¿Dónde está nuestro ADN de país de barro?*
Genaro González Licea
Duele ver a este país hundido en la barbarie. Unas personas muertas
tiradas por aquí, otras por allá y otras más allá. Otras más descansan para
siempre en fosas clandestinas, en el mar, en los ríos, en las selvas y en los
valles. Personas sin rostro, almas desaparecidas en la nada, personas que en
cada atardecer alguien recuerda con un rezo, una esperanza o un suspiro, con un
deseo de saber que aún existen.
Me duele este país donde un grito equivale a una sentencia de muerte,
donde la impunidad corre por oficio, por veredas y calles, por la indiferencia
del otro que somos todos. Parecería que hemos perdido nuestro rostro. Que la
corrupción y la pobreza es nuestra losa, igual que la acumulación enferma de
riqueza, la búsqueda de dinero fácil y el caminar sin ver al otro, porque el
otro, se piensa, es un mito social que ya no existe.
El Estado se esfuerza por reencausar las cosas. Dicta una ley tras otra
y endurece, sin miramiento, las penas. Los resultados son nulos. Las fosas
clandestinas siguen y siguen. Las peregrinaciones de dolientes encuentran una y
otra y otra más. Su varilla sin descanso penetra las entrañas de la tierra. Fosas
y desaparecidos son vientos negros que escurren por los ojos. En el llano y en
la ciudad las flores nacen tristes y en el mar un quejido se enrosca al ver los
ríos. Afligidos respiramos el polvo y el recuerdo de nuestros muertos. Una cruz
se extiende en los párpados de los cuatro puntos cardinales de esta tierra
donde los caminos son de espinas. En cada fosa secreta duerme asesinada una
parte nuestra, y en cada desaparecido una parte de lo que somos se nos quita. Todos,
de alguna manera, estamos desaparecidos y enterrados. Nuestra conciencia respira
como el lamento de alguien que agoniza, de alguien que muere roído por sus culpas.
La dictadura del horror nos aniquila.
Son miles y miles las personas encontradas en las fosas clandestinas,
como miles son también las almas que están desaparecidas en este territorio
democrático y de derecho. Son miles los muertos en esta ola de violencia. Las
estadísticas se tambalean al respecto. El dato que más se escucha es el de doscientos
mil asesinatos y treinta mil personas desaparecidas en un margen de diez años. Con
el Jesús en la boca se aceptan las cifras dichas y se sigue picando el suelo,
buscando, buscando. Y es así como nuevamente aparecen 250 cadáveres aquí, 500
allá, 13 más allá, 47 por acá. La cultura del horror, la ilegalidad y la
indiferencia se hermanan como nunca.
Si esto de suyo es preocupante, más lo es el hecho de que, parecería que
la gran mayoría de habitantes de mi país ya ven esta situación con gran naturalidad
y sin sobresaltos. Nos han eliminado nuestra capacidad de sentir y, más
todavía, de darnos cuenta que al morir o desaparecer el otro, algo de nosotros también
muere y desaparece para siempre. Qué mejor lugar para sepultar nuestro
silencio, nuestra dignidad carcomida por los años, que esa enorme sepultura
abierta y enterrada que está en nosotros mismos.
Se han desbordado las instituciones, igual que el Estado de derecho. Sin
embargo, yo creo aún en ellas, igual que en las tantas y tantas familias y asociaciones
civiles que nunca se cansarán de buscar a los miles de desaparecidos, en
realidad el pueblo entero está desaparecido desde hace mucho tiempo. Regresemos
a las aulas y forjemos desde ahí nuestro destino. Que el Estado vea de frente a
la educación desde la cuna es lo que pido.
Reclamo un proyecto de nación, dejemos éste donde parecería que pueblo,
legalidad y democracia caminan separados. Será entonces, me parece, cuando
realmente podamos desenterrar a nuestros muertos, a nuestros propios cráneos
sepultados. Sí podemos despertar de esta fosa común que nos lastima, recobrar
nuestra identidad y nuestro ADN de país de barro. Son tres los elementos para
lograrlos, ya dije uno, regresar a un proyecto educativo en las aulas y en la
cuna, el segundo es lo mismo y el tercero es igual. En suma, se requiere
educación, educación y educación.
Sin ella difícilmente puede existir respeto a los derechos humanos,
respeto a uno mismo y al otro. Solamente así, me parece, podemos reencontrar
nuevamente nuestro ADN como país solidario que somos, enfrentarnos a nosotros
mismos, a la ilicitud que nos lleva a la barbarie. Debemos tener claro, y
perdón que lo repita, que las fosas de cadáveres en realidad están en cada
ciudadano, en cada persona que fomenta las cadenas del miedo y del silencio.
Cierto, en estas condiciones es un suicidio denunciar la delincuencia, pero no
así el que tomemos nuevamente conciencia de lo que somos y podamos reiniciar nuestro
ser y hacer en libertad.
En las zonas montañosas los cadáveres lloran al ver el sol caer desde lo
lejos. Nadie los encontrará si no nos encontramos como país, como comunidad que
somos. Repito, las fosas comunes están en cada casa, en cada cráneo existe una
historia que es del otro y a la vez muy nuestra. Es por eso, quizá, que los cráneos
de las fosas clandestinas quedarán incrustados en la historia para siempre. Son
y serán asesinatos que no prescribirán nunca, ni en la ley, ni en la conciencia
colectiva que todos somos.
Tal vez exagero al describir esta barbarie que vivimos. Pero así como
veo las cosas, me parece que las fosas de las que hablo son ya un problema
cultural, una forma cotidiana de ocultar nuestros actos a espaldas de la ley. La
barbarie ha dominado a la conciencia. Los métodos de los que se ha valido son
múltiples y variados, sería cruel y ocioso aquí nombrarlos. De ellos nos dan
cuenta día a día las miles de noticias que uno ve y escucha en el desayuno, en
la comida y en la cena. Todo es sangre y muerte, personas asesinadas y fosas
clandestinas encontradas. Cadáveres abandonados entre escombros. Canibalismo
educativo que me duele.
Lo cierto, entonces, es que en el hogar y en las aulas de la calle, se
dan cita actos de iniciación sin remordimiento alguno. Ritos gremiales para formar
parte de un grupo y ser por éste reconocido y defendido. Actos y acciones cuyo
común denominador es la falta de respeto al ser humano, al otro, al que es
necesario dominar para que yo al mismo tiempo sobreviva. El canibalismo y la
barbarie es la lección de cada día.
Duele ver a este país hundido en la violencia, en la cultura de la
violencia y en la falta de respeto al otro y a nosotros mismos. La educación
escolar y familiar ha quedado como un juego de niños, como una herramienta para
saber leer y escribir, y nada más. ¿Dónde está nuestro ADN de país de barro?,
¿cómo recobrarlo? La educación, como dije, sería el tema.
*Pendiente de publicarse en Congresistas, periódico bimensual.