jueves, 31 de marzo de 2016

Ciudadanía y derechos humanos*

Afromexicanos, entre el silencio, la discriminación y el olvido


Genaro González Licea



Foto: Ingrid L. González Díaz


En una sociedad como la nuestra, las personas afromexicanas, tienen, igual que todos, los mismos derechos y obligaciones que cumplir. Son ciudadanos en la plenitud del término. Sin mayor o menor jerarquía, igual que acaudalados, políticos, investigadores, campesinos, profesores, amas de casa, escritores o indigentes. Tal vez la discusión se dé, en cuanto a que, además, deben contar con un espacio constitucional reforzado, explícito, por ejemplo, en el artículo donde se reconoce nuestra pluriculturalidad originaria.
          Su historia no ha sido en absoluto benevolente. El silencio, la discriminación, el olvido y la resistencia han sido su permanente compañía en estas sus tierras, desde su conformación originaria hasta las generaciones de hoy en día. Grandes vacíos se han generado en su historia. Los desarraigos y despojos han marcado sus pasos.
          Diríase que todo en su conjunto, es el resultado de los olvidos, conscientes o inconscientes, que impiden que los recuerdos fluyan. Los tratos inhumanos, las torturas físicas y psicológicas recibidas, no son cosas fáciles de recordar. Es el dolor íntimo que, como bisturí, corta el alma gangrenada, la mutila, la moldea de acuerdo con su tiempo y circunstancia, pero, al mismo tiempo, la fortalece para seguir su camino que ellos y nadie más podrán transitar en él.
          Esa parte cercenada, esa ilusión de lo que un día fue, es lo que me permite entender el término afromexicano, el cual, para mí, es impreciso, genérico, demasiado genérico. Es un término propio para unificar destinos y generar resistencias comunes por la adversidad vivida. En lo personal, diría más bien que son personas mexicanas de color negro, moreno, choco o mascogo, que en este su país nacieron en condiciones muy únicas, peculiares e irrepetibles, y cuentan con usos y costumbres también muy propias y, a la vez, muy nuestras, al ser parte de una cultura nacional. Esa es, estimo, su unidad, su fuerza y fortaleza. La tribu de los negros mascogos, por ejemplo, a pesar de lo azaroso y adverso de su camino, sigue defendiendo sus raíces, que son al mismo tiempo nuestras, y en dos mil once es reconocida como etnia. Sucede lo mismo, respetando su especificidad concreta, con las comunidades de mexicanos negros de la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca, de Veracruz o Chiapas, por mencionar algunos lugares del país.
          Aquéllos, los de entonces, fueron reducidos a la nulidad más humillante. El esclavo, diría Juan Francisco Manzano en su autobiografía de un esclavo, era visto “como un ser muerto”. El esclavo era esclavo, estuviera en las minas, o en las casas de los amos, en los cafetales o en los plantíos azucareros. La diferencia era de grado, de "afecto" del señor, la señora o el capataz.
          El esclavo en su condición personal y como sistema discriminatorio injustificable del cual fue objeto, como lo es la esclavitud, bien se puede decir que carecía de patria. Su patria en última instancia era su amo. El comprar y vender en ese sistema y en ese entonces, era una operación de mercado donde el que compraba obtenía la propiedad de lo comprado.
          Entristezco al leer este anuncio de la época, consultable en cualquier página de internet, “se vende una negra criolla, joven, sana y sin tachas, muy humilde y fiel, buena cocinera, con  alguna inteligencia en lavado y plancha, y escelente (sic) para manejar niños, en la cantidad de 500 pesos”. Después se hizo presente el movimiento contra la esclavitud, hasta lograr la prohibición de la misma.
          Su asimilación a esta su tierra real, concreta, tangible, adherida con grilletes ceñidos en el alma y en la piel, en la conciencia de una pasado que enterró el mar y en la esperanza de un estar vivos para rehacer su rostro, su cultura, su forma de vivir y revivir en un lugar que hicieron suyo desde el momento en que en él hundieron sus pies con el fierro forjado que ata la libertad y sepulta la muerte, sin metáforas ni expresiones moralizantes, románticas, huecas, falsas, carentes de sentido. Actos que avergüenzan a la humanidad, como ahora la trata de personas.
          Sucesos de una historia que nadie desea que se repita. Tal vez los dictadores o los grandes consorcios informáticos que pretenden en estos momentos la esclavitud mental de los ciudadanos del mundo. Pensar y actuar igual. Igual a qué. A lo que disponga la información mediática, coyuntural, que la mano fantasma instale y desinstale en la ciberespacio. La clonación mental a la que me referí un día.

