lunes, 6 de febrero de 2017

Ciudadanía y derechos humanos*




El resígaro danza ya en el valle de los muertos


Genaro González Licea


Vivo la pérdida de una voz que jamás se volverá a escuchar en este mundo. Se fue a donde nacen los tiempos y la nada se acompaña con la nada. El resígaro partió para siempre de esta tierra. Su sonido danza ya en el valle de los muertos, en la sombra donde habitan los descarnados, en el zumbido de un aire que agoniza, en el débil riachuelo que duerme entre las piedras.
         Esta es la realidad. Desprotegidos por la globalidad cultural, el Estado y por nosotros mismos, los idiomas de nuestros ancestros poco a poco se diluyen en las sombras de la nada. La barbarie y la falta de respeto al otro se imponen día a día. El discurso integracionista es solamente una expresión política que nace y muere en el instante. No se entiende todavía que la cultura de nuestros antepasados es todavía muy nuestra.
         Una más de las lenguas indígenas se ha ido. Su tono, desde ahora, se une a los múltiples colores donde duerme desnudo el infinito, el recuerdo de un paladar dormido, el aroma de una cultura tallada en piedra. Símbolos secos, petrificados, fríos y distantes, como muertos en jade sepultados. “No para siempre en la tierra: sólo un poco aquí. Aunque sea de jade se quiebra, aunque sea de oro se rompe, aunque sea plumaje de quetzal se desgarra. No para siempre en la tierra: sólo un poco aquí”, diría Netzahualcóyotl en uno de sus cantos.
         Murió el resígaro. Idioma ancestral de color turquesa y de olor a caña, a café, a tierra y hierba, a rocío amoroso tendido en la luz de madrugada, en la neblina que por las noches cobija la soledad del mar. Su voz, su canto y su palabra, se fueron a la profundidad de los tiempos del tiempo, allá lejos, muy lejos, donde la nada como nada existe.
         Por los siglos de los siglos ya nadie reproducirá ni su canto ni su voz de mil colores. Adiós al sonido parte bora, parte ocaina, parte murui-muinani. Me lo dice al oído la lechuza, el musgo de la piedra, la sequedad del polvo, el silbido de la yerba y la tierra por la tierra sepultada. El resígaro murió. Entre los ríos Caquetá y Putumayo emitió su último suspiro. Perú fue su tumba. Colombia y Brasil los cirios en su funeral.
         Durante siglos, seis por lo menos dicen los que saben, el resígaro vivió entre flores, árboles y piedras. Entre humo, ritos y ese sereno caminar, parecido, quizá, al silencio amarillento que refleja sin saberlo el Amazonas. Su amor y sus costumbres han quedado pegados en los signos que adornan lo mudo de las piedras. En los colmillos de colores dibujados en las máscaras sin ojos, en las flores, en la selva, en el agua, en el barro donde niños, hombres y mujeres pisaron por siempre la tierra de esta tierra.
         El resígaro ya no se escuchará más en este mundo. Será recordado, sin embargo, al deslizarse una canoa entre los dedos del río amazonas, al ver a un niño brincar igual que un sapo, o a una mujer con su ombligo rojo atando el infinito.
         Sí, estoy en duelo. Estoy en duelo de mi propia muerte. La última indígena hablante del resígaro fue asesinada y, con ella, el idioma, la lengua, el sonido universal que pertenece a todos. “Se encontraron los restos de la anciana en una chacra (tierra de cultivo). Sin cabeza ni corazón: eso ha sido cortado con machete”, leo con tristeza estas palabras en el periódico El país de 21 de diciembre de 2016. Sucedió, se dice, “a fines de noviembre en la comunidad de Nueva Esperanza, en la selva norte de Perú”.
         Está herido mi derecho a conocer una parte de mi historia, mi derecho a preservar la diversidad de mis raíces, no utilizo la palabra nuestras que puede ofender a linajes sobrepuestos. Es evidente la política del desprecio y del desdén a lo indígena que somos. Nos avergonzamos de nosotros mismos. Personas de arcilla y de maíz, de palabra pluricultural, plurilingüe y multiétnica.
         Hoy enterramos al resígaro, mañana a otros más (al aguacateco, al kiliwa y al ixil, por ejemplo), treinta por año se calcula, doscientos años para desaparecer con mis raíces de lo que soy y jamás volveré a ser. Todo indica que mi pasado colectivo morirá de soledad y olvido. Que nuestra cultura flotará con sus pies descalzos en un lugar inexistente. Que nada dirán ya los rojizos tatuajes en la cara, el ritual de plumas danzando entre la tierra y los gritos amarillos imitando a un girasol.
         Con estas líneas despido el sonido de un idioma que ya no se escuchará sobre la tierra. Sea mi duelo el duelo de mi propio duelo. El resígaro fue una voz que creció como un canto salpicado de colores: rojo, amarillo, azul, purpura encendido. Fue un sonido que nació y creció en una jícara con tierra, en un cráneo sin ojos, en los poros del universo y de la humanidad toda.
         Nada hicimos, ni el Estado, ni tú ni yo ni nadie, para que viviera. 

*Pendiente de publicar en Congresistas, periódico bimensual.