lunes, 29 de febrero de 2016

Ciudadanía y derechos humanos*

Libertad de conciencia y clonación mental


Genaro González Licea



*Foto: Ingrid L. González Díaz

libertad de conciencia es un derecho humano reconocido universalmente, empero, hasta donde percibo, son pocos los estudios que específicamente lo abordan y, menos aún, aquellos que se detienen en su correlato y consecuencia lógica: en la objeción de conciencia. Desconozco la razón de lo anterior. Estimo, sin embargo, que el tema debe estar en la mesa de reflexión ciudadana, cosa que, por cierto, es lo que se pretende, solo se pretende, en estas líneas.
          Si de suyo esto es importante, lo es más si unimos a la reflexión un comportamiento homogéneo, estandarizado, también de índole universal, reflejado en una determinada forma de ser y actuar en sociedad. Desarrollo de educación masiva, virtual, de ciberespacio, manejo de redes e información viral que, parecería, trasciende ya la época del genoma humano y se instala en una sociedad del conocimiento posthumano. Efectivamente, me refiero a lo que se ha dado en llamar la clonación mental de la humanidad.
          Libertad de conciencia y clonación mental son dos temas indisociables. Uno lleva al otro, como los rieles al tren. Separados, autónomos, y con un objetivo común: hacer del pensamiento de las personas un solo pensamiento y que sea la herramienta cibernética, el instrumento que lo diseñe. Si esto es así, se diría que en estos momentos nos asomamos a los funerales de la reflexión. El ser humano es impredecible y complejo, me parece que antes de que esto suceda, retomará la palabra, la voz que tiene.
          La libertad de conciencia es propia e intrínseca al ser humano, por el simple hecho de serlo. Esta idea se plasma en todos los ordenamientos nacionales e internacionales. Por ejemplo, la Declaración de los Derechos Humanos de mil novecientos cuarenta y ocho la contiene al señalar que “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión, este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”.
          A esta idea central se agrega otra, como lo es la de objeción de conciencia. Cuestión que se puede constatar en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, punto dos del artículo 10: “se reconoce el derecho a la objeción de conciencia de acuerdo con las leyes nacionales que regulan su ejercicio”. Bajo estos dos señalamientos, le sigue el vacío o la porosidad de los ordenamientos locales sobre el tema. Dicha objeción es un punto que incomoda a los hombres del poder. Se impone la mediocridad del silencio.

