viernes, 12 de mayo de 2017

El día del trabajo o el recuerdo del derecho perdido*




Genaro González Licea


Naturalmente que el derecho laboral es tan humano y vigente en nuestro país, como el sinnúmero de derechos contenidos implícita y explícitamente en nuestra Carta Magna. El problema no radica ahí, sino en la incapacidad del Estado y del sistema reproductivo de capital para generar los empleos necesarios para un mejor bienestar social y distribución del ingreso.

Es lógico suponer que si una empresa abre sus puertas, genera, paralelamente, una necesidad de empleo, sin embargo, el Estado y las empresas existentes han perdido su capacidad de hacerlo. El mercado laboral no se identifica con las necesidades de la reproducción del dinero. Los jóvenes en edad de trabajar, entre otros sectores, pueden proporcionar el mejor comentario al respecto.

Situación lamentable, pero lógica, puesto que el Estado y el sector económico del país se sustentan, cada vez más, en una plataforma de desigualdad económica y, en consecuencia, en una desigualdad social, cultural y ética.

El 1 de mayo es una fecha propicia para recordar lo anterior. Es un día simbólico que permite tener presente, como mínimo, dos puntos. El que se encauza en un contexto de lucha por establecer una jornada laboral de ocho horas y nos remite a los acontecimientos sangrientos del 1 de mayo de 1886 de Chicago, movimiento, por cierto, dirigido por migrantes europeos, especialmente alemanes, con una conciencia social y participación política más que evidente.

Lo digo para recuperar la memoria, eran migrantes que directa o indirectamente, cito a Juan María Alponte (el 1 de mayo: la fuerza de la moderación, El Universal, 3 de mayo de 2006), eran herederos de la “Revolución de 1848 y de la Internacional Socialista de 1864. La corriente moderada (frente a la tendencia anarquista y socialista-revolucionaria) fue desbordada, también, por la violencia de los empresarios y la policía”. Muertos, heridos y juicios sin respetar el debido proceso, que llevó a condenas y penas de muerte, fue el resultante. 

      El otro hecho a recordar en esta fecha y en un Estado constitucional y democrático, es la decisión de la mayoría del sector obrero de integrarse y evitar cualquier confrontación, retomo el citado artículo de Alponte, “aunque es cierto, existen diversas proposiciones en el conjunto, lo decisivo es que han aprendido la lección, inmensa, que Gandhi traspasó a Martin Luther King y que, en consecuencia, la defensa de sus derechos ha tenido un nivel inatacable”. 

Estos dos puntos básicos, de otros más, por supuesto, parecerían, sin embargo, que caminan en el olvido ante la evidente desigualdad social que vivimos y las inadecuadas políticas públicas que se han implementado para revertir mínimamente dicho problema. 

Es indispensable que el Estado mexicano asuma su papel y responsabilidad social y política que le corresponde. Por ejemplo, ya no digamos en cuanto al empleo mal pagado que es todo un tema, la clásica política de competir con mano de obra barata, ni en cuanto a la corrupción tan vergonzosa que se grita, sino solamente por lo que se refiere al tema de las personas que emigran y al tema de la violencia. 

Bien se puede decir que si un mexicano emigra se debe, en gran parte, a la incapacidad de nuestro Estado de generar empleos suficientes y proporcionales a la demanda demográfica, pongamos por caso que hace tres años se esperaba crear un promedio de 500,000 nuevos empleos al año, cuando, en contra partida, era necesario generar 1,200.000 para atender a la demanda en cuestión. 

Ello significa, por una parte, que un gran número de mexicanos fueron expulsados al mercado informal para poder subsistir y, por otra, que no será uno el que ejerza su derecho de emigrar, sino que, en forma acumulada, serán millones los que emigren para enfrentar su situación económica (para unos, en dos mil seis, eran ya 11 millones, para otros 12, según refiere Alponte en el artículo ya citado). Al margen de la exactitud de la cifra, todo nos lleva a decir que la política seguida en este rubro fue, es y tal vez será, en lo principal, la de disfrutar remesas y revivir pueblos e instituciones. La generación de empleo de acuerdo con las necesidades nacionales es una ilusión que duele, situación más que lamentable.

Por lo que hace al comportamiento del Estado en relación con el tema de la violencia que se vive en nuestro país y se incrementa, entre otras causas, por la pobreza y lo rentable del comercio informal, se tiene que sin asomarse a enfrentar las causas sino única y exclusivamente los efectos, el Estado mexicano ha enfrentado la violencia en las últimas dos décadas con el fusil en la mano y la confluencia, más de una vez desordenada, de las fuerzas federales y locales para combatirla. El resultado es desolador. 

