sábado, 24 de septiembre de 2016

Entre la pobreza y expropiación de la riqueza: vivir y sobrevivir


Genaro González Licea*


La vida de una persona hundida en la pobreza es un desierto interminable. Cualquiera lo sabe bien. Se dice que la vida y la muerte quieren a todos por igual. Cualquier persona, sin ninguna distinción social, siempre sentirá mecer el viento entre sus manos y la muerte será su eternidad eterna.
         Sin embargo, en la pobreza la luz tiene un permanente brillo mate, y el paisaje es tan desolado como un cementerio en el olvido. En la pobreza el espíritu de la sobrevivencia educa y enseña a caminar en el subsuelo. Crecer entre cartones, techos de lámina o enramada, en montones de cascajo o en hoyos en la tierra, genera un espíritu guerrero, una condición humana compleja, un acertijo de seres enterrados en sus propias ruinas. Seres que caminan en silencio como el aire entre las hojas. Caminar indescifrable, por lo general, a la vista de los poderes del Estado.
         En esta pobreza pegada como costra al piso, el orgullo occidental y el linaje de sangre es una innecesaria oración para dormir tranquilo. La humildad es, en cambio, la comunión de todos. Es un rezo que nace del alma para mí y para él al mismo tiempo. Agua fresca, fraterna, comunión de un espíritu de barro. Sangre guerrera que enfrenta la vida para entrar, con dignidad, al regazo de la muerte. Origen y conclusión de un vagabundo. Es una humildad, lo digo una vez por todas, que está muy lejos de esa que se ubica con la cabeza baja del vencido y humillado. La del espíritu pordiosero que se abandona asimismo para causar lástima en el otro.
Reproches y disculpas aquí no caben. Resentimientos, odios y rencores tampoco. Al principio no se entiende así, pero al paso del tiempo lo mejor es entender que odiar no lleva a nada. Que el odio es un nudo que nos hace más pobres de lo que somos. Que la venganza es un obstáculo para vivir de pie. Que lo mejor es cambiar su adversidad para estar en paz consigo mismo y con el otro y, al mismo tiempo, para lograr la subsistencia de nuestros propios pasos.
         Uno al transformar el odio, me parece, puede ver tanto el socavón del olvido en el que vive, como esa pequeña luz, conciencia le dicen los que saben, que permite expresar que la pobreza no es la condición de un estado natural, sino la expropiación de la riqueza.
         Esta simple verdad a lo largo de la historia ha tenido tantos y tantos matices y colores, igual que un camaleón fosilizado en una piedra de jade a pleno mediodía. Unos matices en el renacimiento, en la revolución industrial otros, y otros más en la sociedad contemporánea y global donde vivimos.
La pobreza es una y solamente una, aunque se le trate de medir al revés y al derecho, con centímetros, kilos o kilómetros. La forma más socorrida es la económica. En ella se dice que una persona es más o menos pobre de acuerdo con lo que come, al acceso que tenga a los llamados “consumos básicos”, o bien, se agrega, de acuerdo con los ingresos promedio de una sociedad cualquiera, donde aparece como novedad y asombro de los que nada o muy poco sabemos del tema, el concepto de equidad.
         ¿Es difícil entender que la realidad de la miseria es una realidad aparte? En la miseria tener menos, igual o más que el otro, es tan intrascendente y falso, como una mentira, o absoluta verdad si se prefiere, atrapada en el hueco de una caja de cartón. En la miseria no ser nada ni nadie se mastica a solas. Es un dolor que se respira, si vive, se come y late pegado a uno como el aire en la sangre o la piel en la sombra. “No soy ni seré nadie” es un gruñido que se da por cierto. Es una verdad verdadera de verdad que permite luchar y, sobre todo, sobrevivir para vivir.
         ¿De qué sirve que crezca la economía si ésta solamente beneficia a unos cuantos? La concentración de la riqueza es la regla general. Las estadísticas mitigan las culpas de la opulencia. Nada dicen a los marginados del subsuelo, a la ciudadanía de los indigentes, de los vagabundos, de los expulsados y excluidos del banquete. Crecer para sí y para nadie más. Sin cambio educativo y cultural de la ciudadanía, es crecer a sus espaldas y encima de sus hombros.
         La pobreza se llama pobreza en cualquier estómago vacío. Vivir en la basura, comer la sorpresa que ella nos depare. Dormir en la soledad de un parque, en una construcción abandonada, o bien con un perro a la sombra de la noche, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días se llama pobreza, mídasele como se le mida, con lavadora de ropa o sin ella, con televisor o sin él. Siempre será más fácil medir la pobreza, que intentar resolverla al paso de los años.
         Según datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), citado por el diario La Jornada, en dos mil once el porcentaje de los mexicanos que vivían en la pobreza era de 36.3 por ciento, lo cual se traduce en 40 millones 778 mil mexicanos que vivían en dicha situación y 14 millones 940 mil en la indigencia, sin mencionar a los niños en situación de calle, aproximadamente 95 mil, ni mujeres víctimas de violencia abandonadas a su suerte. Cifras preocupantes y que lastiman a cualquier persona con mínima conciencia social.
         ¿Son muchos o pocos los mexicanos que viven en la indigencia y en la pobreza? Yo no lo sé y de verdad, sí quisiera saberlo. Las estadísticas bailan y coquetean sin control. Yo espero, por bien de todos, que en la próxima encuesta nacional de ingresos y gastos de los hogares mexicanos (Enigh), las instituciones encargadas de llevarla a cabo, cumplan con la obligación de proporcionarnos estadísticas veraces, de acuerdo con el compromiso vinculante que el Estado mexicano firmó, al respecto, en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales.
         En tanto eso sucede, los indigentes y vagabundos, los marginados que habitan en el subsuelo de esta tierra mía, los pobres más pobres que los pobres, los que se sumergen sin esperanza en el lodo de la muerte, en la desolación de vivir desahuciados por el resto de sus días, no pueden más que luchar por sobrevivir en este mundo.
         Son personas, es cierto, ciudadanos del Estado, siempre y cuando, por ejemplo, no se les ocurra, ni en forma individual y menos aún en forma colectiva, solicitar votar y ser votados y, mucho menos, buscar atenciones de salud y medicinas gratis. Se colapsarían las instituciones. Todos lo saben y lo gritan. Tiemblan al pensarlo solamente.
         Por lo pronto, lejos de estos murmullos, un anciano sentado en tres ladrillos, ajeno de sí y olvidado del mundo, mira su muerte antes de morir. Siente vivir la tristeza de esa mirada que un día, en suspiro de muerte, su perro, viejo y cansado ya, como ahora él, le dejó en sus adentros para siempre. Su vida fue dispersa. Amputó su niñez y juventud por un amor que nunca encontró en la vida. En un desierto dejó su deseo de seguir como una nube que se pierde más allá de la nada. El cansancio le sorprendió en plena oscuridad y desconsuelo.
         El salvajismo del capital le hizo vomitar hasta los huesos. Su obsesión de sobrevivir con un recuerdo amoroso muy suyo, muy de nadie, le permitió amar su pobreza en el naufragio, perderse como un velero hacia la nada. Sentado en tres ladrillos, su tristeza languidece entre la inmensidad del firmamento y el silencio que abriga la basura y los escombros que un día cubrirán sus últimos pasos del camino.
 
* Profesor del Instituto Federal de Defensoría Pública