lunes, 18 de enero de 2016

Ciudadanía y derechos humanos*

Enrique Ruiz García, una enseñanza de vida


Genaro González Licea*


Los reconocimientos son cosas que pasan
a las que no les doy importancia
porque son parte del trabajo,
y éste es la cosa más hermosa que hay en el mundo

Juan María Alponte

Foto: Ingrid L. González Díaz

La noche del jueves 3 de diciembre de 2015, el desconsuelo y la desolación se hicieron presentes en cada uno de sus poros. Una a una las horas fueron tristes y grisáceas. El dolor de los minutos perforó la sombría sombra de la sombra. Todo era duelo, congoja, pérdida del ser querido, del otro, del que se va y se queda al mismo tiempo. Del que algo nuestro se lleva, para siempre, en lo eterno de la eternidad del instante.
          Esa noche murió mi profesor Enrique Ruiz García. Un hombre expulsado de España por el gobierno de Francisco Franco. Como él mismo un día mencionó: "a mi padre lo mataron y a mí me expulsaron. El gobierno de Franco tuvo esa delicadeza".
          Fue investigador y maestro en el amplio sentido de la palabra. Décadas enteras así lo avalan: 45 años como docente tan sólo en la Universidad Nacional Autónoma de México, 37 libros publicados, el último Dialéctica Histórica México-Estados Unidos y América Latina, en trámite de edición, y miles de artículos periodísticos, puestos al alcance de la opinión pública diariamente uno. Se dice fácil pero de ninguna manera lo es. Su artículo de los sábados en unos periódicos, domingo en otros, era de página completa. Reflexivo, crítico, sugerente. Además de columnas, ensayos, programas de radio y televisión, sin olvidar sus conferencias y clases, donde, por cierto, como reloj kantiano llegaba a la cita.
          Pocos sabían que era doctor en historia, filósofo, poeta, científico y humanista, y menos aún sobre su vida privada, de la cual habló, tan solo un poco, en una excelente entrevista que realizó la agencia universitaria de noticias de la UNAM cuando él tenía ochenta y siete años. Cosa que sorprendió a todos, porque el maestro carecía de la costumbre de hablar sobre su vida privada. Lo de los títulos, era lógico no saberlo, no los utilizaba innecesariamente y menos todavía con la intención de poner por delante la jerarquía, el mando, el poder de la soberbia del que en realidad no es nada.
Foto: Ingrid L. González Díaz

               El maestro los incorporaba a su actuar cotidiano, a su comportamiento como persona en lo individual y como persona colectiva. Ejercía socráticamente el saber acumulado, como enseñanza y ejemplo de vida. Tenía sobrada razón, uno a fin de cuentas es lo que hace, no lo que dice que es. De ahí que para mí, Ruiz García era, es y será por siempre un maestro con todo el peso, dimensión y sentido de la palabra.
          Su muerte duele, como duele la muerte de todo ser que estuvo en este mundo. En el caso, sin embargo, pesará el vacío reflexivo e interpretación que con gran lucidez hacía de los problemas que aquejan a la sociedad. Pienso que la muerte del otro siempre es dolorosa y que el dolor solamente se atenúa o remarca por la cercanía o lejanía con la persona o ser amado, sea intelectual, emocional, moral, física o de cualquier otra índole en esta compleja relación de humanos sentimientos. El dolor –diría Unamuno, en su libro Del sentido trágico de la vida– es una sustancia de vida y la raíz de la personalidad.
          En él, en el dolor, agrego ahora, el duelo se engendra como un niño. Es duelo que cala como el frío de inverno en madrugada, como la soledad de saber que uno por siempre estará solo y solo llegará a la eterna soledad de la muerte sombría de la muerte. Vivo ese duelo ahora por la pérdida del ser amado. No hay culpas ni reproches en este duelo que muerdo a solas, sentimientos inútiles que ha nada llevan. Hay, por el contrario, un sentimiento de gratitud y respeto. Una paz interior que me permite aceptar la muerte del ser querido, un reto y deseo de seguir la vida sin él y al mismo tiempo con él entre mis actos. Una paz que encierra la aceptación del “yo me iré y se quedarán los pájaros cantando” que dejó, para siempre, Juan Ramón Jiménez, en su poema el viaje definitivo.
Foto: Ingrid L. González Díaz