Se tiene que los índices de homicidios siguen causando pánico e inseguridad a la población (en febrero de 2007 la tasa de asesinatos fue de 5,7 por cada 100.000 habitantes, en mayo de 2011 dicha tasa fue de 26,4; es decir, 2,627 homicidios, en tanto que en marzo de 2017 fueron 2,256 asesinatos, una tasa de 21,3 por cada 100.000 habitantes. Datos obtenidos de El País de 5 de mayo de 2017, artículo: Peña Nieto pide esfuerzos para luchar contra la violencia), asimismo, que el sector de la delincuencia organizada, alimentado por la falta de creación de empleo y el mercado informal, cobra cada vez más mayor importancia económica. 

         ¿Cuántas personas viven del trabajo informal?, ¿cuántas trabajan para la delincuencia organizada? Carezco de la información en estos momentos para contestar ambas preguntas, empero, en relación con la segunda, recuerdo un artículo publicado en la revista Time de julio de 2011, citado por Alponte en: in memoriam: “83 ejecutados en 48 horas”, donde se dice que solamente en Juárez se estima que alrededor de 10,000 mexicanos trabajaban para los cárteles de la droga. 

         Por otra parte, en todo lo ancho y largo del país hay hombres, niños y mujeres de amapola. En todas partes hay montañas de guerrero, pobreza que duele hasta los huesos, familias enteras que han encontrado en la siembra, rayado, recolección y limpia de amapola, su actividad para mantenerse.

El país entero está sembrado de pobreza, es la lengua oficial de los olvidados del Estado, en el caso me centro en un lugar de La Montaña de Guerrero, donde, según el reportaje de El Universal, mujeres de amapola, martes 21 de marzo de 2017, se habla tu’un savi. Ahí, entre las mujeres hay una que “para poder construir su casa de material, María, una indígena na savi, tuvo que dedicarse a la siembra de amapola, oficio que aprendió de su esposo. Hace siete años su pareja partió a Estados Unidos en busca de trabajo, pues su familia se endeudó con 40 mil pesos por una enfermedad que contrajo su hija de dos años”. Esta historia se repite como espejo en la población mexicana de ropa gastada pero limpia, sin importar sexo y edades, es una forma de subsistencia, una forma de vida ya. El derecho del trabajo, como está en la ley, se escurre avergonzado ante la realidad que vivimos. 

         De esta manera, migración, violencia y pobreza, son temas, entre muchos otros, que reflejan tanto la enorme desigualdad en la distribución del ingreso que vive mi país, como la gran necesidad de generar empleo y, de esta manera, tener motivos para festejar el día del trabajo y no para recordar un derecho que parecería perdido. 

*Pendiente de publicar en Congresistas, periódico bimensual. 

El miedo como estructura de poder*




Genaro González Licea


Se han ido las tardes apacibles de provincia, el café en las plazas al esconderse el sol. Ahora impera una atmósfera de miedo. Una persecución que la sentimos pegada en nuestra espalda. Se respira un fantasma de polvo funerario, un ambiente de acoso en nuestra vida cotidiana. Parecería que caminamos exiliados en nuestras viejas calles de infancia y juventud. Parecería también, que si ahora queremos caminarlas debemos de pagar un derecho de paso, un derecho comunitario que la propia comunidad rechaza. 

         ¿A quién se le paga?, ¿quién es el rey que ordena ese tributo? Nadie lo sabe con certeza. Las palabras de cuchillo nos dejan mudos, el ojo de las armas nos ata las palabras. A plena luz del sol se nos ordena quedarnos quietos y mudos. De hablar o denunciar las vejaciones que vivimos, peligra la familia, uno, por supuesto, ni se diga. El “derecho de piso se da”, la extorsión se paga. Nos sentimos violados, impotentes e indefensos. Nos sentimos más solos que nunca enfrentando nuestra propia suerte.

         El miedo ya no es solamente el miedo. Es ahora una estructura de poder, un ejercicio de dominio, una dominación que impregna la vida cotidiana. Un chantaje que nos mueve cuan basura por el viento. La cultura de la violencia y del miedo en plenitud. Todos nos cuidamos de todos, sospechamos del cura y del cartero, del campesino y del estudiante, del policía y del ama de casa y, por si fuera poco, desconfiamos ya hasta de nosotros mismos. El miedo transita por las calles, por las casas, por las iglesias y los parques. El miedo como estructura de poder se sobrepuso a las instituciones. El poder se mide con el poder. Nuestro Estado de derecho no está en su mejor momento.

