lunes, 18 de diciembre de 2017

Derechos humanos y Ley de Seguridad Interior





Genaro González Licea





En México se insiste en aprobar la Ley de Seguridad Interior, parecería que ello se debe, entre otras cosas, a que se piensa que ésta constituye una medida de salvación para enfrentar, más que resolver, uno de sus grandes problemas nacionales, como es el de la industria hegemónica de la delincuencia organizada.
          
Sobre el particular dejo aquí una pregunta sin respuesta, la idea es que cada cual, con los elementos de juicio a su alcance, de respuesta, su respuesta, y dimensione, por sí mismo, el problema que en materia de delincuencia organizada vive mi país solamente en una de sus vertientes. La pregunta es la siguiente: ¿cuántas personas trabajan, directa o indirectamente, para los cárteles de la droga en México? La reflexión es más que indispensable.
 
El sector delincuente se ha convertido ya en un verdadero sector informal, armado e insurgente, nos dice Juan María Alponte, en su artículo in memorian: “83 ejecutados en 48 horas”, publicado en México y el Mundo, julio de 2011, ello se debe, agrega, a “la dinámica de un proceso que el Estado no dimensiona en su significo y connotación histórica, esto es, en relación con el desempleo o el empleo mal pagado y las desigualdades en la redistribución del ingreso”. Estos dos hechos socio-económicos, concluye, convierten a México en un espacio natural para la insurgencia criminal.

El problema, por tanto, requiere una mirada crítica y el desapego total al sensacionalismo que enciende rumores. Entiendo que en una época de elecciones se tienda a politizar los problemas, en el caso, el de seguridad interior, violencia y delincuencia organizada, a fin de obtener votos y diluir lo esencial, por ejemplo, la violencia social acumulada, los índices impresionantes de corrupción, la economía de élite que vivimos, la dependencia a las exportaciones y el papel de las fuerzas armadas en un Estado democrático y de derecho.
 
Lo primero a decir es que, de aprobarse la ley en cuestión, los problemas de inseguridad y violencia social de ninguna manera serán resueltos, al contrario, se diría que éstos se verán agravados en cuanto que los muertos seguirán apilándose como datos estadísticos e incrementando los enconos personales y sociales, mismos que, por supuesto, generarán más violencia.



En este sentido, todo indica que el reto está lejos de erradicar los “más de 170,000 muertos y más de 25,000 desaparecidos en México (el País, 1º de diciembre de 2017) en un periodo de diez años, sino, por el contrario, que éstos se incrementarán. 


En suma, la táctica del Estado es combatir la violencia con la violencia, pero ahora en el marco de la ley, lo cual no deja de ser paradójico y encerrar un contrasentido. En esta tesitura, por una parte, la afectación a la sociedad civil es más que evidente y, además, queda al descubierto, parecería, que los derechos humanos no son una prioridad para el Estado mexicano y, por otra, que su estrategia a seguir, vía un marco legal, es conservar y encausar los problemas de inseguridad, más que confrontarlos y arriesgar líneas de acción tendentes a enfrentarlos en su esencia y, dado el momento, resolverlos de raíz. 



Pero ahí hay, considero, otro problema de fondo que se desestima. Y este es precisamente el papel de las fuerzas armadas mexicanas en un Estado democrático y de derecho. Una y otra vez he sostenido la impostergable necesidad de llevar a cabo una reforma constitucional de las fuerzas armadas mexicanas. Éstas tienen muchas cosas que hacer en su interior, reestructurarse en sí mismas y en sus líneas de acción, deben, por tanto, adecuarse a los tiempos, y respetar y hacer respetar la constitución y las leyes que de ella emanen. Su intervención, en el marco civil, en consecuencia, debe limitarse al máximo e incluso el fuero de guerra debe desaparecer. 
 