      
Foto: Ingrid L. González Díaz


Las personas afromexicanas vivieron la esclavitud en su expresión más pura. Sometimiento absoluto de una persona al dominio de otra que le elimina su libertad de ser y hacer. Sin embargo, los esclavos son personas a las que se les puede quitar todo, menos la esperanza de ser libres, de soñar que en ellos hay una historia, un camino, un pasado conjugado en presente y futuro que tarde o temprano reencontrarán, porque siempre ha sido suyo, su identidad y pertenencia, su búsqueda de ser en este mundo como persona que está unida al otro, sin dominios ni bajezas. 
          Los esclavos son personas de espíritu libertario. Son cimarrones desde el nacimiento hasta su muerte. Viven su libertad a solas, la viven al dormir, al despertar, al caminar a plena luz del día o en las sombras más negras de la noche. Es una libertad que sueñan y recrean ya sea con las palmas de las manos o al escuchar el canto de un pájaro cualquiera, la caída del agua, el ruido del aire al huir entre las piedras, o al esconderse atrás de lo blanco de la luna.
          Los esclavos son un mundo interior lleno de luces y esperanzas. Un mundo mágico, festivo, jocoso y dulce y, al mismo tiempo, aislado y triste. Un mundo que oscila entre la bruja lechuza y el ritmo del tambor. Entre la gallina negra y el cantar del tocoloro. El silbido de los árboles al son del viento y la raíz negra, universal, que taladra los rincones de la tierra y desgaja cualquier humanismo hipócrita y postizo.
          En el barco negrero nació la nostalgia más pura y humana. Esa nostalgia que se mete al alma al ver a lo lejos una tierra que ya no pisarán jamás, un ser amado que se ausentará por siempre. En ese barco negrero, presos del látigo y el grillete, niños unos, jóvenes otros, mujeres y hombres mordieron a solas el dolor que rodea el ombligo y explota en los ojos y en la boca. Ahí también nació el carbón, el oro y la plata de las minas, el olor del café y la dulce caña, la piel negra unida con la blanca, mestiza, zamba y mulata. El ser humano, el hombre, "es más que blanco, más que mulato, más que negro", diría José Martí.
          Así llegaron por miles los esclavos originarios que poblaron los rincones de este país. Cuántos fueron, cuántos son ahora. Nadie lo sabe. Han pasado seis siglos desde entonces. Su cultura ha empapado el subsuelo, igual que vencedores y vencidos. Crecimos juntos desde entonces hasta ahora. Un sol de rayos negros y una luna de reflejo igual cubrió nuestras historias, nuestros cuerpos roídos de tristeza, ilusión y esperanza.
          Sudor blanco en esta tierra negra. Rítmico olor de huesos y semillas. Dioses ceñidos a la piel de un más allá que danza como perdido en las sombras de la nada. Los colores de la piel se unieron en los ritos de esta nueva tierra. Todos bajo el mismo amanecer y la misma esclava negra que parió otra madre negra, después mulata, después criolla.
