Migrantes y derechos humanos*
Genaro González Licea
Hoy en día todavía hay quienes con visión miope de
la realidad miran y señalan a los migrantes como el origen de muchos males, sin
querer darse cuenta de que también son fuente de enriquecimiento social y
cultural de cualquier nación.
Luis María Aguilar Morales
Sucede que en mi país, desde hace tiempo, se
ha dado por sembrar personas en lugar de puños de maíz. Muchos de ellos son
migrantes arrojados al vacío por el hambre y el desempleo, la inseguridad y la violencia
que padecen, que padecemos, en esta sociedad global.
Es un oleaje de peste negra que no distingue
ni edades ni sexo. Niños, mujeres y hombres son sepultados por igual. Muerte y
migrantes se unen en un punto del camino. La muerte es cruel con el que busca
encontrar su propia vida y el remanso de su muerte. Vivir en comunidad y en paz
consigo mismo, ser otro y al mismo tiempo el mismo.
La muerte es cruel con los migrantes. Es una
muerte que me duele porque ellos al morir yo muero. Muerte y morir son dos
cosas que se mezclan al beber el agua. Nosotros, por sí solos, jamás sabremos que
es la muerte y el morir por siempre. Uno sabe que la muerte es muerte no porque
uno muere, sino porque es el otro el que perece y la humanidad toda con él.
Familias
de miles y miles de migrantes desaparecidos, situación tal vez más dolorosa que
la propia muerte, caminan sin encontrar ningún rastro del ser amado. Les guía
el instinto y el vaho de calor dejado por los migrantes en las piedras del camino,
en las llagas del sol tendidas sobre el piso. ¿Dónde está mi hija, hijo, nieto,
esposa o sobrino?, se preguntan desechos de amor y de cansancio mientras buscan
sin encontrar a esa parte muy suya, muy íntima que desapareció entre las flores
del camino, las hojas de la selva y el aroma permanente de los pinos. ¿Dónde
están los migrantes, dónde?
Caravanas de seres queridos una y otra vez
buscan por las rutas del migrante. En su peregrinar, ya por valles y matorrales
cercanos a la vía del tren, ya por desiertos, selvas, montes o rancherías,
encuentran cruces y tumbas, lamentos pegados en las piedras, sangre seca a la
orilla del río o pus colgando en la sombra de un árbol que se muere. Son
paisajes subterráneos donde los infiernos de Dante son un bello paraíso. Son paisajes
donde han transitado, en las nueve o diez o treinta capas de tierra si se
quiere, no las mezquindades propias de la condición humana, la rapiña solo
camina a flor de piel, sino simples personas como somos todos los que buscamos
ganar el pan y el agua para sobrevivir.
Y es en
la última capa del viaje de ultratumba donde la muerte vive agazapada. En ella
sucumbieron tantos migrantes, tantos, tantos, que sus cuerpos fueron arrojados
al vacío, al peñasco donde el eco vive, a la fosa común donde uno sobre otro le
dijeron a dios a este mundo. Tierra y cal fue su oración de despedida. Fraude y
corrupción supuraron el sueño de sus sueños. Sus miradas ya nunca dejarán de ver
el infinito, y su hermandad, agua que bebieron en la cuenca de sus manos,
siempre nos recordará ese agridulce sabor de su paso por la vida.
Infatigables los familiares peregrinos, madres
y ancianas por delante, buscan sin tregua a sus seres desaparecidos. Caminan por
las rutas de ultratumba, por lugares donde el viento llora, por veredas donde
el presagio se siente en los talones, y la esperanza de encontrar el amor
perdido, suavemente lagrimea en la porosidad del alma. El viento, como alarido,
rompe el presagio de la muerte. Las madres lo saben bien, nadie las engaña, es
un viento seco que golpea las entrañas, la sangra y despelleja, se clava y enrosca
como animal que suelta su último suspiro.
Es
hora de golpear la tierra, de penetrarla con ese báculo de acero dolorosamente
puntiagudo. Tres golpes es el santo y seña, después otros tres y tres más para
decirle a la muerte que ya no descansará muy sola. Los gritos de las vísceras y
tejidos roídos por gusanos se pegan en el báculo que anuncia el nuevo día.
Cavar, cavar, cavar.
Son
ellos, otros y otros más. El subsuelo de mi país está sembrado de migrantes.
Ciento cincuenta fosas clandestinas aquí, noventa allá, setenta y cinco más
allá. Le siguen seis, catorce, veinte y quién sabe cuántas más. Fosas, fosas y
fosas clandestinas en la ruta subterránea del migrante. Los cuerpos anónimos tapizan
el mapa nacional. Los picos, las palas y varillas de acero terminan gastados
igual que las madres peregrinas. Los cuerpos de los migrantes, unos frescos
aún, otros podridos y desechos, parecen respirar de alivio y decir por última
vez su nombre.
Las autoridades callan, se lavan las manos
como Pilatos y dicen que por más que buscan no encuentran ni un zapato, ni un
peluche, ni una gorra vieja que les lleve al paradero de un migrante. La
sociedad civil otra vez presente. La ciudadanía evidenciando los derechos
humanos pisoteados. Qué lástima que algunas autoridades y sectores mezquinos de
la sociedad le ofrezcan a los migrantes en lugar de agua para continuar su
camino, miles y miles de litros de repelente para insectos. Bolsas negras y
tratos denigrantes.
La
ironía de la vida. Muchos reclamaron sus derechos antes de dormir en la fosa
clandestina. Otros fueron asistidos en casas de campaña atendidas por mujeres
que ya cansadas de no dar algo de sí al otro que tanto lo requiere, o cansadas
simplemente de que en su casa sean golpeadas por las tradiciones machistas
arraigadas hasta el ombligo, dejan su pasado e inician el recorrido de un nuevo
sendero por la vida. Ahora serán enfermeras, cocineras, meseras, asistentes de
niños desnutridos, de señoras y jóvenes violadas y, por supuesto, sin dejar de
ser madres y personas que llevan el peso de su casa.
Qué bueno que las mujeres, hombres y no se
diga jóvenes, ya no se van, como hace siglos, a los conventos o cementerios
espirituales de retiro. Ochocientos migrantes por pasada del tren y el doble
que llega caminando paso a paso, les agradecen. Las Patronas son unas, los
caravaneros son otros y las carpas que se instalan a la orilla de las vías del
tren son otras más. Agréguese organizaciones internacionales y nacionales de
derechos humanos en apoyo a migrantes, y miles de personas sin nombre que les
obsequian tortillas, frijoles, arroz y ropa limpia, no nueva, para el camino.
Este
es el apoyo de la sociedad civil a los migrantes, que bien puede pasar como
políticas públicas en serio. Este es el ejemplo a tantas personas e
instituciones que ven a los migrantes como una mercancía, sin darse cuenta que
son personas y ciudadanos que huyen del hambre, desempleo, inseguridad y
violencia de sus respectivos lugares de origen y se internan a otro donde las
cosas no son tan distintas como allá …
Los migrantes, en mí país, son personas que
buscan una vida distinta y encuentran, muchas veces, una fosa clandestina como
casa. El alma enroñada de los enterradores jamás descansará sobre la tierra.
*Pendiente de publicar en Congresistas, periódico bimensual.