martes, 12 de septiembre de 2017

Ciudadanía y derechos humanos


¿Dónde está nuestro ADN de país de barro?*


Genaro González Licea


Duele ver a este país hundido en la barbarie. Unas personas muertas tiradas por aquí, otras por allá y otras más allá. Otras más descansan para siempre en fosas clandestinas, en el mar, en los ríos, en las selvas y en los valles. Personas sin rostro, almas desaparecidas en la nada, personas que en cada atardecer alguien recuerda con un rezo, una esperanza o un suspiro, con un deseo de saber que aún existen.

Me duele este país donde un grito equivale a una sentencia de muerte, donde la impunidad corre por oficio, por veredas y calles, por la indiferencia del otro que somos todos. Parecería que hemos perdido nuestro rostro. Que la corrupción y la pobreza es nuestra losa, igual que la acumulación enferma de riqueza, la búsqueda de dinero fácil y el caminar sin ver al otro, porque el otro, se piensa, es un mito social que ya no existe.

El Estado se esfuerza por reencausar las cosas. Dicta una ley tras otra y endurece, sin miramiento, las penas. Los resultados son nulos. Las fosas clandestinas siguen y siguen. Las peregrinaciones de dolientes encuentran una y otra y otra más. Su varilla sin descanso penetra las entrañas de la tierra. Fosas y desaparecidos son vientos negros que escurren por los ojos. En el llano y en la ciudad las flores nacen tristes y en el mar un quejido se enrosca al ver los ríos. Afligidos respiramos el polvo y el recuerdo de nuestros muertos. Una cruz se extiende en los párpados de los cuatro puntos cardinales de esta tierra donde los caminos son de espinas. En cada fosa secreta duerme asesinada una parte nuestra, y en cada desaparecido una parte de lo que somos se nos quita. Todos, de alguna manera, estamos desaparecidos y enterrados. Nuestra conciencia respira como el lamento de alguien que agoniza, de alguien que muere roído por sus culpas. La dictadura del horror nos aniquila.

Son miles y miles las personas encontradas en las fosas clandestinas, como miles son también las almas que están desaparecidas en este territorio democrático y de derecho. Son miles los muertos en esta ola de violencia. Las estadísticas se tambalean al respecto. El dato que más se escucha es el de doscientos mil asesinatos y treinta mil personas desaparecidas en un margen de diez años. Con el Jesús en la boca se aceptan las cifras dichas y se sigue picando el suelo, buscando, buscando. Y es así como nuevamente aparecen 250 cadáveres aquí, 500 allá, 13 más allá, 47 por acá. La cultura del horror, la ilegalidad y la indiferencia se hermanan como nunca.

Si esto de suyo es preocupante, más lo es el hecho de que, parecería que la gran mayoría de habitantes de mi país ya ven esta situación con gran naturalidad y sin sobresaltos. Nos han eliminado nuestra capacidad de sentir y, más todavía, de darnos cuenta que al morir o desaparecer el otro, algo de nosotros también muere y desaparece para siempre. Qué mejor lugar para sepultar nuestro silencio, nuestra dignidad carcomida por los años, que esa enorme sepultura abierta y enterrada que está en nosotros mismos.

Se han desbordado las instituciones, igual que el Estado de derecho. Sin embargo, yo creo aún en ellas, igual que en las tantas y tantas familias y asociaciones civiles que nunca se cansarán de buscar a los miles de desaparecidos, en realidad el pueblo entero está desaparecido desde hace mucho tiempo. Regresemos a las aulas y forjemos desde ahí nuestro destino. Que el Estado vea de frente a la educación desde la cuna es lo que pido.

Reclamo un proyecto de nación, dejemos éste donde parecería que pueblo, legalidad y democracia caminan separados. Será entonces, me parece, cuando realmente podamos desenterrar a nuestros muertos, a nuestros propios cráneos sepultados. Sí podemos despertar de esta fosa común que nos lastima, recobrar nuestra identidad y nuestro ADN de país de barro. Son tres los elementos para lograrlos, ya dije uno, regresar a un proyecto educativo en las aulas y en la cuna, el segundo es lo mismo y el tercero es igual. En suma, se requiere educación, educación y educación.

Sin ella difícilmente puede existir respeto a los derechos humanos, respeto a uno mismo y al otro. Solamente así, me parece, podemos reencontrar nuevamente nuestro ADN como país solidario que somos, enfrentarnos a nosotros mismos, a la ilicitud que nos lleva a la barbarie. Debemos tener claro, y perdón que lo repita, que las fosas de cadáveres en realidad están en cada ciudadano, en cada persona que fomenta las cadenas del miedo y del silencio. Cierto, en estas condiciones es un suicidio denunciar la delincuencia, pero no así el que tomemos nuevamente conciencia de lo que somos y podamos reiniciar nuestro ser y hacer en libertad.

En las zonas montañosas los cadáveres lloran al ver el sol caer desde lo lejos. Nadie los encontrará si no nos encontramos como país, como comunidad que somos. Repito, las fosas comunes están en cada casa, en cada cráneo existe una historia que es del otro y a la vez muy nuestra. Es por eso, quizá, que los cráneos de las fosas clandestinas quedarán incrustados en la historia para siempre. Son y serán asesinatos que no prescribirán nunca, ni en la ley, ni en la conciencia colectiva que todos somos.