Foto: Ingrid L. González Díaz

          Por lo pronto, tenemos que varios derechos se asoman al abordar nuestro tema, entre ellos, la libertad de pensamiento, expresión, reunión y asociación. Todos ellos, por supuesto, con un elemento rector: el derecho de libertad, el cual, me parece, constituye en esencia el contenido y la razón de ser de una constitución, cuyo sentido último es, precisamente, regular el fin y los límites de la garantía de libertad.
          Hablar de libertad de conciencia, por tanto, implica situarnos en un espacio propio del ser humano, en el cual éste reconoce y percibe, sin limitante alguna, elementos del exterior que, al mismo tiempo, al interiorizarlos modifican su propio ser. Situación ésta que al repetirse, permite la superación de la conciencia en su propio devenir. Esta idea, a mi parecer, la redondea Carlos Marx al señalar que la realidad es lo que determina la conciencia y no a la inversa.
          Bajo este razonamiento, entiendo por qué en un sistema de reproducción de capital no es cómodo hablar del tema que nos ocupa, y menos cuando el desarrollo de éste se encuentra inmerso en un sistema globalizante, de reproducción por excelencia especulativa, donde la historia y las raíces de cada país no importan, como sí la unificación de actos y pensamientos. La clonación mental de la sociedad.
          En nuestro país, afortunadamente, el derecho a la libertad de pensamiento está contenido y garantizado en la constitución política, ya sea al referirse a la “conciencia de identidad” de las personas, en particular de las personas y comunidades indígenas (artículo 2º.), o bien, al derecho que tiene toda persona “a la libertad de convicciones éticas, de conciencia y de religión, y a tener o adoptar, en su caso, la de su agrado” (artículo 24) y, por si fuera poco, existe en ella el mandato de que, ante situación de invasión, perturbación grave de la paz pública, o de cualquier otro que ponga a la sociedad en grave peligro o conflicto, los decretos que se expidan para tal efecto “no podrán restringirse ni suspenderse el ejercicio de los derechos a la no discriminación, al reconocimiento de la personalidad jurídica, a la vida, a la integridad personal, a la protección a la familia, al nombre, a la nacionalidad, los derechos de la niñez, los derechos políticos, las libertades de pensamiento, conciencia y de profesar creencia religiosa alguna” (artículo 29), así como diversos principios y garantías.
          En este contexto, la libertad de conciencia y la clonación mental son dos aristas, dos rieles, como dije, que es correcto verlos en forma autónoma y con un objetivo común. Lo central es no permitir que el desarrollo técnico se imponga a la reflexión. El proceso educativo y cultural tiene aquí un papel clave para que todos no pensemos y actuemos igual, sino para que todos reflexionemos distinto, seamos coincidentes o no. La libertad de pensar y sentir sobre todas las cosas.
          Ello encierra un acto de libertad, en particular, de libertad de conciencia, una forma de ser y hacer. Una voz interior, única, indivisible, autónoma, reflexiva, con la capacidad de transformarse en acto crítico y autocrítico. Libertador de conciencia.
          Los autoritarios desean tener a sus pies seres humanos que carezcan de conciencia y libertad. Intentan estandarizar como cultura de masas el conocimiento cibernético. Unificar conciencias, reproducir formas de actuación y pensamiento. Marco ideológico posthumano que pretende conquistar al otro sin el otro, sin su integridad como conciencia. El chip universal que permita hablar y reír por el mismo hecho. Hacer un ADN virtual que olvide su memoria y dialogue en un espacio igual, sin niñez ni adolescencia, solo con el vacío del presente y del instante.
          Entre la libertad de conciencia y la clonación mental, la trampa del conocimiento del universo inexistente, inmaterial. Lenguaje virtual que corre en la misma dirección del viento. Recuerdo a Huxley, Un mundo feliz de Aldous Huxley, cuando niños a todos nos decía: “en un mundo feliz la uniformidad del producto humano ha sido llevada a un extremo fantástico, aunque quizá no imposible. Técnica e ideológicamente todavía estamos muy lejos de los bebés embotellados y los grupos de adultos con inteligencia infantil”. Las cosas cambian y se transforman con el tiempo. La trampa del saber autoritario igual. Sin embargo, el ser humano está hecho para vivir en libertad, la cual solo se logra con el reconocimiento del otro en uno y viceversa.

Foto: Ingrid L. González Díaz


 * Pendiente de publicarse en Congresistas, periódico bimensual.

jueves, 25 de febrero de 2016

Ciudadanía y derechos humanos *

Indígenas, los otros mexicanos 


Genaro González Licea


Al dulce y triste canto de las lenguas mexicanas,
perdidas ya con sus mil colores en las sombras de la nada.




Fotos: Ingrid L. González Díaz

La cultura de los otros mexicanos, de los indígenas, desde hace seis siglos corre en el subsuelo de montes, valles, selvas y montañas. En el subterráneo del inconsciente colectivo que somos todos. En un baile simbólico de sonajas y tambores que invocan el espíritu del sol, de la luna, del agua, de la vida y de la muerte. Del tiempo aquel que ya no volverá ni tocará el perfume de las flores.
          De este mundo se fue, para siempre, la cáscara del alma, la envoltura que todos ven. Los señoríos se acabaron al caer el peso de la conquista y la fatídica culpa occidental, doctrina de dominio psicológico pegada al alma, como el caracol a la piedra, como el tiempo a la nada.
          Un silencio se extiende por los puntos cardinales donde anida el viento. Un grito de arcoíris entre el sonido guerrero de tambores, el lamento de las tumbas y el quejido rojizo de la iguana. La doliente iguana que intenta despertar a una ciudad dormida, darle vida a la vida, cauce al cauce, como eterno riachuelo que nace en las montañas y busca el mar.




Foto: Ingrid L. González Díaz

          De los antiguos mexicanos, los otros, los indígenas, queda un dolor tendido en cada mexicano, un reclamo de espíritu de pueblo luchador que nació en volcanes, pirámides, acantilados y manantiales. Sierras, mares, selvas y poros del firmamento. Queda el recuerdo amoroso, subterráneo, de una forma de ser muy nuestra que vive y vivirá por siempre en las huellas de este mundo, en el jade, en los peñascos de soledad eterna, en el olor efímero y permanente de las flores, de los ríos, de la luz y sombra del infinito nuestro.
          Los indígenas, los otros mexicanos que somos todos, caminan, caminamos, en el subsuelo de los pasos de nuestros pasos. Pasos amorosos, fraternos, orgullosos de aceptar lo que son y lo que somos. De seguir cada cual en su camino, seguros, confiados, con el poder de sí pegado al alma, para siempre, de ida y de regreso.
          Desde hace seis siglos han cambiado las batallas de nuestra historia. Nuestras raíces se dispersaron por los ojos de la muerte, por el canto de los pájaros y el eterno vaivén del mar, del viento, del más allá…, de allá, donde duermen las sombras, los días, los bramidos de la tempestad y el viento, la vida y el infinito canto de los mil colores del sol, la noche, el águila y el papagayo.