          Parafraseando lo dicho por Nicolás Guillén en sus páginas vueltas de sus memorias, a fin de cuentas, el Caribe, México en este caso agrego yo, "está poblado de parientes que se ignoran, que llevan la misma sangre y no lo saben, pues el apellido con que andan por el mundo es sólo el europeo, no el africano, que desapareció en el fondo de la historia cuando el futuro esclavo fue arrebatado a la tribu de que formaba parte".
          Con el tiempo, a estos esclavos se les llamó descendientes africanos. Nada justificará por siempre su compra y venta. El hacerlos míos sin derecho alguno. No eran de África ni de parte alguna, eran de sus amos y sólo de sus amos. Para cubrir este denigrante acto, posteriormente se les agregó el nombre del país donde fueron sembrados, como personas nulas de sentimientos, vacíos, como el infinito, fríos como la piedra, como los muertos.
          Nacen entonces las palabras, bien se podría decir huecas, como afroamericano, afrocubano, afrocolombiano, afrobrasileño, afrofrancés, inglés, español, mexicano y, en el absurdo ya, el afroafricano que como esclavo sirvió a su dueño en ese continente. Palabras tan amplias como el mar, tan ajenas y sin sentido, sin textura ni color. Convenciones al fin y al cabo que nada dicen.
          Seis siglos han pasado y, desde entonces, después de la faena, los llamados en forma inexacta afromexicanos, igual que el indígena y campesino, cierran los ojos y miran en su interior los montes despejados, la sombra de la tarde unirse con la noche y el sonido del viento bailar sobre una hoguera, una casa amorosa, una historia vacía.
          Concluido el sueño. La pobreza cae de bruces en su piel discriminada, el cansancio duerme al niño y en el silencio de sus tumbas sepulta su dolor. La vida del esclavo es de respeto. Faltos de libertad, gente madura la menos, jóvenes en su mayoría, casi niños se podría decir, fueron ubicados en todo el territorio nacional, ya en las minas o en los plantíos azucareros, ya en la construcción o en el trabajo doméstico en las casas de sus dueños.
          Los actuales estados de Guerrero, Veracruz, Oaxaca, Michoacán, Coahuila, Chiapas y Tabasco, comprueban su presencia. Hay otros por supuesto, donde la población de la que hablo se diluyó al paso de las generaciones. En cofradías y dispensas del rey de España, gracias al sacar se les llamaba en unos casos, manumisión o proceso legal de liberación de esclavos, por autocompra unas veces, otras por libertad donada por sus amos, libertad graciosa le llamaban. Después vino la independencia, la abolición de la esclavitud.
          Las personas llamadas genéricamente afromexicanas lucharon igual que todos por la independencia del país. Son ciudadanos mexicanos con derechos y garantías. Actualmente, bajo la premisa de que su cultura es parte de la nuestra, existen muchas comunidades así denominadas. Unos dicen que cuatrocientas, otros que mucho más. Lo cierto es que la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca dan cuenta de ello. El pueblo de Yanga, en Veracruz, y el día del Pueblo Negro Afromexicano (Huazolotitlán, diecinueve de octubre), también.

