes, que sería el completo universo de acceso al que está obligado a
proporcionar el sector educación.
Sobre
este mismo universo, tendríamos que en materia de registro civil, la
institución competente debería proporcionar el acceso a obtener actas de
nacimiento, matrimonio y defunción bilingües y, para no cansarlos más,
discúlpeseme por ello, en cuanto al tema de acceso a la justicia, sin duda, las
personas y los pueblos indígenas tienen el derecho constitucional a que el
Estado proporcione los instrumentos requeridos para lograrlo. Contar con jueces,
lo repito, jueces y abogados defensores con el conocimiento, por lo menos de
las sesenta y ocho lenguas originarias (otros dicen que sesenta y dos, no
entraré en detalles por ahora) y, de ser posible, de las citadas variantes que
se tienen.
El tema
no es nada menor y mucho menos lejano, pues si bien es cierto que para logarlo
es considerable el esfuerzo requerido por parte del Estado, también lo es que
éste no debe olvidar nunca que ahí está su real firmeza y autenticidad como
Estado mexicano democrático, social y constitucional.
En esas
lenguas y cultura está el corazón, la filosofía, la visión de un mundo
subterráneo transmitido que aún vive en el inconsciente de la colectividad
contemporánea, en el actuar cotidiano de la ciudadanía, en nuestra forma de ser
y hablar. Es una herencia de permanente vivacidad, un fluir dialéctico que nace
y renace con el paso de la sombra y el eco de la luz del día.
La
palabra "chueco", por ejemplo, retomo a Juan María Alponte en su
artículo sobre la población indígena y
lenguas, se usa solamente en México y procede del náhuatl xocue. Significa
cojo, pero también desde su sentido original se utiliza "para decir que
una cosa que debería ser recta está curva o encorvada por alguna razón. También
se emplea en sentido figurativo, malo, engañoso, etc.". Son destellos de
nuestra raíz pluricultural que vivirá por siempre, a pesar del indiscutible
peso del castellano y de las influencias que hemos vivido de otros idiomas, por
decir unos, del inglés y francés.
Después
de seis siglos de sobrevivencia de las lenguas indígenas, el legislador
afortunadamente lo ha entendido así, al expedir, en dos mil tres, la Ley
General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas. En ella se reconoce,
protege y promueve sus derechos lingüísticos y, al hacerlo, a nuestra compleja,
sólida y enorme riqueza pluricultural existente en el país.
Es
delicado el problema planteado por las culturas y derechos indígenas. De sus
múltiples aspectos, insistiré, por ahora, en uno de ellos: el derecho pleno a
la jurisdicción del Estado que les asiste. Lo cual se traduce en que, entre
otros instrumentos que debe proporcionar éste, es el de contar, como ya dije,
con jueces y abogados defensores bilingües. El tema de los jueces ni siguiera
se asoma en la literatura jurídica, tampoco en las acciones del Estado y, por
si fuera poco, según lo que percibo, nada se hace para tal efecto. Por lo que
hace a los defensores, el tema, en su plenitud, es todo un reto.
El caso
es alarmante, para unos, para otros, los menos pero en la cúspide del poder, festejo.
Sucede que un defensor debe conocer la cultura y lengua de la persona indígena
a defender, sin embargo, del total de ellas más del veinte por ciento está en
situación de riesgo de extinción, en su punto crítico. Dejo a un lado, por
ahora, el resto de las clasificaciones, tales como vulnerables, en peligro,
seriamente en peligro y extintas. Lenguas muertas o moribundas. Unas, cantos y
voces desaparecidas, otras, desde hace seis siglos luchando por sobrevivir.
Según
el Atlas Interactivo UNESCO de las
Lenguas en Peligro, de nuestra composición pluricultural están por marcharse
por el sendero de la nada, por decir algunos, el sonido dulce y triste al mismo
tiempo del ayapaneco y kiliwa. Oculteco y matlatzinca. Ópata y el zoque. Chontal,
lacandón y náhuatl. Zapoteco, awakateco y tuzanteco.