Las fuerzas armadas, lo he dicho también muchas veces, están para proteger, por sobre todas las cosas, a la seguridad y soberanía de las instituciones y del Estado en su conjunto. En tanto que las fuerzas policiales de seguridad pública están para proteger a las personas y el bienestar de las mismas. Sus campos de acción, en resumidas cuentas, son autónomos y muy propios, su sentido de ser, en un Estado constitucional, democrático y de derecho, responde a una lógica social y jurídica irrefutable.


Así, desde mi percepción, diría que de aprobarse la citada ley el gran beneficiado es un sistema jurídico rígido para enfrentar los problemas que pretende regular, en tanto que el más perjudicado es el propio sistema democrático y de derecho que se tiene, así como su credibilidad en el marco interno e internacional, cosa de por sí ya seriamente dañada.


Además, no omito decir que, de aprobarse la referida ley, se evidenciaría que el compromiso contraído por el Estado mexicano en materia de derechos humanos, no fue sino una respuesta a los tratados internacionales firmados, un acto declarativo unilateral que solamente ha sido utilizado para el discurso y el adorno en el mantel.
 

La lucha en contra de la industria o gran sector informal que opera la delincuencia organizada, se debe dar no solamente desde las fuerzas armadas mismas y desde el espacio de su propia competencia, sino también, y sobre todo, en el ámbito de las instituciones de seguridad pública, de la generación de empleo, de la distribución del ingreso y, por supuesto, desde el ámbito educativo nacional, entre otros.

Los soldados cumplen órdenes y las cumplen bien. Si el objetivo central de esta ley que comentamos fuera, digamos hipotéticamente, combatir la corrupción en mi país, es posible que al frente del Estado solamente quedarían las propias fuerzas armadas, lo cual, dicho sea de paso, siempre están atentas y listas para dar el paso.

De aprobarse la Ley de Seguridad Interior, la amenaza a los derechos humanos es real y, por otro lado, de ninguna manera se resolverían los problemas que pretende. México está tapizado todos los días de actos muy afines a los acontecimientos de 1968. La reflexión debe prevalecer, a menos que se busque también la represión de ésta.

De aprobarse la ley en cuestión, se avalaría la inconstitucionalidad de la participación de las fuerzas mexicanas en la lucha contra la delincuencia organizada en la sociedad civil. Todo se dejaría en el marco de la legalidad, de la misma manera que años y años se dejó, en el mismo marco, el actuar militar estando inmiscuida una persona civil. Me refiero al entonces artículo 57, fracción II, para mayor precisión, del Código de Justicia Militar, cuestionado de inconstitucional desde su inicio, y declarado así hasta la incorporación plena de los derechos humanos en el marco constitucional, y digo incorporación plena, porque tales derechos siempre han estado inmersos en la Constitución misma, en particular en su artículo 133.


Así las cosas, me resta una pregunta. De aprobarse la Ley de Seguridad Interior, ¿se deberían aprobar también, mediante el procedimiento fijado al respecto, las necesarias cláusulas de excepción que inhabiliten las porciones normativas de los tratados internacionales firmados y ratificados por México sobre la materia? Urge, insisto, una reforma constitucional en materia militar. 


Pendiente de publicar en Ciudadanía y derechos humanos del periódico Congresistas

viernes, 3 de noviembre de 2017

Feminicidio e inconsciente colectivo




Genaro González Licea


El feminicidio en mi país es un tema que permea el inconsciente colectivo, es una desarticulada forma de ser que me recuerda las pinturas negras de Goya, atmósfera de aconteceres físicos y mentales en las zonas boscosas de nuestro interior vacío. Pensamientos oscuros, nocturnos, dibujados todos con nuestra propia aguatinta de absurda supremacía y dominio dictatorial sobre el entorno femenino. 