Foto: Ingrid L. González Díaz

          Los indígenas como tribus o personas, aquellos, los de entonces, fueron expulsados a selvas y montañas, llanos y desiertos. Los arrojaron al subsuelo, al sonido del tambor y el caracol, al llano de las sombras, a las venas del inconsciente colectivo, a la fosa clandestina donde con el tiempo nacen flores. Nos escondieron y alejaron del ver de todos. Pusieron piedra sobre piedra. Un templo sobre otro, una cultura sobre una más.
          Es falso, mil veces falso, que el antiguo mexicano sea sumiso y se abandone a su destino. Visión católica de los extranjeros que hicieron suyo este país con la fuerza de su imperio. No digo que hayan sido indulgentes o malvados. Digo que el poder es el poder. Ganaron la guerra e impusieron la visión del vencedor encima de la del vencido.
          El poder de los conquistadores en plenitud de acto. Espíritu pobretón de visión de mundo, ejercicio de poder y complejo de sangre real que a ellos mismos les humilla, subordina y aniquila. Después vino el saqueo y la independencia de los criollos. Los indígenas, mientras tanto, desterrados del nuevo mundo, seguían, como hasta ahora, su camino subterráneo en esta su propia tierra y con esa su actitud de libertad de siempre. Espíritu libre, fluido, de dirección fija, cada cual en su propio camino y dirección.
          Esa forma de ser y actuar del indígena mexicano que somos todos, ahora acorralados por el aplastante espíritu egoísta del capital y las personas que le idolatran, sigue de pie, en la chía y el maíz, en el frijol y el amaranto. En el canto por los cuatro vientos que habitan el camino de la nada, en el son guerrero, sin miedo ni rencor, del tambor, el caracol de mar, el guaje y el ayoyote.




Foto: Ingrid L. González Díaz

          Sigue de pie en sus usos y costumbres, en la propia legalidad del occidente que arribó del mar. Esa legalidad, por supuesto, mezcla de lucha clandestina y concesión arrogante del poder. “Se logró el reconocimiento”, es la frase que escurre de boca en boca.
          Es cierto que la constitución, desde la primera palabra hasta la última de sus transitorios, les protege como a cualquiera. Que su artículo 2º les reconoce específicamente como indígenas. Reconoce que su composición pluricultural es la base del Estado que vivimos. Que la conciencia de la identidad que tengan sobre sí será el "criterio fundamental para determinar a quiénes se aplican las disposiciones sobre pueblos indígenas".
          Estas últimas palabras, tan sencillas y de sentido común, en pleno inicio del siglo veintiuno requirieron, por increíble que parezca, de una interpretación jurisdiccional. De ella afloró el alcance constitucional de las personas indígenas.
          José Ramón Cossío Díaz fue el ministro que expuso la necesidad de un estudio detallado del tema por parte de la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. En él se sentaron las bases para construir un sinnúmero de criterios que hasta la fecha son referentes obligados al abordar el tema.
          En el entendido que los indígenas de ninguna manera son los otros mexicanos, sino el origen y sostén de nuestra cultura y forma de ser como nación, manantial de mil raíces que en el subsuelo, en nuestro inconsciente colectivo vive y vivirá por siempre y, por lo mismo, que su derecho a regir su vida de acuerdo a sus usos y costumbres, sigue vigente hasta ahora, se interpretó que esa conciencia de identidad indígena es la que conlleva a determinar a quiénes se aplican las disposiciones sobre pueblos indígenas y, por lo mismo, que tal señalamiento no puede ser dicho por ninguna otra persona sino por el propio indígena.
          Autoadscribirse y autoreconocerse como indígena fue el primer criterio y acercamiento a un derecho objetivo, real, de protección concreta como personas. Criterio compatible, además, con las disposiciones internacionales sobre el particular, en especial, con la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Pueblos Indígenas. Como sentencia de cinco amparos (amparo directo 54/2011 y 1, 38, 51 y 17, todos de 2012) y como criterio jurisprudencial fijado, el Estado y las instituciones en general, más aún aquellas cuya responsabilidad es impartir justicia, deben acatar su contenido, el cual es una guía, como guía también es la forma de ser y actuar de la propia población indígena.
          De esta interpretación también surgió en el derecho penal y en relación con el acceso a la justicia de las personas indígenas que tengan que ver con él, el derecho constitucional que éstas tienen de ser asistidas, en cualquier etapa procesal, por un intérprete y defensor que tenga conocimiento de su lengua y cultura. Conceptos unidos, indisociables, lógicos desde cualquier ángulo que se le mire. La defensa como unidad compacta.
          El defendido es la persona indígena que tiene una visión de mundo, una lengua y una cultura propia. El que defiende es el intérprete y defensor que tiene conocimiento de la lengua y cultura de esa persona por él defendida. El intérprete explica a otras personas, en la lengua que entiende, lo dicho en otra que le es desconocida. Es a través de él, por tanto, como la persona indígena puede ser escuchado en cualquier parte del juicio, en relación con los hechos de que le acusan.
          El intérprete, entonces, no solamente interpreta sino, además, pone en un contexto jurídico lo dicho por la persona indígena en relación con lo que se le acusa, convirtiéndose así en defensor.