Sendero
que le seguirá el yaqui, totonaco, tepehuano, tarahumanara y otomí. Unos son de
las regiones del sur, otras del norte y del centro de este gran valle
subterráneo que caminamos niños, jóvenes y viejos. El abandono duele. Duele
caminar sin guaraches de tres puntadas en los pasos de los pasos que se pierden
entre la neblina del amanecer, un tenue rayo de sol y un pedazo de ilusión
caído de la luna.
Desafortunadamente
no todas las autoridades ven las cosas de este modo. Por lo general, el derecho
de los indígenas se entiende como derechos del otro, del antiguo mexicano. No
como parte de la composición pluricultural y sentido nacional que somos todos.
Por qué
es difícil entender que al fomentar y proteger los derechos de los pueblos
indígenas, no solamente se les protege a ellos, a los otros, los de entonces,
sino también a nosotros, a los de ahora, a nuestras raíces que viven y vivirán
por siempre como parte de nuestra forma de ser y actuar en el inconsciente individual
y colectivo. Vivacidad subterránea que fluye del centro de la tierra y del
universo, al centro de nuestra cabeza y pies, pirámides y venados, volcanes y
sierras, ritos y sonidos de cascabeles que en baile guerrero con amor nos
mueve.
En esta
atmósfera, en este contexto de lo que somos, cobra pleno sentido el llamado, en
sentencia, de la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en
relación con la urgente necesidad de modificar prácticas procesales que de
ninguna manera respetan los derechos humanos de los indígenas.
Nuevamente
el ministro José Ramón Cossío Díaz se pronunció en sentencia y sus compañeros
integrantes de la Sala lo apoyaron. Situación que sucedió al resolver el amparo directo 19/2012. La
determinación fue amparar, para efectos, a una persona indígena acusada de
homicidio.
La razón principal de la concesión del amparo se debió a
que, durante el proceso del juicio, no fue asistido por un intérprete o
traductor que conociera su lengua y cultura. Para el ministro Cossío, desde el
momento que le recriminaron la falta a la persona indígena (la formulación de
la imputación que se le llama) y, posteriormente, en cada una de las etapas del
desarrollo del proceso penal, se incurrió en una práctica que es contraria al
derecho humano de acceso a la jurisdicción del Estado de las personas indígenas.
Entiéndase entonces que el derecho de una persona indígena,
relacionada con un proceso penal, de contar con un intérprete o defensor que
conozcan su lengua y cultura, ni se encuentra restringido para un determinado
momento procesal, ni está en discusión como derecho fundamental de defensa
adecuada que tiene una persona como la que nos ocupa.
Ante
la sistematicidad de la violación anterior, el pronunciamiento fue contundente.
La imperiosa necesidad de cambiar muchas de las prácticas procesales que aún se
mantienen vigentes. Lo que implica, además, el diseño y fortalecimiento de
instituciones de defensoría pública que instruyen en el conocimiento de lenguas
y cultura indígenas.
Para
llevar a cabo lo anterior, exhortó a que las instancias competentes generen los
"convenios interinstitucionales, sobre muchos temas, como pueden ser el
aprovechamiento de tecnologías, la capacitación del personal, la logística de
traslados de defensores e intérpretes, la certificación de los mismos, entre
otros puntos, así como de generar las políticas públicas que sean necesarias
para tal efecto".
A
fin de no dejar la más mínima gota de duda, a renglón seguido expuso: "es
necesario que los tres órdenes de gobierno incurran, dentro del ámbito de sus
competencias, en el costo que implica crear y fortalecer esas instituciones, ya
que no existe otro camino constitucionalmente admisible si lo que se quiere es
procesar, con las debidas formalidades, a las personas indígenas acusadas de
cometer algún delito". Sentencia sin precedentes, ni duda cabe. La
instancia jurisdiccional, reguladora entre la norma, la práctica jurídica y la
afectación humana, llevando a cabo pare del trabajo que le corresponde.
Aquellas
personas que al leer lo anterior, incrédulas menosprecien el peso y significado
de las palabras, les sugeriría detenerse en dos preguntas que me taladran el
alma al hacerlas para mí mismo. Una: ¿cuántas personas indígenas están presos
en el país en estos momentos? y, como complementaria, esta otra: ¿a cuántos de
ellos les han violentado su derecho constitucional a un debido proceso,
escúchese, a contar, por lo menos, con un intérprete y traductor que conozca su
lengua y cultura?