          Fueron muchos los premios que recibió este hombre español nacionalizado mexicano, que murió a los noventa años, entre ellos está la Medalla al Mérito Académico por la UNAM en 2006; la Medalla "Ernesto Enríquez Coiro", la cual otorga la misma universidad por reconocimiento académico; el Mercurio de Oro Gold Mercury International, proporcionado por Think Tank Internacional independiente y, por mencionar uno más, la Orden de Caballero Águila, grado Tezcatlipoca con bastón de mando, que le otorgó la Fundación Caballero Águila, reconociendo su contribución en la preservación de los valores y patrimonio nacional, desarrollo científico y cultural del país, y por fomentar la fraternidad humana, por señalar algunos conceptos, todos ellos en beneficio de la ciudadanía mexicana.
          Reconocimiento este último, me parece, que tuvo una gran importancia en él, quien al decidir ser mexicano, pensó como tal los problemas que nos aquejan y le aquejaban, sin olvidar su visión cosmopolita: ver al país de ninguna manera aislado del mundo, sino integrado a él. Construía sus razonamientos desde nuestra propia historia sin olvidar el contexto mundial de la misma, en particular, Estados Unidos, América Latina y el Caribe. Construir nuestra propia historia, de acuerdo a nuestra forma de ser y actuar, y dejar de vivir y fomentar historias que no son nuestras, esa fue su permanente lucha.
          Este reconocimiento y el de formar generaciones enteras, de alumnos y ciudadanos, me atrevo a decir, son los que más apreció en la vida. Con el agregado de que alumnos y personas en general le mostraron en vida sus respetos y gratitud en forma fraterna y amorosa.
          Ruiz García vivió parte de la guerra civil española y del franquismo y, sin embargo, los fantasmas de esta guerra no le persiguieron por el mundo, pues, como lo expresó un día, entendió “que en una guerra civil no hay buenos y malos, que todos son iguales”.
          Sobre el tema, en una entrevista llegó a decir: "yo viví la Guerra Civil española como una barbarie. En 1936 mataron a mi padre y lo arrojaron a las puertas de mi casa, en Santander, donde nací en 1924. Si bien era un niño, supe en seguida que en una guerra civil no hay buenos y malos, que todos son iguales. Mi padre, Restituto Enrique Ruiz García, era un buen hombre. Esas son cosas que pasaron y que constituyen un acervo, pero hay que elegir entre el odio y la inteligencia, y yo elegí la inteligencia, no la venganza ni el horror de la persecución del otro". Su elección la practicó por siempre. Su congruencia acto y pensamiento fue su enseñanza de vida. Su tolerancia, mesura, amor a la libertad, a la verdad y al ser humano, también.
          Lo llamo por su nombre porque así lo conocí en 1975, me dio clase y tendió la mano por siempre. En realidad, Ruiz García compartió su vida, su saber, su calidad humana, con todo aquel que a él se le acercara. En lo personal, siempre expresaré mi gratitud por lo mucho que me proporcionó sin interés alguno. No por azares del destino es muy importante para mí que él aceptara la dedicatoria de uno de mis libros, el de la reestructuración del Estado mexicano, por supuesto, nada que ver con la que le dedicó el presidente Miterrant (avec bien cordial hommage), sin embargo, están unidas en cuanto al reconocimiento a su cordialidad y calidad como persona.
          Utilizó muchos seudónimos, cierto. Diríase que ello se debió a que, para él, el conocimiento es universal no de persona alguna y, por otro lado, como un día él mismo lo expresó: "no sé por qué, pero los escritores nos enterramos siempre bajo un seudónimo, quizá para tener una vida privada". Entre sus seudónimos podemos encontrar el de Enrique Cecilio, Hernando Pacheco y Juan María Alponte. Con este último vivió hasta su muerte.
          Escribió prácticamente en todos los periódicos de mayor circulación nacional, y más importantes de otros países. En México por siempre un artículo diariamente acompañaba a cualquier ciudadano o estudiante que así lo quisiera. Del periódico la Jornada, incluso, fue socio fundador y colaborador, así lo reconoció esta misma casa editorial en una esquela memorable y fraterna, publicada el 4 de diciembre de 2015. Hizo lo mismo la Universidad Nacional Autónoma de México. De ahí en fuera, salvó unas frases sueltas, la violencia y corrupción que vive el país reinó como noticia.
          En mi país difícilmente existe el otro y menos si éste piensa en forma distinta a uno. La cultura del “primero yo, después yo y sigo yo” está profundamente arraigada. Lo decimos tantas veces y tan seguido, que llegamos a la convicción de que el otro no existe. Sobre este tema, permítaseme, por ahora, referirme más que a las ideas rigurosas vertidas por el profesor, a la expuesta en forma literaria en uno de sus primeros libros, yo asumo la vida de Pedro Olmo, libro de cuentos editado en Madrid en 1958 que dice: “ellos son los otros, pero verdaderamente los otros, duros, implacables, sordos y mudos, somos todos”.
          Con este libro, por cierto, obtuvo el Premio "La Hora" de cuentos 1957 y de artículos sin firma en 1958. La literatura para él era tan importante como la expresión científica. En ambas la rigurosidad conceptual se daba cita. En su memoria y reconocimiento, y abusando del lector, de este libro, por ahora, extraigo lo siguiente: "el verdugo, el colgador de otros hombres, petulante como lo suelen ser todos los de su especie, gritó su muerte mientras se cerraban, por el anochecido, las ventanas de la plaza. Descoyuntado, el hombre que fue Juan Calas proclamó, todavía en los últimos momentos, su inocencia..."
          La herencia del maestro correrá, como río de permanente fluir dialéctico, en alumnos, ciudadanos y personas con un pensamiento humanitario, una búsqueda de libertad y deseo de aprender, siempre aprender, incluso de aquello que uno considera que ya sabe. Vendrán también sus libros póstumos, seguramente, entre ellos los de su poesía, cuentos, ensayos literarios y, tal vez, su biografía. Después sus obras completas con todos sus seudónimos, una aula o cátedra universitaria con su nombre, una biblioteca o una asociación.
Foto: Ingrid L. González Díaz