          Sin embargo, en realidad dan cuenta de ello, las personas negras, mulatas, indígenas o mestizas, "parientes que se ignoran, que llevan la misma sangre", como dice Nicolás Guillen, y forman parte de nuestra misma composición pluricultural originaria. 

Foto: Ingrid L. González Díaz

 * Pendiente de publicarse en Congresistas, periódico bimensual.

Ciudadanía y derechos humanos*

La persona afromexicana,
viejo árbol sembrado en esta su tierra mía


Genaro González Licea



* Foto: Ingrid L. González Díaz

El panorama de las personas llamadas, inapropiadamente, afromexicanas y que han poblado el país en todo su ancho y largo, es nebuloso desde hace siglos, seis para ser precisos.
          En ellos la historia real, como personas y comunidades que tienen sus propias costumbres, visión de vida, forma de ser y actuar, ritos y sueños, se ha transmitido viva y vivazmente de boca en boca. Por su parte, la historia oficial, la de los dioses que ejercen el poder para otros dioses, ha sido fría y distante sobre ellos. ¿Podemos decir lo mismo del ciudadano mexicano? Todo un tema de discriminación y racismo por estudiar en mi país. En su conjunto, ofrezco disculpas por la generalidad, el silencio del poder y ciudadanos ejemplifica muy bien la magnitud de nuestro olvido.
          Tarde lo hemos entendido. Las autoridades, en particular, tarde lo han entendido, por supuesto, no por sí solos, sino por la presencia de varios factores. Los compromisos contraídos por el estado mexicano en materia de derechos humanos en el ámbito internacional. La insistencia de las organizaciones no gubernamentales sobre el derecho pleno que les asiste, escúchese bien lo absurdo de las cosas, como ciudadanos mexicanos a los mexicanos de color negro y, por la presencia de éstos mismos en la cultura nacional. La cultura, los usos y costumbres de una comunidad, si bien nace de la peculiar y muy concreta forma de ser y vivir de una persona y grupo en sociedad, al hacerlo, al vivir en sociedad, sus usos y costumbres son de todos. Forman parte de una identidad nacional.
          En el caso de la cultura que aquí comento, catalogada por unos como afrodescendientes, término muy amplio, complejo e impreciso. África es muy grande y plural, y más grande aún son sus usos y costumbres. De qué país los trajeron en contra de su voluntad, de qué región, de qué lugar del mundo. Agréguese, por si fuera poco, que ese grupo de personas originalmente traído de la forma más denigrante, con grilletes y cadenas, pisando su voluntad y al servicio de su dueño, con el tiempo forjaron una tripe lucha libertaria.
          Una para sí mismos, como personas de carne y hueso al liberarse de sus amos. Otra como grupo o comunidad. La historia de los treinta y tres negros narrada por Vicente Riva Palacio (permítase agregar su segundo apellido, Guerrero, el de su madre, hija única de un general negro de piel como lo fue Vicente Guerrero), es un ejemplo de ello. Otro más es la lucha encabezada por Gaspar Yanga o Nyanga, esclavo negro que dirigió la rebelión de personas con la misma condición de él en las barrancas veracruzanas, la búsqueda era la libertad del yugo de la corona española.
          La tercera, que debería ser la última, fue su lucha como personas y comunidades por la independencia de México, su país, su único país, antes, recuérdese siempre, su único país eran sus amos. ¿Cuál fue la aportación de las personas de color negro a la independencia de este país? Pregunta ingenua que le duele contestar a todo aquel que mantenga prejuicios y racismos, que justifique discriminaciones absurdas carentes de sentido.

