viernes, 12 de mayo de 2017

El miedo como estructura de poder*




Genaro González Licea


Se han ido las tardes apacibles de provincia, el café en las plazas al esconderse el sol. Ahora impera una atmósfera de miedo. Una persecución que la sentimos pegada en nuestra espalda. Se respira un fantasma de polvo funerario, un ambiente de acoso en nuestra vida cotidiana. Parecería que caminamos exiliados en nuestras viejas calles de infancia y juventud. Parecería también, que si ahora queremos caminarlas debemos de pagar un derecho de paso, un derecho comunitario que la propia comunidad rechaza. 

         ¿A quién se le paga?, ¿quién es el rey que ordena ese tributo? Nadie lo sabe con certeza. Las palabras de cuchillo nos dejan mudos, el ojo de las armas nos ata las palabras. A plena luz del sol se nos ordena quedarnos quietos y mudos. De hablar o denunciar las vejaciones que vivimos, peligra la familia, uno, por supuesto, ni se diga. El “derecho de piso se da”, la extorsión se paga. Nos sentimos violados, impotentes e indefensos. Nos sentimos más solos que nunca enfrentando nuestra propia suerte.

         El miedo ya no es solamente el miedo. Es ahora una estructura de poder, un ejercicio de dominio, una dominación que impregna la vida cotidiana. Un chantaje que nos mueve cuan basura por el viento. La cultura de la violencia y del miedo en plenitud. Todos nos cuidamos de todos, sospechamos del cura y del cartero, del campesino y del estudiante, del policía y del ama de casa y, por si fuera poco, desconfiamos ya hasta de nosotros mismos. El miedo transita por las calles, por las casas, por las iglesias y los parques. El miedo como estructura de poder se sobrepuso a las instituciones. El poder se mide con el poder. Nuestro Estado de derecho no está en su mejor momento.

         Vivimos como secuestrados. Caminamos como desconocidos en una ciudad que ya no es nuestra. Somos migrantes en nuestro propio país. Sombras clavadas en silencio, fantasmas que nadie sabrá su nombre. Personas que en la clandestinidad agigantan el poder de un tirano que nunca sabremos a ciencia cierta dónde está, quién es, dónde habita. Es el poder en potencia estructurado y perfectamente organizado. Es el miedo como cultura de poder que domina tanto a una ciudad como a un simple mortal cualquiera.

         Ya nadie está seguro en ningún lugar. Hace días el Norte de Ciudad Juárez publicó su última edición, antes que él, seguramente en todo el país, miles de negocios cerraron, de la misma manera, quizá, igual número de personas se vieron amenazadas y huyeron de sus casas para arribar, sin saberlo, a otra igual. Las estadísticas bailan al tocar el tema. Parecería que la sociedad ha caído derrotada, y con ella, ciudadanos indefensos, personas de carne y hueso, al mismo tiempo que sus instituciones democráticas y de derecho. Parecería también que, en estos momentos, es inexistente el derecho humano de vivir sin temor alguno, que ese derecho no existe ya, vive exiliado en otro mundo y en nosotros mismos.

         Efectivamente, el miedo como estructura de poder se sobrepuso a la ciudadanía y a sus instituciones. Es un miedo que día a día será cada vez más fuerte, tan fuerte como nosotros, simples mortales de a pié, tengamos también cada vez más miedo al miedo. Me parece que en una situación así nosotros mismos le damos sentido al miedo, de alguna manera justificamos su actuación.

        Por supuesto, de ninguna manera planteo valentonadas y encarar a las personas concretas que lo propician. Plantear una cosa así sería un suicidio. Lo que digo es (citando unas palabras de don Carlos Castilla del Pino sobre este punto, miedo y ambigüedad, El País, 21 de julio de 1997), que el miedo puede tener justificación, pero una cosa es el miedo como actitud individual y otra el miedo como actitud de colectividad, superable con formas de organización ciudadana no agresivas, pero exteriorizables. Su eficacia no es simplemente testimonial, sino demostrativa de que no se está en silencio, de que no se renuncia a la ciudad. Cosa que comparto.

         Mi país es un todo complejo que constitucionalmente está por la paz y no por la guerra y la violencia. Está por el respeto al otro y a nosotros mismos, por la tolerancia para vivir en comunidad. El artículo tercero constitucional lo dice claramente. Todo individuo tiene derecho a recibir educación, y agrega dos cuestiones que de ninguna manera deben pasar desapercibidas.

En primer lugar, que la educación que imparta el Estado tenderá a desarrollar armónicamente, todas las facultades del ser humano y fomentará en él, a la vez, el amor a la patria, el respeto a los derechos humanos y la conciencia de la solidaridad internacional, en la independencia y en la justicia y, en segundo lugar, que la educación contribuirá a la mejor convivencia humana, tanto por los elementos que aporte a fin de robustecer en el educando, junto con el aprecio para la dignidad de la persona y la integridad de la persona y la integridad de la familia. La convicción del interés general de la sociedad, cuanto por el cuidado que ponga en sustentar los ideales de fraternidad e igualdad de derechos de todos los hombres, evitando los privilegios de razas, de religión, de grupos, de sexos o de individuos.

         Sobre esta línea me pronuncio. Reclamo que las instituciones se configuren como verdaderos contrapesos de las organizaciones que fomentan el miedo a la ciudadanía, que actúen sin ambigüedades y cumplan con su responsabilidad pública, con la razón de ser de su existencia.

         Retomo nuevamente una idea de Castilla del Pino expuesta en el artículo antes referido, él dice que “frente al mal olor y la podredumbre de los grupos de desalmados, los de los pacifistas muestran quiénes son y a todos nos enseñan lo que se debe y se puede ser”, a ello, agrego, por medio sí de las organizaciones pacifistas, pero también y por sobre todas las cosas, por medio de las instituciones de un Estado democrático y de derecho.

         Para el temor degradante, para el mecanismo de poder que ha propiciado el miedo en las personas para dominarlas, reclamo el actuar de las instituciones, estimo que tanto los reclamos individuales como de organizaciones pacifistas, en estos momentos, ya son insuficientes. Ya no hablamos de cualquier miedo, hablamos de que la estructura de poder fomentadora del miedo, ya generó lo que bien se puede denominar “una cultura del miedo” y, ante ella, el medio idóneo para revertirla es la intervención, insisto, del Estado. 

* Artículo publicado en Consgresistas, periódico bimensual, abril de 2017.
 

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