viernes, 12 de febrero de 2021

Ciudadanía y derechos humanos*


Discapacidad, una forma diferente de ser


Genaro González Licea



Tener una discapacidad es tener una condición distinta, una forma de ser distinta. Pero no significa tener una forma de vivir distinta. Eres igual, vives igual, sientes igual. Tienes las mismas necesidades. Tienes la necesidad de vivir con las demás personas. Tienes la necesidad de que te acepten como eres.
Sandra Jiménez Loza


La discapacidad es una forma diferente de ser. Es una forma muy propia de ver el mundo, de actuar en él. Discapacidad de ninguna manera significa la nulidad de una persona y, mucho menos, puede tomarse como un pretexto para denigrarla, discriminarla o excluirla de un mundo que se comporta de acuerdo con determinados parámetros, con estándares y estereotipos sociales, moldes de pensamiento, en la gran mayoría de los casos, llenos de perjuicios sobre la visión de un mundo interpretado al derecho y olvidado en su revés.
          La dictadura de las grandes estructuras de poder que, con el tiempo, forman parte del actuar cotidiano de niños y ancianos. La disidencia aquí es inaceptable, también la crítica y autocrítica. Las cosas se deben observar y hacer bajo un cierto parámetro. Hacerlo de distinta manera sería propio de un enfermo, desadaptado, loco. Recuerdo a León Felipe, ya no hay locos, “todo el mundo está cuerdo, terrible, horriblemente cuerdo. Cuando se pierde el juicio, yo pregunto cuándo se pierde, cuándo. Si no es ahora que una vida vale menos que el orín de los perros”.
          Es patético que en una sociedad todo el mundo siga un estándar de cuerdo, terriblemente, horriblemente cuerdo. Diga usted si no hay discapacidad mental de las personas que lo ordenan y construyen. Las modas, los comportamientos sociales. Tu ríes cuando debas de reírte no cuando quieras, igual sucede con llorar, comer o jugar. A estos estándares se sujetó la discapacidad por mucho tiempo. Las cosas, afortunadamente, han cambiado poco a poco.
          En principio, los discapacitados ya no son ubicados como enfermos, sino como personas que les asiste la normalidad de todo el mundo, esa normalidad que, sin embargo, no anula su forma de ser distintos, su derecho humano a mantener su autonomía como personas que son y propiciar su propio desarrollo de personalidad y forma de ser. Ese derecho humano, en suma, de respeto y tolerancia que comprende todo aquello que significa no trastocar su dignidad como persona.
Durante mucho tiempo fue muy lamentable que a los discapacitados los escondiesen en sus casas. Hoy día, afortunadamente, transitan en las calles, disfrutan los parques y jardines, y se horrorizan, como miles de personas, por la violencia social, las banquetas sucias, los robos, asaltos y riñas. Ahora en libertad ven la salida del sol y la caída del ocaso. Sienten como la noche toca sus manos y el fresco de la luna los pasea por la orilla de sus sueños.
Hoy en día los discapacitados viven con dignidad la vida y esperan de la misma manera la muerte. Muchos años han pasado para quitarles la losa discriminatoria de verlos como nulidad humana. No tengo la fortuna de conocer a una persona que no requiera del otro. Dependemos unos de otros, tanto como de nosotros mismos. El grado de dependencia, cuidado y apoyo, dependerá de cada persona, de cada situación concreta, medio social y cultural. Unos respecto a una enfermedad física, otros mental, otros por el paso mismo del tiempo.
Esta idea de fondo la extraje de un excelente trabajo de investigación, pendiente de publicar, de Frida González Díaz, denominado Envejecimiento, dependencia y cuidados informales. Un acercamiento a partir de la encuesta nacional de salud y envejecimiento en México (ENASEN) 2012. En él empecé a comprender lo complejo de la dependencia humana, su modulación en una persona y, por sobre todas las cosas, que la salud como ausencia de enfermedad es una definición muy corta y simple, en tanto que la vejez, envejecer, es un comportamiento natural por el simple paso del tiempo y, por ello mismo, no encierra ningún secreto para aquella persona que la vive.