Omito
más interrogantes que ya cada cual, de asomarse al tema, formularía por el peso
del sentido común. Seguramente irían desde cómo tratan a los indígenas, además
de las autoridades, las propias personas privadas de su libertad, los propios
presos igual que ellos, hasta su forma de vida, de vivir, en la misma cárcel.
¿Serán también los otros mexicanos, vistos ahora por los otros mexicanos, por
aquellos a los cuales les han retirado sus derechos políticos por cometer un
delito y socialmente se les ve con rechazo y menosprecio? Los llamados derechos
de piso, la organización de bandos, el control interno de las cárceles
mexicanas. Todo un tema que amerita líneas aparte.
En
relación con las preguntas básicas, las estadísticas se tambalean como niños
aprendiendo a caminar. Las instancias competentes, de hablar sobre el tema, se
escurren con el sarcasmo, la ironía y el clásico: "estamos haciendo
esfuerzos sin precedentes...", "se tiene programado para el siguiente
año...". Lo común es el silencio. El vergonzoso silencio generado por la
culpa del que no hace, del no hacer, o bien, si se quiere, del hacer ficticio,
verbal, hueco y falso que la sociedad detesta y, en particular, que los jóvenes
a gritos cuestionan.
Desconozco
las estadísticas de las instancias competentes, sin embargo, la Comisión
Nacional de Derechos Humanos, órgano de la sociedad para la sociedad, informó,
en dos mil cinco, que en el país existían más de siete mil indígenas presos, de
los cuales, por las gestiones de dicha comisión, fueron liberados más de
ochocientos indígenas bajo el beneficio de libertad anticipada.
El
Instituto Nacional Indigenista, por su parte, de acuerdo con lo señalado a
Pascual Salanueva, Indígenas presos. El
lado oscuro de la justicia, indica que de los siete mil indígenas presos, el
ochenta y dos por ciento están procesados o sentenciados por delitos del orden
común, el dieciocho por ciento restante, pertenecen al fuero federal.
Empero,
el problema de fondo no es de números ni de competencias, sino que en la
mayoría de los casos existe una inadecuada defensa legal de sus derechos. Este
problema de fondo es el porqué de la importancia del exhorto de la sentencia
referida de la Primera Sala, cosa que, en realidad, es innecesario decir, pero
lo diré para que no exista duda de su importancia, al ser sentencia es de orden
público.
De esta
garantía constitucional tan amplia y compleja, mencionaré aquí solamente uno de
sus puntos: contar con un intérprete y traductor durante todo el proceso, y el
cual debe conocer su lengua y cultura. Sobre este punto, una visitadora de la
referida comisión de derechos humanos, expresa, sin más, en una entrevista proporcionada
a Alejandro Madrigal, Sin debido proceso,
80% de los indígenas recluidos, enero de dos mil dieciséis, lo siguiente: "el
ochenta por ciento de los internos que entrevistamos nos dicen 'no sé por qué
estoy aquí', que no fueron asistidos por un defensor y que no hablan
español". Palabras que por sí mismas describen la cruda situación que
viven los indígenas sujetos a proceso. A ellas, nada queda por agregar.
El
"no sé por qué estoy aquí", es una expresión que lastima a cualquier
jurista y ciudadano que la escuche. Ejemplifica el abandono en el que están los
derechos de las personas indígenas. El incumplimiento de autoridades locales y
federales cuya responsabilidad es atender una arista de tales derechos y, lo
más triste, el menosprecio que tiene más de un mexicano por ellos, los que ven
al indígena como una persona ajena a nosotros, sin percatarse de que, al
hacerlo, en realidad, nos despreciamos a nosotros mismos.
Pisar
al otro por ser distinto a mí. Pisar al otro para ser distinto a él. Es pisar y
humillarse a sí mismo, a su pasado sin el cual su existencia es un vacío.
"Conmigo inicia el mundo, conmigo acaba", es una idea individualista,
ciega y corta de la vida. Visión que no comparto, por supuesto, sin embargo, la
respeto.