Foto: Ingrid L. González Díaz

          Dicho entre paréntesis, este criterio de unidad, con el paso del tiempo y ante situaciones en las cuales la lengua de persona indígena involucrada en algún delito penal estuviese en peligro evidente de extinción, por ejemplo, una población indígena integrada por cinco, diez o quince personas, se estableció la figura de traductor práctico, el cual actuará una vez que el juez agote todas las vías posibles para contar con el apoyo de un intérprete, oficial o particular, profesional o certificado, que conozca la lengua y cultura de la persona a quien va a auxiliar.
          Para aquella persona que desee contar con mayores datos y referencias, pongo a su alcance un artículo que escribí en la revista compromiso del mes de agosto de 2013, órgano de difusión del Poder Judicial de la Federación, titulado: traductor práctico, garantiza pleno acceso a la justicia a personas indígenas sujetas a proceso.
          Es cierto que el artículo 2o. constitucional le reconoce a las personas y pueblos indígenas su libre determinación como pueblos originarios, el uso, preservación y protección de su lengua y su costumbre, además del aseguramiento de su acceso a la salud, vivienda y educación, respetando, claro está, su aspecto bilingüe e intercultural.
          Lo anterior se traduce, según mi parecer, en que todas las instituciones del Estado establezcan rubros concretos de acceso para las personas que aquí me ocupan. Doy tres ejemplos para darme a entender.
          En educación, abrir los espacios para tener acceso a los alfabetos de las sesenta y ocho lenguas originarias, ya no hablo, incluso, de sus trescientas sesenta variantes, que sería el completo universo de acceso al que está obligado a proporcionar el sector educación.
          Sobre este mismo universo, tendríamos que en materia de registro civil, la institución competente debería proporcionar el acceso a obtener actas de nacimiento, matrimonio y defunción bilingües y, para no cansarlos más, discúlpeseme por ello, en cuanto al tema de acceso a la justicia, sin duda, las personas y los pueblos indígenas tienen el derecho constitucional a que el Estado proporcione los instrumentos requeridos para lograrlo. Contar con jueces, lo repito, jueces y abogados defensores con el conocimiento, por lo menos de las sesenta y ocho lenguas originarias (otros dicen que sesenta y dos, no entraré en detalles por ahora) y, de ser posible, de las citadas variantes que se tienen.
          El tema no es nada menor y mucho menos lejano, pues si bien es cierto que para logarlo es considerable el esfuerzo requerido por parte del Estado, también lo es que éste no debe olvidar nunca que ahí está su real firmeza y autenticidad como Estado mexicano democrático, social y constitucional.
          En esas lenguas y cultura está el corazón, la filosofía, la visión de un mundo subterráneo transmitido que aún vive en el inconsciente de la colectividad contemporánea, en el actuar cotidiano de la ciudadanía, en nuestra forma de ser y hablar. Es una herencia de permanente vivacidad, un fluir dialéctico que nace y renace con el paso de la sombra y el eco de la luz del día.
          La palabra "chueco", por ejemplo, retomo a Juan María Alponte en su artículo sobre la población indígena y lenguas, se usa solamente en México y procede del náhuatl xocue. Significa cojo, pero también desde su sentido original se utiliza "para decir que una cosa que debería ser recta está curva o encorvada por alguna razón. También se emplea en sentido figurativo, malo, engañoso, etc.". Son destellos de nuestra raíz pluricultural que vivirá por siempre, a pesar del indiscutible peso del castellano y de las influencias que hemos vivido de otros idiomas, por decir unos, del inglés y francés.
          Después de seis siglos de sobrevivencia de las lenguas indígenas, el legislador afortunadamente lo ha entendido así, al expedir, en dos mil tres, la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas. En ella se reconoce, protege y promueve sus derechos lingüísticos y, al hacerlo, a nuestra compleja, sólida y enorme riqueza pluricultural existente en el país.
          Es delicado el problema planteado por las culturas y derechos indígenas. De sus múltiples aspectos, insistiré, por ahora, en uno de ellos: el derecho pleno a la jurisdicción del Estado que les asiste. Lo cual se traduce en que, entre otros instrumentos que debe proporcionar éste, es el de contar, como ya dije, con jueces y abogados defensores bilingües. El tema de los jueces ni siguiera se asoma en la literatura jurídica, tampoco en las acciones del Estado y, por si fuera poco, según lo que percibo, nada se hace para tal efecto. Por lo que hace a los defensores, el tema, en su plenitud, es todo un reto.