         En particular, me recuerda el disparate desenfrenado, doblez amoroso donde predomina el fondo diluido, enfermo, de un yo subterráneo expresado, al fondo, mediante la imagen de una rata devorando a una mujer. El feminicidio representado en su plenitud y, al mismo tiempo, una de las razones del porqué la rebelión histórica de la mujer en contra de las injusticias y falta de reconocimiento como persona que es en una sociedad machista, de la cultura fálica de la violencia sexual y el dominio del hombre.
Nada justifica que se discrimine a la mujer por el simple hecho de serlo. Su dignidad humana es igual que la de cualquier persona que vive en éste planeta. Respetarle es un derecho y un deber que le asiste. 

Sin embargo la realidad es otra. Manifestaciones de indignación por delitos cometidos contra la mujer, siendo uno de ellos el feminicidio, se presentan diariamente en todo el país. Unas abiertamente toman las calles y rompen el silencio con esa rabia e impotencia históricamente acumulada, otras lo hacen desde sus hogares, desde ahí levantan la voz con el riesgo, por supuesto, del golpe encima. Lo hacen en cada casa, en el lugar donde en silencio muerden el dolor de las vejaciones, malos tratos, violencia física y verbal. Lo hacen en ese lugar donde nunca se pierde la esperanza del regreso de la persona desaparecida, el regreso del hospital de la mujer golpeada. Lo hacen, sí, en ese lugar donde, en la mayoría de los casos, está la amenaza de no hablar ni denunciar los hechos de violencia y discriminación en contra de ellas. 

         La autoridad ha sido rebasada. Ante este problema tan grave responde una y otra vez con declaraciones políticas que ya nadie cree, posiblemente ni ellos mismos, pero están ahí y algo tienen que decir, cuando tal vez, lo mejor es callar, respetar el duelo y renunciar con dignidad civil y pública. El discurso, “nosotros encontraremos a los responsables y haremos que caiga en él todo el peso de la ley”, es ya una expresión tan gastada que ya a nadie dice nada. Pero las cosas no quedan ahí, a este discurso es común que le acompañe una reforma a la ley respectiva a fin de elevar drásticamente la pena por violencia, malos tratos contra la mujer, por el delito feminicidio o por el de desaparición forzada de personas. La imagen del escarmiento ejemplar, el hombre colgado de sus propias culpas, el terror del garrote en la mano para hacer justicia. 

Por cierto, y dicho sea de paso, en este último caso, el de desaparición forzada de personas, es tan abrumador el problema a nivel nacional que la autoridad competente, como era de esperarse, ya prepara la ley sobre la materia, con la idea central de crear una comisión de búsqueda, fijar un registro de desaparecidos y atender la reparación integral a las víctimas. Nada que no esté regulado, sin embargo, los momentos electorales, ya no tan lejanos lo justifican, qué lamentable situación. Espero de verdad equivocarme. 

Por supuesto, y a pesar de mi observación, de ninguna manera me opongo a tal medida, empero, ésta debe ser acompañada de otras para tener la posibilidad de enfrentar de una mejor manera el problema. Una de esas otras medidas a implementar se refiere precisamente al sector educativo, pues éste es el pivote que genera el despertar de la conciencia social, del significado e importancia que tiene el respeto humano, el respeto al otro por el simple hecho de ser persona, sea ésta hombre, mujer, niño, anciano o tenga capacidades diferentes. Esto es, me parece, lo que quiere decir el marco constitucional cuando señala que es por medio de la educación como se puede generar y contribuir a una “mejor convivencia humana, a fin de fortalecer el aprecio y respeto por la diversidad cultural, la dignidad de la persona, la integridad de la familia, la convicción del interés general de la sociedad, los ideales de fraternidad e igualdad de derechos de todos, evitando los privilegios de razas, de religión, de grupos, de sexos o de individuos”. 