La
frase "no sé por qué estoy aquí", dicha por una persona indígena
privada de su libertad, cuyo contenido y significado, entre tantos, es una
violación a su garantía constitucional de defensa adecuada, han sido muchas las
resoluciones emitidas por la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la
Nación, de los cuales, por cierto, he dado cuenta en diversos espacios. Por
ahora, ante lo reiterado de esta violación a las personas indígenas, me pareció
importante citar aquí la declaración, el exhorto, en sentencia, repito, en
sentencia, de dicha Sala.
En este
mismo contexto de aspectos legales, cabe mencionar otra resolución emitida por
la Primera Sala del Máximo Tribunal, al resolver el amparo en revisión
662/2015, a propuesta del ministro Arturo Zaldívar Lelo de Larrea. En ella se
declaró inconstitucional una parte del artículo 230 de la Ley Federal de
Telecomunicaciones y Radiodifusión, que establece que las radiodifusoras
comerciales harán uso del idioma nacional, entendiendo por éste el español, cuando
la constitución protege y reconoce de igual manera a las lenguas indígenas.
Para
llegar a esta determinación, no fue obstáculo que el propio artículo exprese
que "lo anterior, sin prejuicio de que adicionalmente las concesiones de
uso social indígena hagan uso de la lengua del pueblo originario que
corresponda". Entre otra razón, porque al priorizar un sistema de
radiodifusión en el que los concesionarios usen exclusiva o preferentemente el
idioma español, limita espacios a los pueblos indígenas para difundir sus
lenguas. Al mismo tiempo que propician una barrera para dichos pueblos para
tener acceso a las concesiones comerciales.
El
artículo fue impugnado por un escritor de lengua náhuatl que consideró que lo dicho en él constituye una
violación a sus derechos de libertad de expresión y acceso a la información,
pues, cito al escritor, "restringe el uso de lenguas indígenas a las
concesiones de uso social destinadas a ello, imponiendo la lengua 'nacional'
—entendida como español— a todas las demás concesiones". Además, agrega,
se viola también su "derecho a la igualdad y no discriminación, en tanto
se da un trato diferenciado e injustificado a los contenidos en lengua
indígena".
Para la Primera Sala el argumento del escritor es válido,
pues si el marco constitucional promueve el desarrollo y la preservación de
lenguas indígenas, es claro que ésta no puede alcanzarse si la norma impone un
esquema de radiodifusión en el que se use exclusiva
o preferentemente el idioma español, sino a través de brindar espacios
adicionales a los pueblos indígenas para difundir sus lenguas.
En la normatividad nacional e internacional se protegen y
amparan tanto a los derechos lingüísticos de los pueblos y las personas
indígenas, como el uso por parte de éstos de los medios de comunicación. Uso,
como dice la sentencia, que deberá hacerse en condiciones de no discriminación
y mediante la adopción de medidas por parte del Estado que permitan asegurar la
diversidad cultural en dichos medios.
Y digo en esos medios, porque las citadas personas y
comunidades, desde hace siglos tienen mecanismos e instrumentos propios para
transmitir sus conocimientos y visión del mundo. Aquéllos son reconocimientos
de un derecho, éstos la transmisión viva de una forma de ver y hacer en esta
tierra. El indígena con sus danzas, plumas, tigres, tortugas, águilas y
jícaras, muestra a los cuatro vientos su cultura, fomenta su historia. Los
ancestros viven y son ejemplos de una forma de ser. Chamanes se dice en
general. Viejos sabios cuya prudencia y tolerancia les distingue. En ellos hay
poesía, literatura, canto, filosofía. Insisto, hay una visión de mundo que
genera una autonomía para preservar y enriquecer. Seis siglos lo muestran.
La pluriculturalidad
se logra mediante la integración de todas y cada una de las lenguas en los
espacios nacionales. Proceso de cohesión social en el que tiene cabida la
diversidad y, por tanto, la creación de las condiciones necesarias para que las
personas indígenas puedan preservar y enriquecer su cultura y, al hacerlo, proteger
y fomentar la identidad, lengua y cultura de los pueblos originarios. Sin duda,
hay mucho que decir sobre esta resolución que protege los derechos lingüísticos
en los medios de comunicación, por lo pronto, queda como referencia.