          El caso es alarmante, para unos, para otros, los menos pero en la cúspide del poder, festejo. Sucede que un defensor debe conocer la cultura y lengua de la persona indígena a defender, sin embargo, del total de ellas más del veinte por ciento está en situación de riesgo de extinción, en su punto crítico. Dejo a un lado, por ahora, el resto de las clasificaciones, tales como vulnerables, en peligro, seriamente en peligro y extintas. Lenguas muertas o moribundas. Unas, cantos y voces desaparecidas, otras, desde hace seis siglos luchando por sobrevivir.
          Según el Atlas Interactivo UNESCO de las Lenguas en Peligro, de nuestra composición pluricultural están por marcharse por el sendero de la nada, por decir algunos, el sonido dulce y triste al mismo tiempo del ayapaneco y kiliwa. Oculteco y matlatzinca. Ópata y el zoque. Chontal, lacandón y náhuatl. Zapoteco, awakateco y tuzanteco.
          Sendero que le seguirá el yaqui, totonaco, tepehuano, tarahumanara y otomí. Unos son de las regiones del sur, otras del norte y del centro de este gran valle subterráneo que caminamos niños, jóvenes y viejos. El abandono duele. Duele caminar sin guaraches de tres puntadas en los pasos de los pasos que se pierden entre la neblina del amanecer, un tenue rayo de sol y un pedazo de ilusión caído de la luna.
          Desafortunadamente no todas las autoridades ven las cosas de este modo. Por lo general, el derecho de los indígenas se entiende como derechos del otro, del antiguo mexicano. No como parte de la composición pluricultural y sentido nacional que somos todos.
          Por qué es difícil entender que al fomentar y proteger los derechos de los pueblos indígenas, no solamente se les protege a ellos, a los otros, los de entonces, sino también a nosotros, a los de ahora, a nuestras raíces que viven y vivirán por siempre como parte de nuestra forma de ser y actuar en el inconsciente individual y colectivo. Vivacidad subterránea que fluye del centro de la tierra y del universo, al centro de nuestra cabeza y pies, pirámides y venados, volcanes y sierras, ritos y sonidos de cascabeles que en baile guerrero con amor nos mueve.
          En esta atmósfera, en este contexto de lo que somos, cobra pleno sentido el llamado, en sentencia, de la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en relación con la urgente necesidad de modificar prácticas procesales que de ninguna manera respetan los derechos humanos de los indígenas.
          Nuevamente el ministro José Ramón Cossío Díaz se pronunció en sentencia y sus compañeros integrantes de la Sala lo apoyaron. Situación que sucedió al resolver el amparo directo 19/2012. La determinación fue amparar, para efectos, a una persona indígena acusada de homicidio.
          La razón principal de la concesión del amparo se debió a que, durante el proceso del juicio, no fue asistido por un intérprete o traductor que conociera su lengua y cultura. Para el ministro Cossío, desde el momento que le recriminaron la falta a la persona indígena (la formulación de la imputación que se le llama) y, posteriormente, en cada una de las etapas del desarrollo del proceso penal, se incurrió en una práctica que es contraria al derecho humano de acceso a la jurisdicción del Estado de las personas indígenas.
          Entiéndase entonces que el derecho de una persona indígena, relacionada con un proceso penal, de contar con un intérprete o defensor que conozcan su lengua y cultura, ni se encuentra restringido para un determinado momento procesal, ni está en discusión como derecho fundamental de defensa adecuada que tiene una persona como la que nos ocupa.
          Ante la sistematicidad de la violación anterior, el pronunciamiento fue contundente. La imperiosa necesidad de cambiar muchas de las prácticas procesales que aún se mantienen vigentes. Lo que implica, además, el diseño y fortalecimiento de instituciones de defensoría pública que instruyen en el conocimiento de lenguas y cultura indígenas.
          Para llevar a cabo lo anterior, exhortó a que las instancias competentes generen los "convenios interinstitucionales, sobre muchos temas, como pueden ser el aprovechamiento de tecnologías, la capacitación del personal, la logística de traslados de defensores e intérpretes, la certificación de los mismos, entre otros puntos, así como de generar las políticas públicas que sean necesarias para tal efecto".