Tal vez exagero al describir esta barbarie que vivimos. Pero así como veo las cosas, me parece que las fosas de las que hablo son ya un problema cultural, una forma cotidiana de ocultar nuestros actos a espaldas de la ley. La barbarie ha dominado a la conciencia. Los métodos de los que se ha valido son múltiples y variados, sería cruel y ocioso aquí nombrarlos. De ellos nos dan cuenta día a día las miles de noticias que uno ve y escucha en el desayuno, en la comida y en la cena. Todo es sangre y muerte, personas asesinadas y fosas clandestinas encontradas. Cadáveres abandonados entre escombros. Canibalismo educativo que me duele.

Lo cierto, entonces, es que en el hogar y en las aulas de la calle, se dan cita actos de iniciación sin remordimiento alguno. Ritos gremiales para formar parte de un grupo y ser por éste reconocido y defendido. Actos y acciones cuyo común denominador es la falta de respeto al ser humano, al otro, al que es necesario dominar para que yo al mismo tiempo sobreviva. El canibalismo y la barbarie es la lección de cada día.

Duele ver a este país hundido en la violencia, en la cultura de la violencia y en la falta de respeto al otro y a nosotros mismos. La educación escolar y familiar ha quedado como un juego de niños, como una herramienta para saber leer y escribir, y nada más. ¿Dónde está nuestro ADN de país de barro?, ¿cómo recobrarlo? La educación, como dije, sería el tema.

*Pendiente de publicarse en Congresistas, periódico bimensual. 