         Se debe, en resumidas cuentas, implementar programas educativos que permitan revertir el problema que se vive tanto de violencia contra la mujer como el de los miles de desaparecidos en mi país. Medidas que deben estar acompañadas, a su vez, de programas sociales y económicos que propicien una mejor distribución del ingreso. De no ser así, es probable que las declaraciones políticas sigan, igual que las reformas de artículos y promulgación de leyes de garrote y escarmiento y, por ende, de medidas cuyo espíritu es endurecer el castigo y formar una comisión para resolver el problema, lo cual se traduce en una medida efectiva para no resolverlo. La política de la guillotina y el dedo divino o diabólico señalando culpables. El problema de fondo sigue hasta que, parecería, sea la sociedad civil la que lo enfrente. 

         Desde hace muchos años la sociedad de mi país vive agraviada de tantos desaparecidos y feminicidios. En otros artículos he dado estadísticas al respecto, datos que van y vienen, flotan y se evaporan con gran facilidad. En el caso de mujeres asesinadas después de haber sido agredidas sexualmente, hay organizaciones no gubernamentales que mencionan un número de dos mil mujeres por año, otras mucho más y, la mayoría de los casos, con una nota que les acompaña: la impunidad del delito. 

         Situación más que lamentable, puesto que, la primera instancia obligada a que ningún delito cometido quede impune es precisamente la autoridad. Recordemos que a nivel constitucional éstas tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos. En mi país, todas las personas somos iguales ante la ley, lo cual significa que todos tenemos el derecho a que se nos respete nuestra integridad física y moral, nuestra honra y dignidad como persona que somos. Empero, también por mandato constitucional y tratados internacionales firmados y ratificados, las autoridades están obligadas a proporcionar, sobre dicha base de igualdad, una protección efectiva a los derechos de la mujer contra todo acto de discriminación y violencia. 

         En ese sentido, es de mencionar que el tema de femicidio desde hace muchos años ha sido abordado tanto en el marco normativo como en el jurisdiccional. En estos momentos en la mayoría de los códigos penales de los Estados existe la referencia al respecto. Se coincide en la idea de que se actualiza la figura jurídica de feminicidio cuando la víctima del homicidio sea mujer y la privación de la vida se cometa por razones de género, con independencia del sentimiento de odio o desprecio que pueda tener la persona que lo comete, pues, en resumidas cuentas se traduce en una violencia de género o abuso de poder del hombre sobre la mujer, violencia que ejerce ya sea sexualmente o causándole lesiones que le llevan a la muerte. 

Dicho de otra manera, cito lo expuesto por la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación al resolver el amparo en revisión 554/2013, en el caso de muertes violentas de mujeres, las autoridades deben explorar todas las líneas de investigación posibles, incluyendo el hecho que la mujer muerta haya sido víctima de violencia de género, con el fin de determinar la verdad histórica de lo sucedido. Además, se agrega, debe tener un sentido y ser asumida por el Estado como un deber jurídico propio y no como una simple gestión de intereses particulares, que dependa de la iniciativa procesal de la víctima o de sus familiares o de la aportación privada de elementos probatorios, sin que la autoridad busque efectivamente la verdad. En consecuencia, todo caso de muertes de mujeres, incluidas aquellas que prima facie parecerían haber sido causadas por motivos criminales, suicidio y algunos accidentes, deben de analizarse con perspectiva de género, para poder determinar si hubo o no razones de género en la causa de la muerte y para poder confirmar o descartar el motivo de la muerte. 

         De esta manera, se tiene que por ningún motivo, razón o circunstancia, un delito cometido en este país puede quedar impune, y menos aún, si éste es cometido en contra de una mujer. Existe un marco regulatorio muy amplio que obliga a las autoridades a investigar con perspectiva de género, acciones para combatir el feminicidio como tipo penal autónomo en relación con el delito de homicidio. Falta, por tanto, fortalecer el marco educativo e implementar las medidas sociales y económicas que propicien una mejor distribución del ingreso.
Se debe tener muy claro que impunidad del delito es sinónimo de tolerancia por parte del Estado y de la sociedad misma y, en consecuencia, que una situación así a lo único que nos lleva es a un sentimiento de desamparo, impotencia y falta de credibilidad en las instituciones. La supremacía del hombre sobre la mujer, la violencia y discriminación en su contra, y el feminicidio como delito, se deben desterrar del inconsciente colectivo, para ello replantear nuestra educación y visión de mundo es impostergable. 