         Vivimos como secuestrados. Caminamos como desconocidos en una ciudad que ya no es nuestra. Somos migrantes en nuestro propio país. Sombras clavadas en silencio, fantasmas que nadie sabrá su nombre. Personas que en la clandestinidad agigantan el poder de un tirano que nunca sabremos a ciencia cierta dónde está, quién es, dónde habita. Es el poder en potencia estructurado y perfectamente organizado. Es el miedo como cultura de poder que domina tanto a una ciudad como a un simple mortal cualquiera.

         Ya nadie está seguro en ningún lugar. Hace días el Norte de Ciudad Juárez publicó su última edición, antes que él, seguramente en todo el país, miles de negocios cerraron, de la misma manera, quizá, igual número de personas se vieron amenazadas y huyeron de sus casas para arribar, sin saberlo, a otra igual. Las estadísticas bailan al tocar el tema. Parecería que la sociedad ha caído derrotada, y con ella, ciudadanos indefensos, personas de carne y hueso, al mismo tiempo que sus instituciones democráticas y de derecho. Parecería también que, en estos momentos, es inexistente el derecho humano de vivir sin temor alguno, que ese derecho no existe ya, vive exiliado en otro mundo y en nosotros mismos.

         Efectivamente, el miedo como estructura de poder se sobrepuso a la ciudadanía y a sus instituciones. Es un miedo que día a día será cada vez más fuerte, tan fuerte como nosotros, simples mortales de a pié, tengamos también cada vez más miedo al miedo. Me parece que en una situación así nosotros mismos le damos sentido al miedo, de alguna manera justificamos su actuación.

        Por supuesto, de ninguna manera planteo valentonadas y encarar a las personas concretas que lo propician. Plantear una cosa así sería un suicidio. Lo que digo es (citando unas palabras de don Carlos Castilla del Pino sobre este punto, miedo y ambigüedad, El País, 21 de julio de 1997), que el miedo puede tener justificación, pero una cosa es el miedo como actitud individual y otra el miedo como actitud de colectividad, superable con formas de organización ciudadana no agresivas, pero exteriorizables. Su eficacia no es simplemente testimonial, sino demostrativa de que no se está en silencio, de que no se renuncia a la ciudad. Cosa que comparto.

         Mi país es un todo complejo que constitucionalmente está por la paz y no por la guerra y la violencia. Está por el respeto al otro y a nosotros mismos, por la tolerancia para vivir en comunidad. El artículo tercero constitucional lo dice claramente. Todo individuo tiene derecho a recibir educación, y agrega dos cuestiones que de ninguna manera deben pasar desapercibidas.

En primer lugar, que la educación que imparta el Estado tenderá a desarrollar armónicamente, todas las facultades del ser humano y fomentará en él, a la vez, el amor a la patria, el respeto a los derechos humanos y la conciencia de la solidaridad internacional, en la independencia y en la justicia y, en segundo lugar, que la educación contribuirá a la mejor convivencia humana, tanto por los elementos que aporte a fin de robustecer en el educando, junto con el aprecio para la dignidad de la persona y la integridad de la persona y la integridad de la familia. La convicción del interés general de la sociedad, cuanto por el cuidado que ponga en sustentar los ideales de fraternidad e igualdad de derechos de todos los hombres, evitando los privilegios de razas, de religión, de grupos, de sexos o de individuos.

         Sobre esta línea me pronuncio. Reclamo que las instituciones se configuren como verdaderos contrapesos de las organizaciones que fomentan el miedo a la ciudadanía, que actúen sin ambigüedades y cumplan con su responsabilidad pública, con la razón de ser de su existencia.

         Retomo nuevamente una idea de Castilla del Pino expuesta en el artículo antes referido, él dice que “frente al mal olor y la podredumbre de los grupos de desalmados, los de los pacifistas muestran quiénes son y a todos nos enseñan lo que se debe y se puede ser”, a ello, agrego, por medio sí de las organizaciones pacifistas, pero también y por sobre todas las cosas, por medio de las instituciones de un Estado democrático y de derecho.

         Para el temor degradante, para el mecanismo de poder que ha propiciado el miedo en las personas para dominarlas, reclamo el actuar de las instituciones, estimo que tanto los reclamos individuales como de organizaciones pacifistas, en estos momentos, ya son insuficientes. Ya no hablamos de cualquier miedo, hablamos de que la estructura de poder fomentadora del miedo, ya generó lo que bien se puede denominar “una cultura del miedo” y, ante ella, el medio idóneo para revertirla es la intervención, insisto, del Estado. 

* Artículo publicado en Consgresistas, periódico bimensual, abril de 2017.