Entendí que lo importante no es envejecer por el simple paso del tiempo, sino todo aquello que uno propicia, como ser racional, para que acontezca en ese paso del tiempo, en esa vida cotidiana muy propia, muy nuestra, muy de todos como seres sociales que somos. Actitud que encierra una forma de vida, una forma de ser y hacer, lo que está a nuestro alcance hacer, desde nuestra propia condición física, mental o social donde estamos situados.
Los estereotipos y paradigmas son frágiles como la caída del atardecer, como el desplome de la bolsa de valores. Son expresiones que cosifican la realidad, la encapsulan como cuerpo en una tumba. La discapacidad de una persona es tan compleja que, por supuesto, no solamente se debe referir a lo que en términos sociales se conoce como disfuncionalidad, sino también en relación con lo que somos y queremos ser como personas, y es aquí donde el contexto social influye sobre manera.
Una persona que padece esclerosis múltiple, a la vista de todos puede pasar por muerta. Sin embargo, una persona así, puede, incluso, perder toda capacidad de movimiento, pero en su interior y vivacidad, forma de ser y ver la vida, sabe lo que significa decirse a sí mismo, a sus iguales y al mundo entero, lo importante que es vivir desde una perspectiva social diferente de ser, no de sentir o amar donde todos sentimos y amamos por igual.
Una persona así, pone a su alcance un sistema de reconocimiento de voz que le permite expresar lo que quiere y desea y, de esta manera, deja en su justa connotación su peculiar tipo de apoyo, dependencia, cuidado o discapacidad. Lo mismo sucede con la persona que vive con la amputación de un pié, una mano, un sordo, ciego o mudo. La discapacidad de la persona depende de cada cual, no así los apoyos o cuidados, los cuales hasta estos momentos descansan en un alto porcentaje en la familia o amigos, sectores informales para decirlo globalmente. La ausencia es el Estado, o bien, para decirlo mesuradamente, las políticas públicas necesarias por parte del Estado.
Es más que necesaria la visibilidad de la discapacidad de las personas que viven en una determinada comunidad. Visibilidad que debe comprender, por lo menos, dos eslabones específicos, sin olvidar las peculiaridades concretas de cada persona, contexto social y cultura.
Todos nosotros, tu, yo, el otro y aquél, como dije, envejecen, envejecemos día a día. Hay un eslabón, el primero, donde la vejez que se genera con el simple paso del tiempo, conlleva múltiples riesgos de salud, los cuales, parecería, son invisibles a los ojos del Estado, ya sea porque el soporte social es la familia o la persona misma envejecida que tuvo la precaución y posibilidad de vivir con dignidad la recta final de su vida. Digo precaución y posibilidad porque me parece que todos o, para no ser rotundo, la mayoría si se quiere, tenemos el deseo, la precaución de vislumbrar la recta final de nuestra vida, empero, no todos tenemos la posibilidad de responder a ella, sea porque nuestro trabajo genera plusvalía para otros, o bien porque nuestros ingresos no permiten la posibilidad de ahorro.
El otro gran eslabón es, en realidad, el que se conoce como proceso social del envejecimiento del adulto mayor. Aquí las variables sociales, laborales, económicas, familiares y de política estatal, se dan cita de manera pronunciada. En forma general se habla de dos grandes sectores, el informal y el formal.
De acuerdo a la bibliografía consultada, es en el primero donde realmente descansa dicho proceso de envejecimiento (papás, hermanos, abuelos, vecinos, conocidos, entre otros) y, en el segundo, que corresponde a las políticas públicas del Estado, su omisión es más que evidente. Parecería que una persona arrojada, por su edad o discapacidad, del mercado laboral, de la misma manera es arrojado por el Estado cuyas instituciones no son de fines lucrativos, pero sobre sí existen, constitucionalmente hablando, múltiples responsabilidades sociales que cumplir y en ellas no cabe el silencio.