Pendiente de publicar en Congresistas, periódico bimensual.

martes, 12 de septiembre de 2017

Ciudadanía y derechos humanos


¿Dónde está nuestro ADN de país de barro?*


Genaro González Licea


Duele ver a este país hundido en la barbarie. Unas personas muertas tiradas por aquí, otras por allá y otras más allá. Otras más descansan para siempre en fosas clandestinas, en el mar, en los ríos, en las selvas y en los valles. Personas sin rostro, almas desaparecidas en la nada, personas que en cada atardecer alguien recuerda con un rezo, una esperanza o un suspiro, con un deseo de saber que aún existen.

Me duele este país donde un grito equivale a una sentencia de muerte, donde la impunidad corre por oficio, por veredas y calles, por la indiferencia del otro que somos todos. Parecería que hemos perdido nuestro rostro. Que la corrupción y la pobreza es nuestra losa, igual que la acumulación enferma de riqueza, la búsqueda de dinero fácil y el caminar sin ver al otro, porque el otro, se piensa, es un mito social que ya no existe.

El Estado se esfuerza por reencausar las cosas. Dicta una ley tras otra y endurece, sin miramiento, las penas. Los resultados son nulos. Las fosas clandestinas siguen y siguen. Las peregrinaciones de dolientes encuentran una y otra y otra más. Su varilla sin descanso penetra las entrañas de la tierra. Fosas y desaparecidos son vientos negros que escurren por los ojos. En el llano y en la ciudad las flores nacen tristes y en el mar un quejido se enrosca al ver los ríos. Afligidos respiramos el polvo y el recuerdo de nuestros muertos. Una cruz se extiende en los párpados de los cuatro puntos cardinales de esta tierra donde los caminos son de espinas. En cada fosa secreta duerme asesinada una parte nuestra, y en cada desaparecido una parte de lo que somos se nos quita. Todos, de alguna manera, estamos desaparecidos y enterrados. Nuestra conciencia respira como el lamento de alguien que agoniza, de alguien que muere roído por sus culpas. La dictadura del horror nos aniquila.

Son miles y miles las personas encontradas en las fosas clandestinas, como miles son también las almas que están desaparecidas en este territorio democrático y de derecho. Son miles los muertos en esta ola de violencia. Las estadísticas se tambalean al respecto. El dato que más se escucha es el de doscientos mil asesinatos y treinta mil personas desaparecidas en un margen de diez años. Con el Jesús en la boca se aceptan las cifras dichas y se sigue picando el suelo, buscando, buscando. Y es así como nuevamente aparecen 250 cadáveres aquí, 500 allá, 13 más allá, 47 por acá. La cultura del horror, la ilegalidad y la indiferencia se hermanan como nunca.

Si esto de suyo es preocupante, más lo es el hecho de que, parecería que la gran mayoría de habitantes de mi país ya ven esta situación con gran naturalidad y sin sobresaltos. Nos han eliminado nuestra capacidad de sentir y, más todavía, de darnos cuenta que al morir o desaparecer el otro, algo de nosotros también muere y desaparece para siempre. Qué mejor lugar para sepultar nuestro silencio, nuestra dignidad carcomida por los años, que esa enorme sepultura abierta y enterrada que está en nosotros mismos.

Se han desbordado las instituciones, igual que el Estado de derecho. Sin embargo, yo creo aún en ellas, igual que en las tantas y tantas familias y asociaciones civiles que nunca se cansarán de buscar a los miles de desaparecidos, en realidad el pueblo entero está desaparecido desde hace mucho tiempo. Regresemos a las aulas y forjemos desde ahí nuestro destino. Que el Estado vea de frente a la educación desde la cuna es lo que pido.

