A Jesús Aranda Terrones
In memoriam
La corrupción en mi país salta como agua en el caldero. Es tan
aplastante, tan inmensa, que bien podemos decir que con ella respiramos,
vivimos y morimos día a día, y generación tras generación.
Para enfrentarla, el Estado de vez en vez pone en
el patíbulo a un servidor público, lo cual propicia que el pueblo tenga fiesta
segura y se evapore la densa nube de corrupción existente. Esta puesta en el
patíbulo, que manifiesta, por cierto, la voluntad política de hacerlo y el
poder de fuerzas en las alturas, recuérdese que el poder se mide con el poder,
no hay más, se ve acompañada, por lo general, de múltiples declaraciones, mesas
de prensa, reuniones urgentes, toneladas de notas periodísticas que compiten
con las de inseguridad y narcotráfico, y, por supuesto, se ve acompañada
también de la concebida reforma o emisión de una norma que sancione, con
escarmiento ejemplar, la corrupción cometida. En resumidas cuentas, todos
ganan, menos el pueblo de a pie que vive en el subsuelo desdeñado y disociado por
el Estado.
Por lo común, las normas
que se emiten al respecto son sancionadoras, contienen penas cada vez más
severas, amenazas si bien ya no de pena de muerte, sí de buenos años de
prisión, reparación de daños, pérdida del empleo, amonestación, destitución e
inhabilitación por un tiempo determinado, de tal manera que, en estos momentos
bien se puede decir que cada cosa y acto que se da cita en las instituciones
públicas, desde el trámite de ventanilla hasta el uso de un transporte público
por necesidades del servicio, está regulado por leyes, reglamentos, acuerdos,
decretos, circulares, oficios, todos ellos con el debido sello y firma de
autoridad competente. Espero que, no por ello, se actualice la ya tan conocida
sentencia de Tácito que expresa: cuánto
más corrupto es el Estado, más leyes tiene.
A pesar del sinnúmero de
leyes y marco normativo, lo cual regula, como dije, prácticamente cualquier
hipótesis posible de actos de corrupción, se emitió un nuevo decreto sobre la
materia, con el fin de combatir dicho antijurídico, desde el marco
constitucional y desde un sistema que muestre el poderío del Estado. Me refiero
al decreto por el que se reforman, adicionan y derogan diversas disposiciones
de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en materia de
combate a la corrupción. Dicho de manera coloquial, se emitieron reformas
constitucionales en materia anticorrupción.
Decreto de primordial
importancia, toda vez que con su emisión el Estado reconoce ante el mundo, el
grave problema de corrupción que vive nuestro país, y más todavía, que el marco
de la legalidad para enfrentar la corrupción ha sido un rotundo fracaso, de ahí
la estrategia de recurrir ahora al marco de la constitucionalidad para
enfrentarla, marco en el cual solamente estaba señalada, era conceptual y
genérica, ahora, además, es regulada en su operación misma.
Las reformas constitucionales en materia
anticorrupción son de gran trascendencia y, naturalmente, las comparto y
aplaudo, empero, a mi entender, tienen el alto riesgo de que pasen a la
historia como una gran declaración política del Estado mexicano, como un acto
de buenas intenciones. Entre otras razones, porque en ellas, según alcanzo a
ver, no existe una institución realmente novedosa de combate a la corrupción,
incluso ni la Fiscalía Especial. Todas las figuras jurídicas, las excepciones
son pocas, han mostrado su inoperancia sobre el particular.
Quizá lo novedoso ahora sea la forma de
coordinarse, ya no desde el ángulo de la legalidad, sino de la
constitucionalidad, es decir, como sistema de Estado donde, por mandato
constitucional, se coordinan las diversas autoridades competentes de todos los
órdenes de gobierno, a fin de combatir la escandalosa corrupción que se vive. En
los pasillos de las instituciones gubernamentales se da cita una vieja idea que
lamentablemente se ha tomado como principio: “cuando no sepas que hacer, forma
una comisión”, de esta manera, se enfrenta sin enfrentar el problema. Espero,
sinceramente, que no sea el caso.