          A fin de no dejar la más mínima gota de duda, a renglón seguido expuso: "es necesario que los tres órdenes de gobierno incurran, dentro del ámbito de sus competencias, en el costo que implica crear y fortalecer esas instituciones, ya que no existe otro camino constitucionalmente admisible si lo que se quiere es procesar, con las debidas formalidades, a las personas indígenas acusadas de cometer algún delito". Sentencia sin precedentes, ni duda cabe. La instancia jurisdiccional, reguladora entre la norma, la práctica jurídica y la afectación humana, llevando a cabo pare del trabajo que le corresponde.
          Aquellas personas que al leer lo anterior, incrédulas menosprecien el peso y significado de las palabras, les sugeriría detenerse en dos preguntas que me taladran el alma al hacerlas para mí mismo. Una: ¿cuántas personas indígenas están presos en el país en estos momentos? y, como complementaria, esta otra: ¿a cuántos de ellos les han violentado su derecho constitucional a un debido proceso, escúchese, a contar, por lo menos, con un intérprete y traductor que conozca su lengua y cultura?
          Omito más interrogantes que ya cada cual, de asomarse al tema, formularía por el peso del sentido común. Seguramente irían desde cómo tratan a los indígenas, además de las autoridades, las propias personas privadas de su libertad, los propios presos igual que ellos, hasta su forma de vida, de vivir, en la misma cárcel. ¿Serán también los otros mexicanos, vistos ahora por los otros mexicanos, por aquellos a los cuales les han retirado sus derechos políticos por cometer un delito y socialmente se les ve con rechazo y menosprecio? Los llamados derechos de piso, la organización de bandos, el control interno de las cárceles mexicanas. Todo un tema que amerita líneas aparte.
          En relación con las preguntas básicas, las estadísticas se tambalean como niños aprendiendo a caminar. Las instancias competentes, de hablar sobre el tema, se escurren con el sarcasmo, la ironía y el clásico: "estamos haciendo esfuerzos sin precedentes...", "se tiene programado para el siguiente año...". Lo común es el silencio. El vergonzoso silencio generado por la culpa del que no hace, del no hacer, o bien, si se quiere, del hacer ficticio, verbal, hueco y falso que la sociedad detesta y, en particular, que los jóvenes a gritos cuestionan.
          Desconozco las estadísticas de las instancias competentes, sin embargo, la Comisión Nacional de Derechos Humanos, órgano de la sociedad para la sociedad, informó, en dos mil cinco, que en el país existían más de siete mil indígenas presos, de los cuales, por las gestiones de dicha comisión, fueron liberados más de ochocientos indígenas bajo el beneficio de libertad anticipada.
          El Instituto Nacional Indigenista, por su parte, de acuerdo con lo señalado a Pascual Salanueva, Indígenas presos. El lado oscuro de la justicia, indica que de los siete mil indígenas presos, el ochenta y dos por ciento están procesados o sentenciados por delitos del orden común, el dieciocho por ciento restante, pertenecen al fuero federal.
          Empero, el problema de fondo no es de números ni de competencias, sino que en la mayoría de los casos existe una inadecuada defensa legal de sus derechos. Este problema de fondo es el porqué de la importancia del exhorto de la sentencia referida de la Primera Sala, cosa que, en realidad, es innecesario decir, pero lo diré para que no exista duda de su importancia, al ser sentencia es de orden público.
          De esta garantía constitucional tan amplia y compleja, mencionaré aquí solamente uno de sus puntos: contar con un intérprete y traductor durante todo el proceso, y el cual debe conocer su lengua y cultura. Sobre este punto, una visitadora de la referida comisión de derechos humanos, expresa, sin más, en una entrevista proporcionada a Alejandro Madrigal, Sin debido proceso, 80% de los indígenas recluidos, enero de dos mil dieciséis, lo siguiente: "el ochenta por ciento de los internos que entrevistamos nos dicen 'no sé por qué estoy aquí', que no fueron asistidos por un defensor y que no hablan español". Palabras que por sí mismas describen la cruda situación que viven los indígenas sujetos a proceso. A ellas, nada queda por agregar.