Reclamo un proyecto de nación, dejemos éste donde parecería que pueblo, legalidad y democracia caminan separados. Será entonces, me parece, cuando realmente podamos desenterrar a nuestros muertos, a nuestros propios cráneos sepultados. Sí podemos despertar de esta fosa común que nos lastima, recobrar nuestra identidad y nuestro ADN de país de barro. Son tres los elementos para lograrlos, ya dije uno, regresar a un proyecto educativo en las aulas y en la cuna, el segundo es lo mismo y el tercero es igual. En suma, se requiere educación, educación y educación.

Sin ella difícilmente puede existir respeto a los derechos humanos, respeto a uno mismo y al otro. Solamente así, me parece, podemos reencontrar nuevamente nuestro ADN como país solidario que somos, enfrentarnos a nosotros mismos, a la ilicitud que nos lleva a la barbarie. Debemos tener claro, y perdón que lo repita, que las fosas de cadáveres en realidad están en cada ciudadano, en cada persona que fomenta las cadenas del miedo y del silencio. Cierto, en estas condiciones es un suicidio denunciar la delincuencia, pero no así el que tomemos nuevamente conciencia de lo que somos y podamos reiniciar nuestro ser y hacer en libertad.

En las zonas montañosas los cadáveres lloran al ver el sol caer desde lo lejos. Nadie los encontrará si no nos encontramos como país, como comunidad que somos. Repito, las fosas comunes están en cada casa, en cada cráneo existe una historia que es del otro y a la vez muy nuestra. Es por eso, quizá, que los cráneos de las fosas clandestinas quedarán incrustados en la historia para siempre. Son y serán asesinatos que no prescribirán nunca, ni en la ley, ni en la conciencia colectiva que todos somos.

Tal vez exagero al describir esta barbarie que vivimos. Pero así como veo las cosas, me parece que las fosas de las que hablo son ya un problema cultural, una forma cotidiana de ocultar nuestros actos a espaldas de la ley. La barbarie ha dominado a la conciencia. Los métodos de los que se ha valido son múltiples y variados, sería cruel y ocioso aquí nombrarlos. De ellos nos dan cuenta día a día las miles de noticias que uno ve y escucha en el desayuno, en la comida y en la cena. Todo es sangre y muerte, personas asesinadas y fosas clandestinas encontradas. Cadáveres abandonados entre escombros. Canibalismo educativo que me duele.

Lo cierto, entonces, es que en el hogar y en las aulas de la calle, se dan cita actos de iniciación sin remordimiento alguno. Ritos gremiales para formar parte de un grupo y ser por éste reconocido y defendido. Actos y acciones cuyo común denominador es la falta de respeto al ser humano, al otro, al que es necesario dominar para que yo al mismo tiempo sobreviva. El canibalismo y la barbarie es la lección de cada día.

Duele ver a este país hundido en la violencia, en la cultura de la violencia y en la falta de respeto al otro y a nosotros mismos. La educación escolar y familiar ha quedado como un juego de niños, como una herramienta para saber leer y escribir, y nada más. ¿Dónde está nuestro ADN de país de barro?, ¿cómo recobrarlo? La educación, como dije, sería el tema.

*Pendiente de publicarse en Congresistas, periódico bimensual. 