Ciudadanía y derechos humanos


La rotonda de personas ilustres, custodia de un patrimonio cultural
  

Estoy muy lejos de ver mis cenizas en una joya de la corona, en un monumento nacional o en un espacio público, federal o local, conocido como rotonda de personas ilustres.
         En realidad, mi vida está adherida a la piel de los indigentes. Personas que caminan pensativos por las calles, duermen al amparo de la luna y buscan su comida en cualquier parte donde intuyen encontrarla. Los mercados y puestos de comida son su oasis y posibilidad de vida, sin menospreciar una que otra alma caritativa que les proporciona una moneda sin tocarles la palma de la mano.
         Si en mí estuviera, el cadáver de un indigente lo llevaría a la rotonda de las personas ilustres y, de impedírmelo, entonces lucharía por hacerle un monumento, un reconocimiento a la cultura de la indigencia en mi país, a la cultura humana y humanitaria, por un lado, y a la cultura de levantar la mano para comer, por otro. La cultura de pedir para dar, de recibir para continuar en el camino. La deuda pública, la deuda externa, sería un ejemplo digno de la indigencia que vivimos.
         Lejos de mí está la idea de que me entierren en una rotonda como la descrita. En mi caso, el favor que pido, y favor es la palabra, es que mis cenizas las dejen al ras de la tierra que pisamos, a escondidas, claro está, de un católico, con sotana o sin ella, que esté dispuesto a seguir a la letra las políticas dictadas por los dioses que prohíben semejante herejía. Tampoco lo digo para cuestionar algo tan respetable como hacer una gema con las cenizas de una persona, o vender un cabello del primer hombre en la tierra para exhibirlo o utilizarlo para pintar un cuadro o negociar con él un lingote de oro.
Lejos estoy de cualquier cosa que se le parezca. En realidad si abordo el tema es porque, como ciudadano que soy, me sentiría agraviado en mi patrimonio cultural el que un descendiente de cualquier persona que se encuentre en una rotonda de personas ilustres, solicite extraer, no exhumar, sus restos o cenizas, y el Estado acceda a tal propuesta, argumentando que la norma lo permite.
Pongamos por caso que un descendiente del general Ignacio Allende solicita extraer el cráneo de éste de la Columna de la Independencia y, con la argumentación referida, tal petición se le concede. Yo, simple ciudadano como millones que hay, vería triturado mi interés legítimo, mi derecho a contar con una historia y cultura que pertenece a todos, además de ver violado un Estado de derecho, donde los primeros en incumplir la norma serían las instituciones encargadas de velar por ese patrimonio, que es nacional y está bajo la custodia del Estado.
         Desde Sebastián Lerdo de Tejada, hasta nuestros días, toda persona que por sus contribuciones hayan engrandecido a mi país, vía un procedimiento jurídico previamente establecido, está en la posibilidad de que sus restos mortuorios se ubiquen en una rotonda como la descrita. Este procedimiento, a nivel federal y por analogía a nivel de las entidades federativas, está presidido por un órgano colegiado que se denomina consejo consultivo de la rotonda, integrado por cuatro secretarías de Estado (Gobernación, Defensa Nacional, Marina y Educación Pública) y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, en el entendido de que el presupuesto de operación de la rotonda, será público y emanará de la Secretaría de Gobernación.
         Es de referir, por otra parte, que de la misma manera que existe un procedimiento de ingreso a una rotonda de personas ilustres, existe también uno de retiro, el cual responde, en el ámbito federal, a solicitudes de las entidades federativas para que, en sus rotondas locales se ubiquen los restos de las personas en cuestión, o bien, otra modalidad de solicitud de retiro, es para que dichas personas puedan ser ubicadas en un monumento o recinto con las mismas características públicas, en un monumento nacional, escúchese, por caso, en el monumento a la independencia.
         Lo hasta aquí expuesto puede constatarse, en el ámbito federal y local, en su respectivo decreto por el que se “establecen las bases y procedimientos que rigen la rotonda de las personas ilustres”, y en el cual se expone la normatividad y objetivos que se pretenden mediante tal medida, así como la norma básica correspondiente: sustento constitucional para emitir un decreto presidencial, los artículos de la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal, de la Ley General de Educación Pública, de la Ley sobre el Escudo, la Bandera e Himno Nacionales, de la Ley General de Salud, de la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicas, Artísticos e Históricos, y demás Códigos y disposiciones aplicables, directamente o en vía supletoria, para el buen funcionamiento de una rotonda como la que nos ocupa, así como toda aquella normatividad aplicable para la inhumación, exhumación y respeto a los cadáveres o restos humanos.
         Por lo expuesto, queda claro que una rotonda de personas ilustres “constituye uno de los panteones de la patria de mayor relevancia y, como tal, un espacio que brinda ejemplo señero para las generaciones presentes y futuras al conferir un sepulcro de honor a aquellas mexicanas y mexicanos que son ilustres, ya sea por sus actos heroicos, por su actividad política o cívica, o por sus contribuciones en los ámbitos de las ciencias, las artes o la cultura”.
         Insisto, defiendo en general un derecho humano que tengo, un derecho que corresponde a mi patrimonio cultural, patrimonio fijado así a partir de un procedimiento previamente establecido, pero, al mismo tiempo, defiendo un Estado de derecho. Esto último es así, ya que una rotonda como la que comentamos, si bien está dentro de un panteón de una determinada ciudad o municipio, en realidad la parte correspondiente a la rotonda es un panteón de la nación, operado con recursos de la misma tesitura y regido por sus propias normas.
         En el caso de la Ciudad de México, por ejemplo, si bien la rotonda de las personas ilustres se ubica dentro del Panteón Civil de Dolores, ello no significa que su operatividad se sostenga con presupuesto de la Ciudad de México, y se rija por el reglamento de cementerios de la localidad, sino, como ya dije, opera con recursos a cargo de una secretaría de Estado y una normatividad propia.
         Más todavía, con excepción de la rotonda en cuestión, es posible decir que el Panteón de Dolores puede proporcionar un servicio público a las personas que lo soliciten, el cual puede consistir en la inhumación, exhumación, reinhumación y cremación de cadáveres, restos humanos y restos humanos áridos o cremados. Servicios que obtienen previo pago de los derechos y cumplidas las formalidades establecidas en la norma establecida para tal efecto. Puede adquirir, pongamos por caso, el derecho de uso de una parte del terreno del panteón con objeto de realizar la inhumación y exhumación del cadáver y, al mismo tiempo, el derecho de conservar los restos humanos de su deudo e, incluso, de proporcionar una lápida a la tumba. Sin embargo, esta normatividad es inaplicable para el caso de la rotonda que aquí se comenta.
         De esta manera, dado el caso de una afectación al patrimonio de una rotonda de personas ilustres, proporcionado en custodia a las autoridades citadas y bajo una normatividad propia, éstas serían las primeras en defender en un juicio el patrimonio que le fue conferido y, dado el caso que éstas sean omisas, estimo que es la procuraduría, federal o local, la instancia legitimada para intervenir de oficio a dilucidar los hechos.

