El resígaro
danza ya en el valle de los muertos
Genaro González Licea
Vivo la pérdida de una voz que jamás se volverá a
escuchar en este mundo. Se fue a donde nacen los tiempos y la nada se acompaña
con la nada. El resígaro partió para siempre de esta tierra. Su sonido danza ya
en el valle de los muertos, en la sombra donde habitan los descarnados, en el
zumbido de un aire que agoniza, en el débil riachuelo que duerme entre las
piedras.
Esta es
la realidad. Desprotegidos por la globalidad cultural, el Estado y por nosotros
mismos, los idiomas de nuestros ancestros poco a poco se diluyen en las sombras
de la nada. La barbarie y la falta de respeto al otro se imponen día a día. El
discurso integracionista es solamente una expresión política que nace y muere
en el instante. No se entiende todavía que la cultura de nuestros antepasados
es todavía muy nuestra.
Una más
de las lenguas indígenas se ha ido. Su tono, desde ahora, se une a los
múltiples colores donde duerme desnudo el infinito, el recuerdo de un paladar
dormido, el aroma de una cultura tallada en piedra. Símbolos secos,
petrificados, fríos y distantes, como muertos en jade sepultados. “No para
siempre en la tierra: sólo un poco aquí. Aunque sea de jade se quiebra, aunque
sea de oro se rompe, aunque sea plumaje de quetzal se desgarra. No para siempre
en la tierra: sólo un poco aquí”, diría Netzahualcóyotl en uno de sus cantos.
Murió el
resígaro. Idioma ancestral de color turquesa y de olor a caña, a café, a tierra
y hierba, a rocío amoroso tendido en la luz de madrugada, en la neblina que por
las noches cobija la soledad del mar. Su voz, su canto y su palabra, se fueron a
la profundidad de los tiempos del tiempo, allá lejos, muy lejos, donde la nada
como nada existe.
Por los
siglos de los siglos ya nadie reproducirá ni su canto ni su voz de mil colores.
Adiós al sonido parte bora, parte ocaina, parte murui-muinani. Me lo dice al
oído la lechuza, el musgo de la piedra, la sequedad del polvo, el silbido de la
yerba y la tierra por la tierra sepultada. El resígaro murió. Entre los ríos
Caquetá y Putumayo emitió su último suspiro. Perú fue su tumba. Colombia y
Brasil los cirios en su funeral.
Durante
siglos, seis por lo menos dicen los que saben, el resígaro vivió entre flores,
árboles y piedras. Entre humo, ritos y ese sereno caminar, parecido, quizá, al silencio
amarillento que refleja sin saberlo el Amazonas. Su amor y sus costumbres han
quedado pegados en los signos que adornan lo mudo de las piedras. En los
colmillos de colores dibujados en las máscaras sin ojos, en las flores, en la
selva, en el agua, en el barro donde niños, hombres y mujeres pisaron por
siempre la tierra de esta tierra.
El
resígaro ya no se escuchará más en este mundo. Será recordado, sin embargo, al
deslizarse una canoa entre los dedos del río amazonas, al ver a un niño brincar
igual que un sapo, o a una mujer con su ombligo rojo atando el infinito.
Sí,
estoy en duelo. Estoy en duelo de mi propia muerte. La última indígena hablante
del resígaro fue asesinada y, con ella, el idioma, la lengua, el sonido
universal que pertenece a todos. “Se encontraron los restos de la anciana en
una chacra (tierra de cultivo). Sin
cabeza ni corazón: eso ha sido cortado con machete”, leo con tristeza estas
palabras en el periódico El país de
21 de diciembre de 2016. Sucedió, se dice, “a fines de noviembre en la
comunidad de Nueva Esperanza, en la selva norte de Perú”.
Está
herido mi derecho a conocer una parte de mi historia, mi derecho a preservar la
diversidad de mis raíces, no utilizo la palabra nuestras que puede ofender a linajes sobrepuestos. Es evidente la
política del desprecio y del desdén a lo indígena que somos. Nos avergonzamos
de nosotros mismos. Personas de arcilla y de maíz, de palabra pluricultural,
plurilingüe y multiétnica.
Hoy
enterramos al resígaro, mañana a otros más (al aguacateco, al kiliwa y al ixil,
por ejemplo), treinta por año se calcula, doscientos años para desaparecer con
mis raíces de lo que soy y jamás volveré a ser. Todo indica que mi pasado
colectivo morirá de soledad y olvido. Que nuestra cultura flotará con sus pies
descalzos en un lugar inexistente. Que nada dirán ya los rojizos tatuajes en la
cara, el ritual de plumas danzando entre la tierra y los gritos amarillos
imitando a un girasol.
Con
estas líneas despido el sonido de un idioma que ya no se escuchará sobre la
tierra. Sea mi duelo el duelo de mi propio duelo. El resígaro fue una voz que
creció como un canto salpicado de colores: rojo, amarillo, azul, purpura
encendido. Fue un sonido que nació y creció en una jícara con tierra, en un
cráneo sin ojos, en los poros del universo y de la humanidad toda.
Nada
hicimos, ni el Estado, ni tú ni yo ni nadie, para que viviera.
*Pendiente de publicar en Congresistas, periódico bimensual.