jueves, 7 de septiembre de 2017

Ciudadanía y sistema anticorrupción





A Jesús Aranda Terrones
In memoriam



La corrupción en mi país salta como agua en el caldero. Es tan aplastante, tan inmensa, que bien podemos decir que con ella respiramos, vivimos y morimos día a día, y generación tras generación.
Para enfrentarla, el Estado de vez en vez pone en el patíbulo a un servidor público, lo cual propicia que el pueblo tenga fiesta segura y se evapore la densa nube de corrupción existente. Esta puesta en el patíbulo, que manifiesta, por cierto, la voluntad política de hacerlo y el poder de fuerzas en las alturas, recuérdese que el poder se mide con el poder, no hay más, se ve acompañada, por lo general, de múltiples declaraciones, mesas de prensa, reuniones urgentes, toneladas de notas periodísticas que compiten con las de inseguridad y narcotráfico, y, por supuesto, se ve acompañada también de la concebida reforma o emisión de una norma que sancione, con escarmiento ejemplar, la corrupción cometida. En resumidas cuentas, todos ganan, menos el pueblo de a pie que vive en el subsuelo desdeñado y disociado por el Estado.
         Por lo común, las normas que se emiten al respecto son sancionadoras, contienen penas cada vez más severas, amenazas si bien ya no de pena de muerte, sí de buenos años de prisión, reparación de daños, pérdida del empleo, amonestación, destitución e inhabilitación por un tiempo determinado, de tal manera que, en estos momentos bien se puede decir que cada cosa y acto que se da cita en las instituciones públicas, desde el trámite de ventanilla hasta el uso de un transporte público por necesidades del servicio, está regulado por leyes, reglamentos, acuerdos, decretos, circulares, oficios, todos ellos con el debido sello y firma de autoridad competente. Espero que, no por ello, se actualice la ya tan conocida sentencia de Tácito que expresa: cuánto más corrupto es el Estado, más leyes tiene.
         A pesar del sinnúmero de leyes y marco normativo, lo cual regula, como dije, prácticamente cualquier hipótesis posible de actos de corrupción, se emitió un nuevo decreto sobre la materia, con el fin de combatir dicho antijurídico, desde el marco constitucional y desde un sistema que muestre el poderío del Estado. Me refiero al decreto por el que se reforman, adicionan y derogan diversas disposiciones de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en materia de combate a la corrupción. Dicho de manera coloquial, se emitieron reformas constitucionales en materia anticorrupción.
         Decreto de primordial importancia, toda vez que con su emisión el Estado reconoce ante el mundo, el grave problema de corrupción que vive nuestro país, y más todavía, que el marco de la legalidad para enfrentar la corrupción ha sido un rotundo fracaso, de ahí la estrategia de recurrir ahora al marco de la constitucionalidad para enfrentarla, marco en el cual solamente estaba señalada, era conceptual y genérica, ahora, además, es regulada en su operación misma.
Las reformas constitucionales en materia anticorrupción son de gran trascendencia y, naturalmente, las comparto y aplaudo, empero, a mi entender, tienen el alto riesgo de que pasen a la historia como una gran declaración política del Estado mexicano, como un acto de buenas intenciones. Entre otras razones, porque en ellas, según alcanzo a ver, no existe una institución realmente novedosa de combate a la corrupción, incluso ni la Fiscalía Especial. Todas las figuras jurídicas, las excepciones son pocas, han mostrado su inoperancia sobre el particular.
Quizá lo novedoso ahora sea la forma de coordinarse, ya no desde el ángulo de la legalidad, sino de la constitucionalidad, es decir, como sistema de Estado donde, por mandato constitucional, se coordinan las diversas autoridades competentes de todos los órdenes de gobierno, a fin de combatir la escandalosa corrupción que se vive. En los pasillos de las instituciones gubernamentales se da cita una vieja idea que lamentablemente se ha tomado como principio: “cuando no sepas que hacer, forma una comisión”, de esta manera, se enfrenta sin enfrentar el problema. Espero, sinceramente, que no sea el caso.