         Afortunadamente, como mencioné al principio, estoy muy lejos de que mis cenizas se transformen en una joya de la corona, y más todavía de la posibilidad de que mi cuerpo sea enterrado en un rotonda de personas ilustres, pero ello no quita mi derecho de que, como ciudadano, me cause agravio en mi patrimonio cultural el que una persona considerada ilustre por la instancia competente, pudiera ser retirada de dicho lugar, sin ajustarse a la normatividad para tal efecto establecida, lo cual comprende, entre otros puntos, el permitir dicho retiro para fines privados, y no para ser trasladado a otra rotonda o monumento público federal o local. 

Ciudadanía y derechos humanos









Dignidad humana o ilusión inalcanzable*


Genaro González Licea


Intenté acercarme lo más que pude a la dignidad humana, al sentimiento humano que vive en este mundo. Escuché a Dante, a Nietzsche y a Hegel; a Schopenhauer, a Kant y a Heidegger. También oí a mis ancestros otomíes, purépechas y aztecas. El silencio me ató los ojos y la respuesta fue esta oscuridad en la que escribo. Un poema me despertó de pronto. La dignidad del hombre es también y, sobre todo, una lucha del hombre contra el hombre.

Qué impresionante es la inmensidad de la dignidad humana. Sobre ella se escribe tan sin sentido, tan liviano y volátil como el polvo ligero de ataduras que duerme y despierta de hoja en hoja hasta quedar atrapado en el agua, en el silencio, en el vacío humano de lo humano. Incluso estas líneas que escribo ahora, mil más que he leído y otras tantas que tengo pendientes de leer. 

¿Porqué, me pregunto, los políticos, los líderes, los comerciantes, los ladinos y, uno mismo, mencionan, mencionamos, sin recato alguno la palabra dignidad? La dignidad de la persona, la dignidad humana, es tan de cada quien, tan de cada cual, que me parece que hablar de ella requiere de hacerlo solamente en casos concretos y no en general y a la ligera como es común escuchar el tema. ¿Cuál es la dignidad de un pordiosero, de un asesino, de un niño, de un sacerdote, de un obrero? Es mejor hablar con nombres y apellidos si de dignidad se trata y, por supuesto, antes de hacerlo, escuchar la expresión de dignidad del otro.