*Foto: Ingrid L. González Díaz
        
Los mexicanos negros, mulatos, mestizos, igual que campesinos, artesanos y criollos, lucharon por los ideales de un país en libertad, independiente de cualquier dominio extranjero. Abolir la esclavitud no es poca cosa. José María Morelos y Pavón lo hizo representando un sentimiento nacional. Chilpancingo, Guerrero, 5 de octubre de 1813. En la era del ciberespacio ya pocos la recuerdan.
          Y dije que la tercera debería ser la última, porque paradójicamente no fue así. Después se hizo presente la que se vive hasta ahora. La que da cuenta de la discriminación a la que es sujeto toda persona mexicana de color negro, choco o mascogo. En ese sentido, a mi parecer, se usa el término afromexicanos en dos vertientes. Una para unificar la permanente lucha por la visibilidad oficial de una cultura que es parte de nuestra propia cultura, y otra realmente para etiquetarlos y mantenerlos a distancia. "Iguales pero distintos", dirían unos, "separados pero iguales", dirían otros. Ambos términos son completa y plenamente discriminatorios al efectuar una distinción injustificada entre personas que se encuentran en la misma situación de derechos y garantías ciudadanas.
          Como dije, el poder oficial ha entendido tarde su silencio y olvido hacia los mexicanos negros, morenos y mulatos. Muchas generaciones han muerto, algunas formas de ser se han extinguido, otras se han modificado, aunque, en su esencia, durante seis siglos la oralidad ha mantenido sus usos y costumbres, que son, al mismo tiempo, nuestros usos y costumbres.
          Hago votos porque las acciones del Estado no queden solamente en números. Su deuda, nuestra deuda, es muy grande como para que las cosas se queden ahí. Además, como principio, el respeto de los derechos humanos va mucho más allá de números, censos y estadísticas por color de piel, edad, lugar de residencia, sexo y grado de estudio. La pobreza y discriminación al fondo.
          ¿Es complejo medir la pobreza y la discriminación? Mexicanos negros hundidos en la pobreza, en la media pobreza o pobreza moderada, en la pobreza extrema o simplemente en la indigencia que es el subsuelo de la pobreza. Los números nos acercan al problema. Hay mucho camino por recorrer.
          Efectivamente, es hasta 2012 cuando los mexicanos negros, en forma imprecisa llamados afromexicanos, se asoman en los números del Estado, escúchese, en el Instituto Nacional de Estadística y Geografía. Dieron fruto su tenacidad y fortaleza como personas y pueblos que forman parte de nuestra composición pluricultural desde hace seis siglos. De igual manera, el despertar mundial de los derechos fundamentales, los tratados internacionales firmados por el Estado mexicano sobre el tema, las recomendaciones de la Organización de las Naciones Unidas sobre el mismo punto, y la tenacidad de los organismos no gubernamentales interesados sobre el particular.
          Es hasta la encuesta nacional de población de 2015, cuando la exclusión, en realidad la palabra sería discriminación, se enmienda. Inició así la visibilidad de las personas mexicanas negras y mulatas. Mexicanos sin calificativos desde siempre, sus derechos y obligaciones son las mismas que tenemos todos. La raza no es otra más que la raza humana. Sus derechos como ciudadanos mexicanos son iguales que los míos.
          Sus usos y costumbres, sus bailes, dichos, palabras y formas de ser son una parte nuestra desde hace seis largos siglos. Recuérdese que después de la conquista la población indígena se redujo considerablemente, unos dicen que el noventa por ciento, otros dicen que menos. Lo cierto es que ambos se instalaron en la historia del subsuelo mexicano y, por tanto, no sólo en la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca, sino en los puertos y en las fronteras, en las ciudades y en el campo. Se instalaron, por decir algo, de Yucatán a Coahuila, de la Ciudad de México a Veracruz, de Morelia a Guanajuato, de Morelos a Puebla, de Guerrero a Zacatecas.
          Lo repito una vez más de mil de veces que me faltan, discúlpeseme por ello, los negros mexicanos, en forma imprecisa llamados afromexicanos, son un viejo árbol sembrado en esta tierra mía. Título de este escrito que hice mío, pero que su expresión original es de Roussan Camille, poeta negro que decía, según Nicolás Guillen en sus memorias de páginas vueltas:"soy un viejo árbol sembrado en la tierra de mi patria".

Foto: Ingrid L. González Díaz

* Pendiente de publicarse en Congresistas, periódico bimensual. 

Ciudadanía y derechos humanos*

La visibilidad de las personas mexicanas negras, en forma imprecisa llamadas afromexicanas