Entendámoslo,
con el dolor que esto implique, los indígenas mexicanos, los otros, no son los
otros, somos nosotros mismos enterrados en el inconsciente colectivo, en
nuestra forma de ser y pensar, en nuestra cultura y visión del mundo.
Ser
indígena significa ser originario de un determinado lugar. Lugar donde están
nuestros pies sobre la tierra. Abajo, a los lados y en el firmamento, está la
historia de lo que ello significa.
Como
dije, los indígenas desde hace seis siglos habitan en el subterráneo del
inconsciente colectivo que somos todos. Físicamente, según el Instituto
Nacional de Estadística y Geografía, en dos mil diez, casi dieciséis millones de
personas se consideran indígenas, esto es muy importante, porque el sentido de
pertenencia comprende el sentido de identidad, que es el elemento más profundo que
motiva nuestra forma de ser y hacer en lo cotidiano.
De éstos
casi dieciséis millones de personas que se consideran indígenas y que viven, de
acuerdo a mi parecer, en la pobreza y sujetos a tratos denigrantes de la ciudad,
prácticamente siete de ellos son arrojados a los nichos ecológicos, a las
selvas y serranías, pero, en realidad, son, somos, millones los indígenas mexicanos
por siempre.
Porque
los indígenas, los otros mexicanos que somos todos, son, somos, guerreros
subterráneos que caminan y caminarán por siempre en cada uno de nosotros, de
nuestros pasos y senderos. Las enseñanzas de nuestra cultura indígena, con su
canto triste y su actitud guerrera, nos llama, como llamado de sangre, entre
los maizales y las tortillas, la tierra fértil y la sequedad del llano, la
selva virgen y la inmensidad del cosmos, la desnudez de la naturaleza y el
poder del mar.
Reyes,
príncipes, políticos, la iglesia católica y uno mismo, les pide, les pedimos perdón
a las comunidades y a las personas indígenas. Al hacerlo, se piden perdón ellos
y nosotros mismos. La iglesia católica en particular, les ofrece una liturgia,
una ceremonia en su idioma. Reconoce su abandono al mismo tiempo que su potencialidad.
Savia que corre por los ríos de esta tierra, por el pasto de los cerros y
montañas, por las hojas, por el mar y el firmamento. Por las entrañas del
viento, del sol y de la nada. Potencialidad capaz de revivir árboles y quitar
las astillas acuñadas en los ojos ciegos de la historia.
El
poder de la iglesia hace el ofrecimiento desde el poder de su poder. Lo hace
como una indulgente concesión de arriba hacia abajo, sin mediar palabra, anulando
al otro, como siempre ha sido, por los siglos de los siglos. Las raíces
profundas de la cultura mexicana seguirá su devenir en la vida subterránea.
Sacerdotes indígenas que sepan latín, me parece, no lo verán mis ojos. La
inversa, por supuesto es el camino. La conquista y colonización espiritual: el
sacerdote, desde el púlpito, ofreciendo la liturgia en cualquiera de las
sesenta y ocho lenguas originarias y en sus trescientas sesenta variantes.
Un
abrazo y llamada de atención a los jerarcas religiosos. Un olvido a los
chamanes y bastón de mando. Me duele
el discurso y las disculpas desde el poder para el poder. De ninguna manera
comulgo con el deseo de integración o asimilación de la cultura indígena a la
cultura llamada civilizada, de tercero, segundo, primer mundo, visión
occidental o globalizada. Estoy por el respeto de su autonomía que es parte de
mi autonomía y de la nuestra. Me revitaliza la vivacidad, el espíritu de la
cultura indígena que somos todos, que corre, parafraseando a Eduardo Galeano,
por las venas abiertas de México y América Latina, en el inconsciente
individual y colectivo que somos todos.
Nuestra
cultura indígena amorosamente nos llamará por siempre con su sabiduría de ser y
conocer en libertad el comportamiento del mundo, cada cual de acuerdo a su
actuar personal y en la comunidad que habita. Cada cual de acuerdo a su
cultura, educación, edad y visión de mundo. Cada cual de acuerdo a su camino.
Foto: Ingrid L. González Díaz
* Pendiente de publicarse en Congresistas, periódico bimensual.