Más todavía si sabemos que de esa dignidad de la persona, nace otra que es la dignidad del colectivo, la dignidad del actuar social de la persona en su marco colectivo. Al centro de ambas está el respeto a la libertad humana, sea por parte del individuo mismo, del grupo como forma de ser, o del propio Estado como ente que tiene por objeto, entre otros, inhibir toda acción que pueda perjudicar la dignidad de la persona, su libertad de ser como ser pensante que es.


Me quedo en este punto, me parecen que faltan muchas cosas por resolver y no es mi costumbre tejer en falso. Por ejemplo, una persona que falta a su propia dignidad por necesidad, ¿actúa realmente en contra de su dignidad?, y más toda vía, cuando ante esa necesidad el Estado, sea éste social, legal, constitucional o democrático, en lugar de sancionar o eliminar todos aquellos factores que lleven a perjudicar o trastocar la dignidad de las personas, en realidad directa o indirectamente los fomenta ¿está incumpliendo un pacto o no ha tenido la capacidad de adecuarlo a las nuevas realidades? y, a todo esto, surge una tercera pregunta ¿en un sistema de reproducción de capital, donde es muy grande la concentración del ingreso y muy poca la distribución del mismo, ¿podemos hablar de dignidad de las personas, o tal solo de una ilusión inalcanzable, de una simple expresión, de una metáfora?.

Por lo pronto, son muchas las respuestas que se tienen sobre la dignidad y todas ellas hay que meditarlas. Unos la entienden como todo aquello que encierra el contenido de la personalidad, otros como el verdadero contenido de lo que podemos tener como persona, y otros más, solo es entendible en su espacio colectivo, es decir, la dignidad como valor general de las personas en una determinada comunidad.

Sobre estas tres aristas, y sin mediar aspectos metafísicos, nuestro sistema jurídico ha resuelto asuntos que tienen que ver, en alguno de sus componentes, con el tema de la dignidad de la persona. Ha dicho, por ejemplo, que las personas morales no gozan del derecho a la dignidad humana, pues de éste “derivan los diversos a la integridad física y psíquica, al honor, al libre desarrollo de la personalidad, al estado civil y el propio derecho a la dignidad personal, que son inherentes al ser humano como tal” (jurisprudencia 2ª./J. 73/2017 (10).

Se ha dicho también que dicha dignidad constituye una norma jurídica que protege un derecho fundamental a favor de las personas y no una simple declaración ética, pues dicha dignidad “consagra un derecho fundamental a favor de las persona y por el cual se establece el mandato constitucional a todas las autoridades, e incluso particulares, de respetar y proteger la dignidad de todo individuo, entendida ésta, en su núcleo más esencial, como el interés inherente a toda persona, por el mero hecho de serlo, a ser tratada como tal y no como un objeto, a no ser humillada, degradada, envilecida o cosificada” (jurisprudencia 1ª./J.37/2016 (10ª.).

Como dije, son muchas las preguntas que encierra el concepto, el principio de dignidad humana, como ser y deber ser de las personas, como personas y como personas en sociedad. Por el momento, entre la filosofía, el comportamiento ético, la doctrina y la norma jurídica habida y por haber sobre el tema, me quedo con el siguiente poema de Enrique González Rojo, que está en su libro en un descuido de lo imposible, titulado a mi hijo menor, que ante la pregunta ¿qué habrás de ser de grande?, relata:

“Puedes ser lo que quieras; más prométeme para serlo, una cosa:
nunca, en ningún momento, nunca,
nunca tendrás tu dignidad arrodillada
frente a aquel que alimenta su estatura
con todos los centímetros que pierden
aquellos que se humillan,
ni estarás con tu puesto en el mercado
a la espera de que alguien
te compre la conciencia”. 
 
* Pendiente de publicar en Congresistas, periódico bimensual 



Ciudadanía y derechos humanos




¿Dónde está nuestro ADN de país de barro?