Doy una idea sobre el grado de complejidad que
requiere coordinar un sistema integrado por, de acuerdo con lo dispuesto en el
artículo 113 constitucional, un comité coordinador (escúchese: titular de la
Auditoría Superior de la Federación; titular de la Fiscalía Especializada en
Combate a la Corrupción; titular de la Secretaría del Ejecutivo Federal
responsable del control interno; presidente del Tribunal Federal de Justicia
Administrativa; presidente del organismo previsto en la fracción VIII del artículo
6º constitucional; y el representante del Consejo de la Judicatura Federal), un
Comité de participación ciudadana (compuesto por cinco ciudadanos), y sistemas
locales anticorrupción que se traduce en lo siguiente: todas las entidades
federativas establecerán sistemas locales anticorrupción, su objetivo será el
coordinar a las autoridades locales competentes en la prevención, detección y
sanción de responsabilidades administrativas y hechos de corrupción. En el
entendido de que para llevar a cabo tal coordinación existe el dinero, el
presupuesto para ello requerido.
Cabe mencionar que el
objetivo que persigue todo lo anterior, es continuar con el mandato
constitucional, genérico y abstracto pero vigente desde 1917, de prevenir,
detectar y sancionar administrativa y, en su caso, penalmente, a los
responsables de hechos de corrupción y, por otra parte, fiscalizar y controlar
los recursos públicos.
Debo agregar que la única posibilidad que percibo,
extremadamente remota, por cierto, para que efectivamente se implemente el
sistema nacional anticorrupción, no es el dinero que cuesta al Estado llevarla
a cabo, sino que ese dinero es mucho menor al que está perdiendo el Estado por
actos de corrupción, se habla que en nuestros días dicha pérdida equivale a nueve
puntos del producto interno bruto, y como antecedente y medida en forma
específica para un determinado núcleo de servidores públicos, se tiene que, según
Transparency Internacional de 2011,
artículo México’s Tragedy, en 2010 la corrupción supuso “2,750 millones de
dólares de sobornos pagados a la policía y otros oficiales en tanto que el 95%
de los crímenes violentos en México terminan irresueltos”.
Estimo, por otra parte y espero de verdad equivocarme,
que al momento de emitir las reformas constitucionales contra la corrupción, se
efectúo una lectura inadecuada de ésta y del contexto social donde se vive. La
corrupción es un todo complejo que deriva de una forma específica de
comportamiento social, económico y político de un país. En toda sociedad,
democrática o dictatorial, existe corrupción. No hay sociedad, nos dice Carlos
Castilla del Pino en un artículo que denominó democracia y corrupción, El País, 26 de junio de 1987, “sin su
cuantía de corrupción en el plano de los intercambios sociales, es decir, de la
que se denomina corrupción social. A cada forma de gobernación corresponde una
cuantía e incluso una cualidad de corrupción, así como determinadas
posibilidades de señalamiento y corrección. En último término, la corrupción a
que me refiero consiste en la utilización de los mecanismos delegados de poder,
que inevitablemente conlleva un puesto de gobierno en beneficio personal o de
grupo; esto es, la corrupción deriva de una forma política determinada”.
Parecería, empero, que en mi país la norma,
efectivamente, regula prácticamente todas las modalidades, habidas y por haber,
del antijurídico que aquí abordamos, el problema se genera al momento de
corregirla, pues el grado de corrupción al cual se ha llegado trastoca, según
mi parecer, las esferas del poder y la dinámica de la sociedad misma. Es
imposible corregir la corrupción con otro acto de corrupción, una ilegalidad
con otra ilegalidad. Y la razón del porqué, desde donde veo las cosas, se ha
llegado a lo anterior, se debe a que los altos índices de corrupción ya no se
quedan en las cuestiones económicas o materiales, sino, además, se han anidado
ya como una forma de ser normal y natural en la forma de ser y de pensar de un
gran número de gobernantes y gobernados.
Empresas y políticos
generan cuantiosas pérdidas a la economía nacional, cuestión que hace también
la dinámica de la economía informal, así como usuarios y empleados de
ventanilla. La corrupción se hace presente, en suma, en todas las escalas y,
por lo mismo, las medidas para enfrentarla, no solamente deben ser jurídicas y
financieras, sino deben contemplar también los aspectos educativos, culturales,
éticos (tanto de la ciudadanía como de los servidores públicos) y socioeconómicos
del país, cosa que en el sistema nacional anticorrupción no lo percibo. Como ya
dije, y espero equivocarme, por lo expuesto me parece que dicho sistema pasará a
la historia como una gran declaración política del Estado mexicano, como un
acto de fe y buenas intenciones.
Publicado en Congresistas, agosto de 2017.
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