Afromexicanos, entre el
silencio, la discriminación y el olvido
Genaro
González Licea
Foto: Ingrid L. González Díaz
En una
sociedad como la nuestra, las personas afromexicanas, tienen, igual que todos,
los mismos derechos y obligaciones que cumplir. Son ciudadanos en la plenitud
del término. Sin mayor o menor jerarquía, igual que acaudalados, políticos,
investigadores, campesinos, profesores, amas de casa, escritores o indigentes.
Tal vez la discusión se dé, en cuanto a que, además, deben contar con un
espacio constitucional reforzado, explícito, por ejemplo, en el artículo donde
se reconoce nuestra pluriculturalidad originaria.
Su historia no ha sido en absoluto
benevolente. El silencio, la discriminación, el olvido y la resistencia han
sido su permanente compañía en estas sus tierras, desde su conformación
originaria hasta las generaciones de hoy en día. Grandes vacíos se han generado
en su historia. Los desarraigos y despojos han marcado sus pasos.
Diríase que todo en su conjunto, es el
resultado de los olvidos, conscientes o inconscientes, que impiden que los
recuerdos fluyan. Los tratos inhumanos, las torturas físicas y psicológicas
recibidas, no son cosas fáciles de recordar. Es el dolor íntimo que, como
bisturí, corta el alma gangrenada, la mutila, la moldea de acuerdo con su
tiempo y circunstancia, pero, al mismo tiempo, la fortalece para seguir su
camino que ellos y nadie más podrán transitar en él.
Esa parte cercenada, esa ilusión de lo
que un día fue, es lo que me permite entender el término afromexicano, el cual,
para mí, es impreciso, genérico, demasiado genérico. Es un término propio para
unificar destinos y generar resistencias comunes por la adversidad vivida. En
lo personal, diría más bien que son personas mexicanas de color negro, moreno,
choco o mascogo, que en este su país nacieron en condiciones muy únicas,
peculiares e irrepetibles, y cuentan con usos y costumbres también muy propias
y, a la vez, muy nuestras, al ser parte de una cultura nacional. Esa es,
estimo, su unidad, su fuerza y fortaleza. La tribu de los negros mascogos, por
ejemplo, a pesar de lo azaroso y adverso de su camino, sigue defendiendo sus
raíces, que son al mismo tiempo nuestras, y en dos mil once es reconocida como
etnia. Sucede lo mismo, respetando su especificidad concreta, con las
comunidades de mexicanos negros de la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca, de
Veracruz o Chiapas, por mencionar algunos lugares del país.
Aquéllos, los de entonces, fueron
reducidos a la nulidad más humillante. El esclavo, diría Juan Francisco Manzano
en su autobiografía de un esclavo,
era visto “como un ser muerto”. El esclavo era esclavo, estuviera en las minas,
o en las casas de los amos, en los cafetales o en los plantíos azucareros. La
diferencia era de grado, de "afecto" del señor, la señora o el
capataz.
El esclavo en su condición personal y
como sistema discriminatorio injustificable del cual fue objeto, como lo es la
esclavitud, bien se puede decir que carecía de patria. Su patria en última
instancia era su amo. El comprar y vender en ese sistema y en ese entonces, era
una operación de mercado donde el que compraba obtenía la propiedad de lo
comprado.
Entristezco al leer este anuncio de la
época, consultable en cualquier página de internet, “se vende una negra
criolla, joven, sana y sin tachas, muy humilde y fiel, buena cocinera, con alguna inteligencia en lavado y plancha, y
escelente (sic) para manejar niños, en la cantidad de 500 pesos”. Después se
hizo presente el movimiento contra la esclavitud, hasta lograr la prohibición
de la misma.
Su asimilación a esta su tierra real,
concreta, tangible, adherida con grilletes ceñidos en el alma y en la piel, en
la conciencia de una pasado que enterró el mar y en la esperanza de un estar
vivos para rehacer su rostro, su cultura, su forma de vivir y revivir en un
lugar que hicieron suyo desde el momento en que en él hundieron sus pies con el
fierro forjado que ata la libertad y sepulta la muerte, sin metáforas ni
expresiones moralizantes, románticas, huecas, falsas, carentes de sentido.
Actos que avergüenzan a la humanidad, como ahora la trata de personas.
Sucesos de una historia que nadie
desea que se repita. Tal vez los dictadores o los grandes consorcios
informáticos que pretenden en estos momentos la esclavitud mental de los
ciudadanos del mundo. Pensar y actuar igual. Igual a qué. A lo que disponga la
información mediática, coyuntural, que la mano fantasma instale y desinstale en
la ciberespacio. La clonación mental a la que me referí un día.
Foto: Ingrid L. González Díaz
Las personas afromexicanas vivieron la esclavitud en su expresión más pura. Sometimiento absoluto de una persona al dominio de otra que le elimina su libertad de ser y hacer. Sin embargo, los esclavos son personas a las que se les puede quitar todo, menos la esperanza de ser libres, de soñar que en ellos hay una historia, un camino, un pasado conjugado en presente y futuro que tarde o temprano reencontrarán, porque siempre ha sido suyo, su identidad y pertenencia, su búsqueda de ser en este mundo como persona que está unida al otro, sin dominios ni bajezas.
Los esclavos son personas de espíritu
libertario. Son cimarrones desde el nacimiento hasta su muerte. Viven su
libertad a solas, la viven al dormir, al despertar, al caminar a plena luz del
día o en las sombras más negras de la noche. Es una libertad que sueñan y
recrean ya sea con las palmas de las manos o al escuchar el canto de un pájaro
cualquiera, la caída del agua, el ruido del aire al huir entre las piedras, o
al esconderse atrás de lo blanco de la luna.