Genaro González Licea


Duele ver a este país hundido en la barbarie. Unas personas muertas tiradas por aquí, otras por allá y otras más allá. Otras más descansan para siempre en fosas clandestinas, en el mar, en los ríos, en las selvas y en los valles. Personas sin rostro, almas desaparecidas en la nada, personas que en cada atardecer alguien recuerda con un rezo, una esperanza o un suspiro, con un deseo de saber que aún existen.
Me duele este país donde un grito equivale a una sentencia de muerte, donde la impunidad corre por oficio, por veredas y calles, por la indiferencia del otro que somos todos. Parecería que hemos perdido nuestro rostro. Que la corrupción y la pobreza es nuestra losa, igual que la acumulación enferma de riqueza, la búsqueda de dinero fácil y el caminar sin ver al otro, porque el otro, se piensa, es un mito social que ya no existe.
El Estado se esfuerza por reencausar las cosas. Dicta una ley tras otra y endurece, sin miramiento, las penas. Los resultados son nulos. Las fosas clandestinas siguen y siguen. Las peregrinaciones de dolientes encuentran una y otra y otra más. Su varilla sin descanso penetra las entrañas de la tierra. Fosas y desaparecidos son vientos negros que escurren por los ojos. En el llano y en la ciudad las flores nacen tristes y en el mar un quejido se enrosca al ver los ríos. Afligidos respiramos el polvo y el recuerdo de nuestros muertos. Una cruz se extiende en los párpados de los cuatro puntos cardinales de esta tierra donde los caminos son de espinas. En cada fosa secreta duerme asesinada una parte nuestra, y en cada desaparecido una parte de lo que somos se nos quita. Todos, de alguna manera, estamos desaparecidos y enterrados. Nuestra conciencia respira como el lamento de alguien que agoniza, de alguien que muere roído por sus culpas. La dictadura del horror nos aniquila.
            Son miles y miles las personas encontradas en las fosas clandestinas, como miles son también las almas que están desaparecidas en este territorio democrático y de derecho. Son miles los muertos en esta ola de violencia. Las estadísticas se tambalean al respecto. El dato que más se escucha es el de doscientos mil asesinatos y treinta mil personas desaparecidas en un margen de diez años. Con el Jesús en la boca se aceptan las cifras dichas y se sigue picando el suelo, buscando, buscando. Y es así como nuevamente aparecen 250 cadáveres aquí, 500 allá, 13 más allá, 47 por acá. La cultura del horror, la ilegalidad y la indiferencia se hermanan como nunca.
Si esto de suyo es preocupante, más lo es el hecho de que, parecería que la gran mayoría de habitantes de mi país ya ven esta situación con gran naturalidad y sin sobresaltos. Nos han eliminado nuestra capacidad de sentir y, más todavía, de darnos cuenta que al morir o desaparecer el otro, algo de nosotros también muere y desaparece para siempre. Qué mejor lugar para sepultar nuestro silencio, nuestra dignidad carcomida por los años, que esa enorme sepultura abierta y enterrada que está en nosotros mismos.
            Se han desbordado las instituciones, igual que el Estado de derecho. Sin embargo, yo creo aún en ellas, igual que en las tantas y tantas familias y asociaciones civiles que nunca se cansarán de buscar a los miles de desaparecidos, en realidad el pueblo entero está desaparecido desde hace mucho tiempo. Regresemos a las aulas y forjemos desde ahí nuestro destino. Que el Estado vea de frente a la educación desde la cuna es lo que pido.
Reclamo un proyecto de nación, dejemos éste donde parecería que pueblo, legalidad y democracia caminan separados. Será entonces, me parece, cuando realmente podamos desenterrar a nuestros muertos, a nuestros propios cráneos sepultados. Sí podemos despertar de esta fosa común que nos lastima, recobrar nuestra identidad y nuestro ADN de país de barro. Son tres los elementos para lograrlos, ya dije uno, regresar a un proyecto educativo en las aulas y en la cuna, el segundo es lo mismo y el tercero es igual. En suma, se requiere educación, educación y educación.
Sin ella difícilmente puede existir respeto a los derechos humanos, respeto a uno mismo y al otro. Solamente así, me parece, podemos reencontrar nuevamente nuestro ADN como país solidario que somos, enfrentarnos a nosotros mismos, a la ilicitud que nos lleva a la barbarie. Debemos tener claro, y perdón que lo repita, que las fosas de cadáveres en realidad están en cada ciudadano, en cada persona que fomenta las cadenas del miedo y del silencio. Cierto, en estas condiciones es un suicidio denunciar la delincuencia, pero no así el que tomemos nuevamente conciencia de lo que somos y podamos reiniciar nuestro ser y hacer en libertad.
            En las zonas montañosas los cadáveres lloran al ver el sol caer desde lo lejos. Nadie los encontrará si no nos encontramos como país, como comunidad que somos. Repito, las fosas comunes están en cada casa, en cada cráneo existe una historia que es del otro y a la vez muy nuestra. Es por eso, quizá, que los cráneos de las fosas clandestinas quedarán incrustados en la historia para siempre. Son y serán asesinatos que no prescribirán nunca, ni en la ley, ni en la conciencia colectiva que todos somos.
            Tal vez exagero al describir esta barbarie que vivimos. Pero así como veo las cosas, me parece que las fosas de las que hablo son ya un problema cultural, una forma cotidiana de ocultar nuestros actos a espaldas de la ley. La barbarie ha dominado a la conciencia. Los métodos de los que se ha valido son múltiples y variados, sería cruel y ocioso aquí nombrarlos. De ellos nos dan cuenta día a día las miles de noticias que uno ve y escucha en el desayuno, en la comida y en la cena. Todo es sangre y muerte, personas asesinadas y fosas clandestinas encontradas. Cadáveres abandonados entre escombros. Canibalismo educativo que me duele.
Lo cierto, entonces, es que en el hogar y en las aulas de la calle, se dan cita actos de iniciación sin remordimiento alguno. Ritos gremiales para formar parte de un grupo y ser por éste reconocido y defendido. Actos y acciones cuyo común denominador es la falta de respeto al ser humano, al otro, al que es necesario dominar para que yo al mismo tiempo sobreviva. El canibalismo y la barbarie es la lección de cada día.
            Duele ver a este país hundido en la violencia, en la cultura de la violencia y en la falta de respeto al otro y a nosotros mismos. La educación escolar y familiar ha quedado como un juego de niños, como una herramienta para saber leer y escribir, y nada más. ¿Dónde está nuestro ADN de país de barro?, ¿cómo recobrarlo? La educación, como dije, sería el tema.