Genaro González Licea


 * Foto: Ingrid L. González Díaz

Como era de esperarse, las cifras sobre las personas mexicanas negras, chocos o mascogos, en forma imprecisa llamadas afromexicanas, después de la encuesta de población de 2015 empezaron a correr sin rumbo y sin destino, de allá para acá y viceversa. Lo cierto es que al final de la jornada se tiene que éstas viven en la marginación y en la pobreza evidente, clasifíquela como usted quiera, igual que millones de mexicanos.
          La visibilidad oficial de éstos mexicanos inició con la pregunta censal, de acuerdo con unas fuentes, ¿usted se siente afrodescendiente? y, con otras, con la siguiente: de acuerdo con su cultura, historia y tradiciones, ¿usted se considera negro o negra, afromexicano o afromexicana o afrodescendiente? En ambos casos no se oculta la discriminación, la falta de tacto y delicadeza, la falta de respeto a los derechos humanos y la idea racista del "somos iguales pero diferentes" hacia la población mexicana de la que hablamos.
          Seis siglos después de su existencia, después de haber pasado generaciones enteras, y del inocultable olvido, discriminación y desprecio a la cual han sido sujetos, el Estado les llama, como lo hace con el grito, con el llanto o con el pensamiento, el padre desobligado, en su lecho de muerte, a sus hijos dispersos.
          Es evidente la urgencia del Estado de saber con precisión, santo y seña de las personas de esta cultura nuestra. Cuántos mexicanos negros o mulatos hay, cuántos van a la escuela, cuántos están vacunados, cuántas mujeres, hombres, niños, niñas, adolecentes. Qué comen, dónde viven. Todo lo que se pueda saber sobre esta población es urgente, extremadamente urgente dicen otros.
          La razón de fondo, una sola: hacer políticas públicas que permitan cumplir con los compromisos internacionales contraídos por el Estado mexicano sobre el tema y, aprovechando la coyuntura, incorporarlos al lenguaje de las campañas políticas que están en puerta. Si es posible hacer de uno o más de ellos diputados, senador, presidente municipal o de la república. Vicente Guerrero ya lo fue por nueve meses, del 1º. de abril al 17 de diciembre de 1829 para ser exactos.
          Por supuesto, de antemano ya se da por un hecho, que en los lugares donde existe un mayor número de ésta población, inmediata y urgentemente se generen áreas administrativas para atenderles. Subsecretarías de Desarrollo del Pueblo o Comunidades Afromexicanas, o departamentos de Atención a las Comunidades Afrodescendientes o Afromexicanas. Así como programas para atención a los niños y niñas (espero no me defrauden y le pongan así para estar con el lenguaje de moda) de afromexicanos en materia de educación, o deporte, o para atender a las personas afromexicanas o afrodescendientes de la tercera edad, por señalar algunos y, para no cansarles, discúlpeseme omitir los nombres de las cientos de comisiones y asociaciones sobre el particular.