jueves, 7 de septiembre de 2017

Ciudadanía y sistema anticorrupción





A Jesús Aranda Terrones
In memoriam



La corrupción en mi país salta como agua en el caldero. Es tan aplastante, tan inmensa, que bien podemos decir que con ella respiramos, vivimos y morimos día a día, y generación tras generación.
Para enfrentarla, el Estado de vez en vez pone en el patíbulo a un servidor público, lo cual propicia que el pueblo tenga fiesta segura y se evapore la densa nube de corrupción existente. Esta puesta en el patíbulo, que manifiesta, por cierto, la voluntad política de hacerlo y el poder de fuerzas en las alturas, recuérdese que el poder se mide con el poder, no hay más, se ve acompañada, por lo general, de múltiples declaraciones, mesas de prensa, reuniones urgentes, toneladas de notas periodísticas que compiten con las de inseguridad y narcotráfico, y, por supuesto, se ve acompañada también de la concebida reforma o emisión de una norma que sancione, con escarmiento ejemplar, la corrupción cometida. En resumidas cuentas, todos ganan, menos el pueblo de a pie que vive en el subsuelo desdeñado y disociado por el Estado.
         Por lo común, las normas que se emiten al respecto son sancionadoras, contienen penas cada vez más severas, amenazas si bien ya no de pena de muerte, sí de buenos años de prisión, reparación de daños, pérdida del empleo, amonestación, destitución e inhabilitación por un tiempo determinado, de tal manera que, en estos momentos bien se puede decir que cada cosa y acto que se da cita en las instituciones públicas, desde el trámite de ventanilla hasta el uso de un transporte público por necesidades del servicio, está regulado por leyes, reglamentos, acuerdos, decretos, circulares, oficios, todos ellos con el debido sello y firma de autoridad competente. Espero que, no por ello, se actualice la ya tan conocida sentencia de Tácito que expresa: cuánto más corrupto es el Estado, más leyes tiene.
         A pesar del sinnúmero de leyes y marco normativo, lo cual regula, como dije, prácticamente cualquier hipótesis posible de actos de corrupción, se emitió un nuevo decreto sobre la materia, con el fin de combatir dicho antijurídico, desde el marco constitucional y desde un sistema que muestre el poderío del Estado. Me refiero al decreto por el que se reforman, adicionan y derogan diversas disposiciones de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en materia de combate a la corrupción. Dicho de manera coloquial, se emitieron reformas constitucionales en materia anticorrupción.
         Decreto de primordial importancia, toda vez que con su emisión el Estado reconoce ante el mundo, el grave problema de corrupción que vive nuestro país, y más todavía, que el marco de la legalidad para enfrentar la corrupción ha sido un rotundo fracaso, de ahí la estrategia de recurrir ahora al marco de la constitucionalidad para enfrentarla, marco en el cual solamente estaba señalada, era conceptual y genérica, ahora, además, es regulada en su operación misma.
Las reformas constitucionales en materia anticorrupción son de gran trascendencia y, naturalmente, las comparto y aplaudo, empero, a mi entender, tienen el alto riesgo de que pasen a la historia como una gran declaración política del Estado mexicano, como un acto de buenas intenciones. Entre otras razones, porque en ellas, según alcanzo a ver, no existe una institución realmente novedosa de combate a la corrupción, incluso ni la Fiscalía Especial. Todas las figuras jurídicas, las excepciones son pocas, han mostrado su inoperancia sobre el particular.
Quizá lo novedoso ahora sea la forma de coordinarse, ya no desde el ángulo de la legalidad, sino de la constitucionalidad, es decir, como sistema de Estado donde, por mandato constitucional, se coordinan las diversas autoridades competentes de todos los órdenes de gobierno, a fin de combatir la escandalosa corrupción que se vive. En los pasillos de las instituciones gubernamentales se da cita una vieja idea que lamentablemente se ha tomado como principio: “cuando no sepas que hacer, forma una comisión”, de esta manera, se enfrenta sin enfrentar el problema. Espero, sinceramente, que no sea el caso.
Doy una idea sobre el grado de complejidad que requiere coordinar un sistema integrado por, de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 113 constitucional, un comité coordinador (escúchese: titular de la Auditoría Superior de la Federación; titular de la Fiscalía Especializada en Combate a la Corrupción; titular de la Secretaría del Ejecutivo Federal responsable del control interno; presidente del Tribunal Federal de Justicia Administrativa; presidente del organismo previsto en la fracción VIII del artículo 6º constitucional; y el representante del Consejo de la Judicatura Federal), un Comité de participación ciudadana (compuesto por cinco ciudadanos), y sistemas locales anticorrupción que se traduce en lo siguiente: todas las entidades federativas establecerán sistemas locales anticorrupción, su objetivo será el coordinar a las autoridades locales competentes en la prevención, detección y sanción de responsabilidades administrativas y hechos de corrupción. En el entendido de que para llevar a cabo tal coordinación existe el dinero, el presupuesto para ello requerido.
         Cabe mencionar que el objetivo que persigue todo lo anterior, es continuar con el mandato constitucional, genérico y abstracto pero vigente desde 1917, de prevenir, detectar y sancionar administrativa y, en su caso, penalmente, a los responsables de hechos de corrupción y, por otra parte, fiscalizar y controlar los recursos públicos.
Debo agregar que la única posibilidad que percibo, extremadamente remota, por cierto, para que efectivamente se implemente el sistema nacional anticorrupción, no es el dinero que cuesta al Estado llevarla a cabo, sino que ese dinero es mucho menor al que está perdiendo el Estado por actos de corrupción, se habla que en nuestros días dicha pérdida equivale a nueve puntos del producto interno bruto, y como antecedente y medida en forma específica para un determinado núcleo de servidores públicos, se tiene que, según Transparency Internacional de 2011, artículo México’s Tragedy, en 2010 la corrupción supuso “2,750 millones de dólares de sobornos pagados a la policía y otros oficiales en tanto que el 95% de los crímenes violentos en México terminan irresueltos”.
Estimo, por otra parte y espero de verdad equivocarme, que al momento de emitir las reformas constitucionales contra la corrupción, se efectúo una lectura inadecuada de ésta y del contexto social donde se vive. La corrupción es un todo complejo que deriva de una forma específica de comportamiento social, económico y político de un país. En toda sociedad, democrática o dictatorial, existe corrupción. No hay sociedad, nos dice Carlos Castilla del Pino en un artículo que denominó democracia y corrupción, El País, 26 de junio de 1987, “sin su cuantía de corrupción en el plano de los intercambios sociales, es decir, de la que se denomina corrupción social. A cada forma de gobernación corresponde una cuantía e incluso una cualidad de corrupción, así como determinadas posibilidades de señalamiento y corrección. En último término, la corrupción a que me refiero consiste en la utilización de los mecanismos delegados de poder, que inevitablemente conlleva un puesto de gobierno en beneficio personal o de grupo; esto es, la corrupción deriva de una forma política determinada”.
Parecería, empero, que en mi país la norma, efectivamente, regula prácticamente todas las modalidades, habidas y por haber, del antijurídico que aquí abordamos, el problema se genera al momento de corregirla, pues el grado de corrupción al cual se ha llegado trastoca, según mi parecer, las esferas del poder y la dinámica de la sociedad misma. Es imposible corregir la corrupción con otro acto de corrupción, una ilegalidad con otra ilegalidad. Y la razón del porqué, desde donde veo las cosas, se ha llegado a lo anterior, se debe a que los altos índices de corrupción ya no se quedan en las cuestiones económicas o materiales, sino, además, se han anidado ya como una forma de ser normal y natural en la forma de ser y de pensar de un gran número de gobernantes y gobernados.
         Empresas y políticos generan cuantiosas pérdidas a la economía nacional, cuestión que hace también la dinámica de la economía informal, así como usuarios y empleados de ventanilla. La corrupción se hace presente, en suma, en todas las escalas y, por lo mismo, las medidas para enfrentarla, no solamente deben ser jurídicas y financieras, sino deben contemplar también los aspectos educativos, culturales, éticos (tanto de la ciudadanía como de los servidores públicos) y socioeconómicos del país, cosa que en el sistema nacional anticorrupción no lo percibo. Como ya dije, y espero equivocarme, por lo expuesto me parece que dicho sistema pasará a la historia como una gran declaración política del Estado mexicano, como un acto de fe y buenas intenciones.

Publicado en Congresistas, agosto de 2017.