Ciudadanía y derechos humanos



¿Dónde está nuestro ADN de país de barro?


Genaro González Licea


Duele ver a este país hundido en la barbarie. Unas personas muertas tiradas por aquí, otras por allá y otras más allá. Otras más descansan para siempre en fosas clandestinas, en el mar, en los ríos, en las selvas y en los valles. Personas sin rostro, almas desaparecidas en la nada, personas que en cada atardecer alguien recuerda con un rezo, una esperanza o un suspiro, con un deseo de saber que aún existen.
 
Me duele este país donde un grito equivale a una sentencia de muerte, donde la impunidad corre por oficio, por veredas y calles, por la indiferencia del otro que somos todos. Parecería que hemos perdido nuestro rostro. Que la corrupción y la pobreza es nuestra losa, igual que la acumulación enferma de riqueza, la búsqueda de dinero fácil y el caminar sin ver al otro, porque el otro, se piensa, es un mito social que ya no existe. 
El Estado se esfuerza por reencausar las cosas. Dicta una ley tras otra y endurece, sin miramiento, las penas. Los resultados son nulos. Las fosas clandestinas siguen y siguen. Las peregrinaciones de dolientes encuentran una y otra y otra más. Su varilla sin descanso penetra las entrañas de la tierra. Fosas y desaparecidos son vientos negros que escurren por los ojos. En el llano y en la ciudad las flores nacen tristes y en el mar un quejido se enrosca al ver los ríos. Afligidos respiramos el polvo y el recuerdo de nuestros muertos. Una cruz se extiende en los párpados de los cuatro puntos cardinales de esta tierra donde los caminos son de espinas. En cada fosa secreta duerme asesinada una parte nuestra, y en cada desaparecido una parte de lo que somos se nos quita. Todos, de alguna manera, estamos desaparecidos y enterrados. Nuestra conciencia respira como el lamento de alguien que agoniza, de alguien que muere roído por sus culpas. La dictadura del horror nos aniquila.
          