Los esclavos son un mundo interior
lleno de luces y esperanzas. Un mundo mágico, festivo, jocoso y dulce y, al
mismo tiempo, aislado y triste. Un mundo que oscila entre la bruja lechuza y el
ritmo del tambor. Entre la gallina negra y el cantar del tocoloro. El silbido
de los árboles al son del viento y la raíz negra, universal, que taladra los
rincones de la tierra y desgaja cualquier humanismo hipócrita y postizo.
En el barco negrero nació la nostalgia
más pura y humana. Esa nostalgia que se mete al alma al ver a lo lejos una
tierra que ya no pisarán jamás, un ser amado que se ausentará por siempre. En
ese barco negrero, presos del látigo y el grillete, niños unos, jóvenes otros,
mujeres y hombres mordieron a solas el dolor que rodea el ombligo y explota en
los ojos y en la boca. Ahí también nació el carbón, el oro y la plata de las
minas, el olor del café y la dulce caña, la piel negra unida con la blanca,
mestiza, zamba y mulata. El ser humano, el hombre, "es más que blanco, más
que mulato, más que negro", diría José Martí.
Así llegaron por miles los esclavos
originarios que poblaron los rincones de este país. Cuántos fueron, cuántos son
ahora. Nadie lo sabe. Han pasado seis siglos desde entonces. Su cultura ha
empapado el subsuelo, igual que vencedores y vencidos. Crecimos juntos desde
entonces hasta ahora. Un sol de rayos negros y una luna de reflejo igual cubrió
nuestras historias, nuestros cuerpos roídos de tristeza, ilusión y esperanza.
Sudor blanco en esta tierra negra.
Rítmico olor de huesos y semillas. Dioses ceñidos a la piel de un más allá que
danza como perdido en las sombras de la nada. Los colores de la piel se unieron
en los ritos de esta nueva tierra. Todos bajo el mismo amanecer y la misma
esclava negra que parió otra madre negra, después mulata, después criolla.
Parafraseando lo dicho por Nicolás
Guillén en sus páginas vueltas de sus
memorias, a fin de cuentas, el
Caribe, México en este caso agrego yo, "está poblado de parientes que se
ignoran, que llevan la misma sangre y no lo saben, pues el apellido con que
andan por el mundo es sólo el europeo, no el africano, que desapareció en el
fondo de la historia cuando el futuro esclavo fue arrebatado a la tribu de que
formaba parte".
Con el tiempo, a estos esclavos se les
llamó descendientes africanos. Nada justificará por siempre su compra y venta.
El hacerlos míos sin derecho alguno. No eran de África ni de parte alguna, eran
de sus amos y sólo de sus amos. Para cubrir este denigrante acto,
posteriormente se les agregó el nombre del país donde fueron sembrados, como
personas nulas de sentimientos, vacíos, como el infinito, fríos como la piedra,
como los muertos.
Nacen entonces las palabras, bien se
podría decir huecas, como afroamericano, afrocubano, afrocolombiano,
afrobrasileño, afrofrancés, inglés, español, mexicano y, en el absurdo ya, el
afroafricano que como esclavo sirvió a su dueño en ese continente. Palabras tan
amplias como el mar, tan ajenas y sin sentido, sin textura ni color.
Convenciones al fin y al cabo que nada dicen.
Seis siglos han pasado y, desde
entonces, después de la faena, los llamados en forma inexacta afromexicanos,
igual que el indígena y campesino, cierran los ojos y miran en su interior los
montes despejados, la sombra de la tarde unirse con la noche y el sonido del
viento bailar sobre una hoguera, una casa amorosa, una historia vacía.
Concluido el sueño. La pobreza cae de
bruces en su piel discriminada, el cansancio duerme al niño y en el silencio de
sus tumbas sepulta su dolor. La vida del esclavo es de respeto. Faltos de
libertad, gente madura la menos, jóvenes en su mayoría, casi niños se podría
decir, fueron ubicados en todo el territorio nacional, ya en las minas o en los
plantíos azucareros, ya en la construcción o en el trabajo doméstico en las
casas de sus dueños.
Los actuales estados de Guerrero,
Veracruz, Oaxaca, Michoacán, Coahuila, Chiapas y Tabasco, comprueban su
presencia. Hay otros por supuesto, donde la población de la que hablo se diluyó
al paso de las generaciones. En cofradías y dispensas del rey de España, gracias al sacar se les llamaba en unos
casos, manumisión o proceso legal de
liberación de esclavos, por autocompra unas veces, otras por libertad donada
por sus amos, libertad graciosa le
llamaban. Después vino la independencia, la abolición de la esclavitud.
Las personas llamadas genéricamente
afromexicanas lucharon igual que todos por la independencia del país. Son
ciudadanos mexicanos con derechos y garantías. Actualmente, bajo la premisa de
que su cultura es parte de la nuestra, existen muchas comunidades así
denominadas. Unos dicen que cuatrocientas, otros que mucho más. Lo cierto es
que la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca dan cuenta de ello. El pueblo de Yanga,
en Veracruz, y el día del Pueblo Negro Afromexicano (Huazolotitlán, diecinueve
de octubre), también.
Sin embargo, en realidad dan cuenta de
ello, las personas negras, mulatas, indígenas o mestizas, "parientes que
se ignoran, que llevan la misma sangre", como dice Nicolás Guillen, y
forman parte de nuestra misma composición pluricultural originaria.
Foto: Ingrid L. González Díaz
* Pendiente de publicarse en Congresistas, periódico bimensual.