Doy una idea sobre el grado de complejidad que requiere coordinar un sistema integrado por, de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 113 constitucional, un comité coordinador (escúchese: titular de la Auditoría Superior de la Federación; titular de la Fiscalía Especializada en Combate a la Corrupción; titular de la Secretaría del Ejecutivo Federal responsable del control interno; presidente del Tribunal Federal de Justicia Administrativa; presidente del organismo previsto en la fracción VIII del artículo 6º constitucional; y el representante del Consejo de la Judicatura Federal), un Comité de participación ciudadana (compuesto por cinco ciudadanos), y sistemas locales anticorrupción que se traduce en lo siguiente: todas las entidades federativas establecerán sistemas locales anticorrupción, su objetivo será el coordinar a las autoridades locales competentes en la prevención, detección y sanción de responsabilidades administrativas y hechos de corrupción. En el entendido de que para llevar a cabo tal coordinación existe el dinero, el presupuesto para ello requerido.
         Cabe mencionar que el objetivo que persigue todo lo anterior, es continuar con el mandato constitucional, genérico y abstracto pero vigente desde 1917, de prevenir, detectar y sancionar administrativa y, en su caso, penalmente, a los responsables de hechos de corrupción y, por otra parte, fiscalizar y controlar los recursos públicos.
Debo agregar que la única posibilidad que percibo, extremadamente remota, por cierto, para que efectivamente se implemente el sistema nacional anticorrupción, no es el dinero que cuesta al Estado llevarla a cabo, sino que ese dinero es mucho menor al que está perdiendo el Estado por actos de corrupción, se habla que en nuestros días dicha pérdida equivale a nueve puntos del producto interno bruto, y como antecedente y medida en forma específica para un determinado núcleo de servidores públicos, se tiene que, según Transparency Internacional de 2011, artículo México’s Tragedy, en 2010 la corrupción supuso “2,750 millones de dólares de sobornos pagados a la policía y otros oficiales en tanto que el 95% de los crímenes violentos en México terminan irresueltos”.
Estimo, por otra parte y espero de verdad equivocarme, que al momento de emitir las reformas constitucionales contra la corrupción, se efectúo una lectura inadecuada de ésta y del contexto social donde se vive. La corrupción es un todo complejo que deriva de una forma específica de comportamiento social, económico y político de un país. En toda sociedad, democrática o dictatorial, existe corrupción. No hay sociedad, nos dice Carlos Castilla del Pino en un artículo que denominó democracia y corrupción, El País, 26 de junio de 1987, “sin su cuantía de corrupción en el plano de los intercambios sociales, es decir, de la que se denomina corrupción social. A cada forma de gobernación corresponde una cuantía e incluso una cualidad de corrupción, así como determinadas posibilidades de señalamiento y corrección. En último término, la corrupción a que me refiero consiste en la utilización de los mecanismos delegados de poder, que inevitablemente conlleva un puesto de gobierno en beneficio personal o de grupo; esto es, la corrupción deriva de una forma política determinada”.
Parecería, empero, que en mi país la norma, efectivamente, regula prácticamente todas las modalidades, habidas y por haber, del antijurídico que aquí abordamos, el problema se genera al momento de corregirla, pues el grado de corrupción al cual se ha llegado trastoca, según mi parecer, las esferas del poder y la dinámica de la sociedad misma. Es imposible corregir la corrupción con otro acto de corrupción, una ilegalidad con otra ilegalidad. Y la razón del porqué, desde donde veo las cosas, se ha llegado a lo anterior, se debe a que los altos índices de corrupción ya no se quedan en las cuestiones económicas o materiales, sino, además, se han anidado ya como una forma de ser normal y natural en la forma de ser y de pensar de un gran número de gobernantes y gobernados.
         Empresas y políticos generan cuantiosas pérdidas a la economía nacional, cuestión que hace también la dinámica de la economía informal, así como usuarios y empleados de ventanilla. La corrupción se hace presente, en suma, en todas las escalas y, por lo mismo, las medidas para enfrentarla, no solamente deben ser jurídicas y financieras, sino deben contemplar también los aspectos educativos, culturales, éticos (tanto de la ciudadanía como de los servidores públicos) y socioeconómicos del país, cosa que en el sistema nacional anticorrupción no lo percibo. Como ya dije, y espero equivocarme, por lo expuesto me parece que dicho sistema pasará a la historia como una gran declaración política del Estado mexicano, como un acto de fe y buenas intenciones.

Publicado en Congresistas, agosto de 2017.