          El "no sé por qué estoy aquí", es una expresión que lastima a cualquier jurista y ciudadano que la escuche. Ejemplifica el abandono en el que están los derechos de las personas indígenas. El incumplimiento de autoridades locales y federales cuya responsabilidad es atender una arista de tales derechos y, lo más triste, el menosprecio que tiene más de un mexicano por ellos, los que ven al indígena como una persona ajena a nosotros, sin percatarse de que, al hacerlo, en realidad, nos despreciamos a nosotros mismos.
          Pisar al otro por ser distinto a mí. Pisar al otro para ser distinto a él. Es pisar y humillarse a sí mismo, a su pasado sin el cual su existencia es un vacío. "Conmigo inicia el mundo, conmigo acaba", es una idea individualista, ciega y corta de la vida. Visión que no comparto, por supuesto, sin embargo, la respeto.
          La frase "no sé por qué estoy aquí", dicha por una persona indígena privada de su libertad, cuyo contenido y significado, entre tantos, es una violación a su garantía constitucional de defensa adecuada, han sido muchas las resoluciones emitidas por la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, de los cuales, por cierto, he dado cuenta en diversos espacios. Por ahora, ante lo reiterado de esta violación a las personas indígenas, me pareció importante citar aquí la declaración, el exhorto, en sentencia, repito, en sentencia, de dicha Sala.
          En este mismo contexto de aspectos legales, cabe mencionar otra resolución emitida por la Primera Sala del Máximo Tribunal, al resolver el amparo en revisión 662/2015, a propuesta del ministro Arturo Zaldívar Lelo de Larrea. En ella se declaró inconstitucional una parte del artículo 230 de la Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión, que establece que las radiodifusoras comerciales harán uso del idioma nacional, entendiendo por éste el español, cuando la constitución protege y reconoce de igual manera a las lenguas indígenas.
          Para llegar a esta determinación, no fue obstáculo que el propio artículo exprese que "lo anterior, sin prejuicio de que adicionalmente las concesiones de uso social indígena hagan uso de la lengua del pueblo originario que corresponda". Entre otra razón, porque al priorizar un sistema de radiodifusión en el que los concesionarios usen exclusiva o preferentemente el idioma español, limita espacios a los pueblos indígenas para difundir sus lenguas. Al mismo tiempo que propician una barrera para dichos pueblos para tener acceso a las concesiones comerciales.
          El artículo fue impugnado por un escritor de lengua náhuatl que consideró que lo dicho en él constituye una violación a sus derechos de libertad de expresión y acceso a la información, pues, cito al escritor, "restringe el uso de lenguas indígenas a las concesiones de uso social destinadas a ello, imponiendo la lengua 'nacional' —entendida como español— a todas las demás concesiones". Además, agrega, se viola también su "derecho a la igualdad y no discriminación, en tanto se da un trato diferenciado e injustificado a los contenidos en lengua indígena".
          Para la Primera Sala el argumento del escritor es válido, pues si el marco constitucional promueve el desarrollo y la preservación de lenguas indígenas, es claro que ésta no puede alcanzarse si la norma impone un esquema de radiodifusión en el que se use exclusiva o preferentemente el idioma español, sino a través de brindar espacios adicionales a los pueblos indígenas para difundir sus lenguas.
          En la normatividad nacional e internacional se protegen y amparan tanto a los derechos lingüísticos de los pueblos y las personas indígenas, como el uso por parte de éstos de los medios de comunicación. Uso, como dice la sentencia, que deberá hacerse en condiciones de no discriminación y mediante la adopción de medidas por parte del Estado que permitan asegurar la diversidad cultural en dichos medios.
          Y digo en esos medios, porque las citadas personas y comunidades, desde hace siglos tienen mecanismos e instrumentos propios para transmitir sus conocimientos y visión del mundo. Aquéllos son reconocimientos de un derecho, éstos la transmisión viva de una forma de ver y hacer en esta tierra. El indígena con sus danzas, plumas, tigres, tortugas, águilas y jícaras, muestra a los cuatro vientos su cultura, fomenta su historia. Los ancestros viven y son ejemplos de una forma de ser. Chamanes se dice en general. Viejos sabios cuya prudencia y tolerancia les distingue. En ellos hay poesía, literatura, canto, filosofía. Insisto, hay una visión de mundo que genera una autonomía para preservar y enriquecer. Seis siglos lo muestran.