Foto: Ingrid L. González Díaz

          De este primera visibilidad oficial de los pueblos mexicanos negros, se tiene que existen en el país 1.4 millones de afrodescendientes. Población que representa, se dice, el 1.2 por ciento del total. De esta estimación se esperan otras más, entre ellas, cuántas personas son de sexo masculino y cuántas femenino. Cuántos niños, niñas y personas de la tercera edad. Cuál es la ocupación principal de este núcleo de población y cuántas personas nacen, emigran y mueren anualmente.
          Se espera la danza de los números, aunque, como en otros lugares lo he dicho, el problema no es de números sino del estudio de una cultura que es parte de nuestra cultura. Una de las propiedades de la igualdad matemática es que "todo número es igual a sí mismo". Reflexiva contundente cuando de números se trata, no así cuando con ellos se intenta dar un contenido a la pobreza y marginación de un pueblo de mexicanos negros que desde hace seis siglos sobreviven en este pueblo mío.
          Son parte y raíz de un país discriminado. Son agua del mismo manantial donde comulgamos todos. Sus usos y costumbres integran una parte del alma mía. No se trata de contar negros, blancos o morenos, sino darle contenido a lo que somos. Yanga está clavado en cualquier Huasteca o en pleno desierto de Sonora. En la Selva Lacandona o en la Sierra Madre Occidental.
          El sonar del fotuto, de caracol o calabaza, suena igual en un huichol que en un negro aislado, alegre o cimarrón. Lo mismo pasa con el canto de la lechuza, mitad diablo mitad bruja. Con el maíz y la tortilla, con las plegarias para invocar la lluvia o decirle adiós al sol. Con los ritos, danzas, sones y fandangos muy mexicanos, muy indígenas, muy negros. La cultura nos une con su amor y su tristeza y cada una de sus partes se canta de mil colores. Cada quien a su manera despide el alma de sus muertos.
          Entiendo la urgencia oficial y el gran avance al reconocer al pueblo mexicano negro. De él se sabe en realidad muy poco. Medir con números lo mucho que ignoramos traerá pequeños dividendos sino lo acompañamos con otras acciones, entre ellas, reconocerles como personas mexicanas de color negro en este caso, con una pertenencia nacional y una forma de ser que desde hace seis siglos ha integrado nuestra composición pluricultural originaria.
          Acciones de inclusión formal y sin discriminación alguna, son las que reclama este pueblo de personas mexicanas de color negro, el cual, igual que el indígena, vivió y vivé en la clandestinidad cultural por parte del Estado, ya que, como es natural, esas personas negras de origen después fueron morenos y mestizos, pero siempre mexicanos. Por supuesto, sin olvidar las comunidades intactas que persisten hasta nuestros días.
          Sobre el particular, Salvador Vázquez Fernández, en su artículo Las raíces del olvido. Un estado de la cuestión sobre el estudio de las poblaciones de origen africano en México, nos señala que en la Nueva España, los españoles para guardar la pureza de su sangre, prohibieron "el matrimonio con negros y se creó un clima propicio para evitar el matrimonio con los indios. No obstante, y por más que se intentase a toda costa evitar las mezclas raciales, los constantes intercambios culturales conducirían inevitablemente al establecimiento de redes y relaciones de parentesco, aunque en casi todos los casos, éstas se llevaran a cabo en condiciones de clandestinidad.”.
          La condición humana es más grande que cualquier prejuicio sobre la tierra. Lo cierto es que al final del camino, nos dice el mismo Vázquez Fernández, citando a David Rojas, Los negros en México. Investigación: Gonzalo Aguirre Beltrán, hecha en 1948 y 1949: "los productos de la mezcla, tanto de negros como de españoles, sí fueron considerables, ya que al finalizar la dominación extranjera en México, representaban el 40% de la población, y de esa proporción, el 10% era considerado como afromestizo".
          En el fondo, una sola verdad aflora. El estigma de los negros, su rechazo y discriminación no era sino una estrategia para justificar el comercio de esclavos, la esclavitud, la trata humana, como una supuesta necesidad de mano de obra en lugares y espacios donde se piensa, solamente ellos pueden soportar.
          Yo espero que la visibilidad oficial de los negros mexicanos traiga aparejada la desmistificación de una parte de nuestra propia cultura. Que a la efervescencia del tema, proclamas, medidas positivas, leyes coyunturales o no, le sigan serias investigaciones del caso.

Foto: Ingrid L. González Díaz

          Los mexicanos negros, chocos o mascogos, como personas y comunidades deben ser reconocidos material y formalmente como una parte de nuestra cultura y, por lo mismo, deben gozar expresamente de un reconocimiento constitucional reforzado, además de los derechos y deberes de la misma índole que ya tienen. Dicho en otros términos, a sus derechos constitucionales que tienen como mexicanos es necesario el reconocimiento explicito de sus usos y costumbres, por ejemplo en el artículo 2o constitucional, ya que son parte de nuestro marco pluricultural nacional.

          Por su condición originaria. Por el comercio y trata de la que fueron objeto. Por carecer de un origen y no tener más pertenencia que la voluntad de sus dueños. Por su cultura subterránea que fluyó como la nuestra y por su lucha como mexicanos por la independencia de México y la construcción de éste su nuevo Estado, estimo muy justo y merecido que, como integrantes de nuestra composición pluricultural originaria, cuenten, explícitamente, con el reforzado reconocimiento constitucional al cual aquí me he referido. 

* Pendiente de publicarse en Congresistas, periódico bimensual.