          En tanto eso sucede, mastico el dolor a solas. El duelo es un sentimiento de amor hacia el ser amado. Murió Enrique Ruiz García, como enseñanza de vida nos dejó su sabiduría y amor al conocimiento, a la libertad, a la tolerancia, al juicio crítico y a la verdad. Esa verdad sustentada en la virtud, en una educación rigurosa y en una visión carente de prejuicios y desprovista de violencia.
          En el aula, en sus conferencias y escritos, mucho insistía en ese espíritu de verdad que lleva al ser humano a contar con una visión sin prejuicios, a un actuar de ciudadano en uso de su libertad, a un juicio justo sobre el comportamiento del hombre en sociedad, del Estado y las personas que lo integran y, lo más importante, a un juicio justo de uno mismo.
          La muerte es el morir del otro y al mismo tiempo de uno. El otro que al morir se lleva, por siempre, algo nuestro y, a la vez deja algo que vivirá permanentemente en uno, en la tierra, en el infinito. En los pergaminos del saber, en los anaqueles de la historia, en la mente viva, vivaz, de un estudiante, de un ciudadano –como es mi caso– que interroga, pregunta, busca y no encuentra, y vuelve a buscar, porque sabe que las respuestas no bastan para calmar la sed del que no sabe. Del que sabe que no sabe porque al saber ignora. La docta ignorancia para siempre nuestra. Su alma en paz acompaña la mía.

Foto: Ingrid L. González Díaz

 Pendiente de publicarse en Congresistas, periódico bimensual.


Egresado y exprofesor del CIDE.