          La pluriculturalidad se logra mediante la integración de todas y cada una de las lenguas en los espacios nacionales. Proceso de cohesión social en el que tiene cabida la diversidad y, por tanto, la creación de las condiciones necesarias para que las personas indígenas puedan preservar y enriquecer su cultura y, al hacerlo, proteger y fomentar la identidad, lengua y cultura de los pueblos originarios. Sin duda, hay mucho que decir sobre esta resolución que protege los derechos lingüísticos en los medios de comunicación, por lo pronto, queda como referencia.  
          Entendámoslo, con el dolor que esto implique, los indígenas mexicanos, los otros, no son los otros, somos nosotros mismos enterrados en el inconsciente colectivo, en nuestra forma de ser y pensar, en nuestra cultura y visión del mundo.
          Ser indígena significa ser originario de un determinado lugar. Lugar donde están nuestros pies sobre la tierra. Abajo, a los lados y en el firmamento, está la historia de lo que ello significa.
          Como dije, los indígenas desde hace seis siglos habitan en el subterráneo del inconsciente colectivo que somos todos. Físicamente, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía, en dos mil diez, casi dieciséis millones de personas se consideran indígenas, esto es muy importante, porque el sentido de pertenencia comprende el sentido de identidad, que es el elemento más profundo que motiva nuestra forma de ser y hacer en lo cotidiano.
          De éstos casi dieciséis millones de personas que se consideran indígenas y que viven, de acuerdo a mi parecer, en la pobreza y sujetos a tratos denigrantes de la ciudad, prácticamente siete de ellos son arrojados a los nichos ecológicos, a las selvas y serranías, pero, en realidad, son, somos, millones los indígenas mexicanos por siempre.
          Porque los indígenas, los otros mexicanos que somos todos, son, somos, guerreros subterráneos que caminan y caminarán por siempre en cada uno de nosotros, de nuestros pasos y senderos. Las enseñanzas de nuestra cultura indígena, con su canto triste y su actitud guerrera, nos llama, como llamado de sangre, entre los maizales y las tortillas, la tierra fértil y la sequedad del llano, la selva virgen y la inmensidad del cosmos, la desnudez de la naturaleza y el poder del mar.
          Reyes, príncipes, políticos, la iglesia católica y uno mismo, les pide, les pedimos perdón a las comunidades y a las personas indígenas. Al hacerlo, se piden perdón ellos y nosotros mismos. La iglesia católica en particular, les ofrece una liturgia, una ceremonia en su idioma. Reconoce su abandono al mismo tiempo que su potencialidad. Savia que corre por los ríos de esta tierra, por el pasto de los cerros y montañas, por las hojas, por el mar y el firmamento. Por las entrañas del viento, del sol y de la nada. Potencialidad capaz de revivir árboles y quitar las astillas acuñadas en los ojos ciegos de la historia.
          El poder de la iglesia hace el ofrecimiento desde el poder de su poder. Lo hace como una indulgente concesión de arriba hacia abajo, sin mediar palabra, anulando al otro, como siempre ha sido, por los siglos de los siglos. Las raíces profundas de la cultura mexicana seguirá su devenir en la vida subterránea. Sacerdotes indígenas que sepan latín, me parece, no lo verán mis ojos. La inversa, por supuesto es el camino. La conquista y colonización espiritual: el sacerdote, desde el púlpito, ofreciendo la liturgia en cualquiera de las sesenta y ocho lenguas originarias y en sus trescientas sesenta variantes.
          Un abrazo y llamada de atención a los jerarcas religiosos. Un olvido a los chamanes y bastón de mando. Me duele el discurso y las disculpas desde el poder para el poder. De ninguna manera comulgo con el deseo de integración o asimilación de la cultura indígena a la cultura llamada civilizada, de tercero, segundo, primer mundo, visión occidental o globalizada. Estoy por el respeto de su autonomía que es parte de mi autonomía y de la nuestra. Me revitaliza la vivacidad, el espíritu de la cultura indígena que somos todos, que corre, parafraseando a Eduardo Galeano, por las venas abiertas de México y América Latina, en el inconsciente individual y colectivo que somos todos.
          Nuestra cultura indígena amorosamente nos llamará por siempre con su sabiduría de ser y conocer en libertad el comportamiento del mundo, cada cual de acuerdo a su actuar personal y en la comunidad que habita. Cada cual de acuerdo a su cultura, educación, edad y visión de mundo. Cada cual de acuerdo a su camino.



Foto: Ingrid L. González Díaz


* Pendiente de publicarse en Congresistas, periódico bimensual.