Son miles y miles las personas encontradas en las fosas clandestinas, como miles son también las almas que están desaparecidas en este territorio democrático y de derecho. Son miles los muertos en esta ola de violencia. Las estadísticas se tambalean al respecto. El dato que más se escucha es el de doscientos mil asesinatos y treinta mil personas desaparecidas en un margen de diez años. Con el Jesús en la boca se aceptan las cifras dichas y se sigue picando el suelo, buscando, buscando. Y es así como nuevamente aparecen 250 cadáveres aquí, 500 allá, 13 más allá, 47 por acá. La cultura del horror, la ilegalidad y la indiferencia se hermanan como nunca.
Si esto de suyo es preocupante, más lo es el hecho de que, parecería que la gran mayoría de habitantes de mi país ya ven esta situación con gran naturalidad y sin sobresaltos. Nos han eliminado nuestra capacidad de sentir y, más todavía, de darnos cuenta que al morir o desaparecer el otro, algo de nosotros también muere y desaparece para siempre. Qué mejor lugar para sepultar nuestro silencio, nuestra dignidad carcomida por los años, que esa enorme sepultura abierta y enterrada que está en nosotros mismos.
         Se han desbordado las instituciones, igual que el Estado de derecho. Sin embargo, yo creo aún en ellas, igual que en las tantas y tantas familias y asociaciones civiles que nunca se cansarán de buscar a los miles de desaparecidos, en realidad el pueblo entero está desaparecido desde hace mucho tiempo. Regresemos a las aulas y forjemos desde ahí nuestro destino. Que el Estado vea de frente a la educación desde la cuna es lo que pido.
Reclamo un proyecto de nación, dejemos éste donde parecería que pueblo, legalidad y democracia caminan separados. Será entonces, me parece, cuando realmente podamos desenterrar a nuestros muertos, a nuestros propios cráneos sepultados. Sí podemos despertar de esta fosa común que nos lastima, recobrar nuestra identidad y nuestro ADN de país de barro. Son tres los elementos para lograrlos, ya dije uno, regresar a un proyecto educativo en las aulas y en la cuna, el segundo es lo mismo y el tercero es igual. En suma, se requiere educación, educación y educación.
Sin ella difícilmente puede existir respeto a los derechos humanos, respeto a uno mismo y al otro. Solamente así, me parece, podemos reencontrar nuevamente nuestro ADN como país solidario que somos, enfrentarnos a nosotros mismos, a la ilicitud que nos lleva a la barbarie. Debemos tener claro, y perdón que lo repita, que las fosas de cadáveres en realidad están en cada ciudadano, en cada persona que fomenta las cadenas del miedo y del silencio. Cierto, en estas condiciones es un suicidio denunciar la delincuencia, pero no así el que tomemos nuevamente conciencia de lo que somos y podamos reiniciar nuestro ser y hacer en libertad.
         En las zonas montañosas los cadáveres lloran al ver el sol caer desde lo lejos. Nadie los encontrará si no nos encontramos como país, como comunidad que somos. Repito, las fosas comunes están en cada casa, en cada cráneo existe una historia que es del otro y a la vez muy nuestra. Es por eso, quizá, que los cráneos de las fosas clandestinas quedarán incrustados en la historia para siempre. Son y serán asesinatos que no prescribirán nunca, ni en la ley, ni en la conciencia colectiva que todos somos.
         Tal vez exagero al describir esta barbarie que vivimos. Pero así como veo las cosas, me parece que las fosas de las que hablo son ya un problema cultural, una forma cotidiana de ocultar nuestros actos a espaldas de la ley. La barbarie ha dominado a la conciencia. Los métodos de los que se ha valido son múltiples y variados, sería cruel y ocioso aquí nombrarlos. De ellos nos dan cuenta día a día las miles de noticias que uno ve y escucha en el desayuno, en la comida y en la cena. Todo es sangre y muerte, personas asesinadas y fosas clandestinas encontradas. Cadáveres abandonados entre escombros. Canibalismo educativo que me duele.
Lo cierto, entonces, es que en el hogar y en las aulas de la calle, se dan cita actos de iniciación sin remordimiento alguno. Ritos gremiales para formar parte de un grupo y ser por éste reconocido y defendido. Actos y acciones cuyo común denominador es la falta de respeto al ser humano, al otro, al que es necesario dominar para que yo al mismo tiempo sobreviva. El canibalismo y la barbarie es la lección de cada día.
         Duele ver a este país hundido en la violencia, en la cultura de la violencia y en la falta de respeto al otro y a nosotros mismos. La educación escolar y familiar ha quedado como un juego de niños, como una herramienta para saber leer y escribir, y nada más. ¿Dónde está nuestro ADN de país de barro?, ¿cómo recobrarlo? La educación, como dije, sería el tema.