jueves, 31 de marzo de 2016

Ciudadanía y derechos humanos*

Afromexicanos, entre el silencio, la discriminación y el olvido


Genaro González Licea



Foto: Ingrid L. González Díaz


En una sociedad como la nuestra, las personas afromexicanas, tienen, igual que todos, los mismos derechos y obligaciones que cumplir. Son ciudadanos en la plenitud del término. Sin mayor o menor jerarquía, igual que acaudalados, políticos, investigadores, campesinos, profesores, amas de casa, escritores o indigentes. Tal vez la discusión se dé, en cuanto a que, además, deben contar con un espacio constitucional reforzado, explícito, por ejemplo, en el artículo donde se reconoce nuestra pluriculturalidad originaria.
          Su historia no ha sido en absoluto benevolente. El silencio, la discriminación, el olvido y la resistencia han sido su permanente compañía en estas sus tierras, desde su conformación originaria hasta las generaciones de hoy en día. Grandes vacíos se han generado en su historia. Los desarraigos y despojos han marcado sus pasos.
          Diríase que todo en su conjunto, es el resultado de los olvidos, conscientes o inconscientes, que impiden que los recuerdos fluyan. Los tratos inhumanos, las torturas físicas y psicológicas recibidas, no son cosas fáciles de recordar. Es el dolor íntimo que, como bisturí, corta el alma gangrenada, la mutila, la moldea de acuerdo con su tiempo y circunstancia, pero, al mismo tiempo, la fortalece para seguir su camino que ellos y nadie más podrán transitar en él.
          Esa parte cercenada, esa ilusión de lo que un día fue, es lo que me permite entender el término afromexicano, el cual, para mí, es impreciso, genérico, demasiado genérico. Es un término propio para unificar destinos y generar resistencias comunes por la adversidad vivida. En lo personal, diría más bien que son personas mexicanas de color negro, moreno, choco o mascogo, que en este su país nacieron en condiciones muy únicas, peculiares e irrepetibles, y cuentan con usos y costumbres también muy propias y, a la vez, muy nuestras, al ser parte de una cultura nacional. Esa es, estimo, su unidad, su fuerza y fortaleza. La tribu de los negros mascogos, por ejemplo, a pesar de lo azaroso y adverso de su camino, sigue defendiendo sus raíces, que son al mismo tiempo nuestras, y en dos mil once es reconocida como etnia. Sucede lo mismo, respetando su especificidad concreta, con las comunidades de mexicanos negros de la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca, de Veracruz o Chiapas, por mencionar algunos lugares del país.
          Aquéllos, los de entonces, fueron reducidos a la nulidad más humillante. El esclavo, diría Juan Francisco Manzano en su autobiografía de un esclavo, era visto “como un ser muerto”. El esclavo era esclavo, estuviera en las minas, o en las casas de los amos, en los cafetales o en los plantíos azucareros. La diferencia era de grado, de "afecto" del señor, la señora o el capataz.
          El esclavo en su condición personal y como sistema discriminatorio injustificable del cual fue objeto, como lo es la esclavitud, bien se puede decir que carecía de patria. Su patria en última instancia era su amo. El comprar y vender en ese sistema y en ese entonces, era una operación de mercado donde el que compraba obtenía la propiedad de lo comprado.
          Entristezco al leer este anuncio de la época, consultable en cualquier página de internet, “se vende una negra criolla, joven, sana y sin tachas, muy humilde y fiel, buena cocinera, con  alguna inteligencia en lavado y plancha, y escelente (sic) para manejar niños, en la cantidad de 500 pesos”. Después se hizo presente el movimiento contra la esclavitud, hasta lograr la prohibición de la misma.
          Su asimilación a esta su tierra real, concreta, tangible, adherida con grilletes ceñidos en el alma y en la piel, en la conciencia de una pasado que enterró el mar y en la esperanza de un estar vivos para rehacer su rostro, su cultura, su forma de vivir y revivir en un lugar que hicieron suyo desde el momento en que en él hundieron sus pies con el fierro forjado que ata la libertad y sepulta la muerte, sin metáforas ni expresiones moralizantes, románticas, huecas, falsas, carentes de sentido. Actos que avergüenzan a la humanidad, como ahora la trata de personas.
          Sucesos de una historia que nadie desea que se repita. Tal vez los dictadores o los grandes consorcios informáticos que pretenden en estos momentos la esclavitud mental de los ciudadanos del mundo. Pensar y actuar igual. Igual a qué. A lo que disponga la información mediática, coyuntural, que la mano fantasma instale y desinstale en la ciberespacio. La clonación mental a la que me referí un día.

      
Foto: Ingrid L. González Díaz


Las personas afromexicanas vivieron la esclavitud en su expresión más pura. Sometimiento absoluto de una persona al dominio de otra que le elimina su libertad de ser y hacer. Sin embargo, los esclavos son personas a las que se les puede quitar todo, menos la esperanza de ser libres, de soñar que en ellos hay una historia, un camino, un pasado conjugado en presente y futuro que tarde o temprano reencontrarán, porque siempre ha sido suyo, su identidad y pertenencia, su búsqueda de ser en este mundo como persona que está unida al otro, sin dominios ni bajezas. 
          Los esclavos son personas de espíritu libertario. Son cimarrones desde el nacimiento hasta su muerte. Viven su libertad a solas, la viven al dormir, al despertar, al caminar a plena luz del día o en las sombras más negras de la noche. Es una libertad que sueñan y recrean ya sea con las palmas de las manos o al escuchar el canto de un pájaro cualquiera, la caída del agua, el ruido del aire al huir entre las piedras, o al esconderse atrás de lo blanco de la luna.
          Los esclavos son un mundo interior lleno de luces y esperanzas. Un mundo mágico, festivo, jocoso y dulce y, al mismo tiempo, aislado y triste. Un mundo que oscila entre la bruja lechuza y el ritmo del tambor. Entre la gallina negra y el cantar del tocoloro. El silbido de los árboles al son del viento y la raíz negra, universal, que taladra los rincones de la tierra y desgaja cualquier humanismo hipócrita y postizo.
          En el barco negrero nació la nostalgia más pura y humana. Esa nostalgia que se mete al alma al ver a lo lejos una tierra que ya no pisarán jamás, un ser amado que se ausentará por siempre. En ese barco negrero, presos del látigo y el grillete, niños unos, jóvenes otros, mujeres y hombres mordieron a solas el dolor que rodea el ombligo y explota en los ojos y en la boca. Ahí también nació el carbón, el oro y la plata de las minas, el olor del café y la dulce caña, la piel negra unida con la blanca, mestiza, zamba y mulata. El ser humano, el hombre, "es más que blanco, más que mulato, más que negro", diría José Martí.
          Así llegaron por miles los esclavos originarios que poblaron los rincones de este país. Cuántos fueron, cuántos son ahora. Nadie lo sabe. Han pasado seis siglos desde entonces. Su cultura ha empapado el subsuelo, igual que vencedores y vencidos. Crecimos juntos desde entonces hasta ahora. Un sol de rayos negros y una luna de reflejo igual cubrió nuestras historias, nuestros cuerpos roídos de tristeza, ilusión y esperanza.
          Sudor blanco en esta tierra negra. Rítmico olor de huesos y semillas. Dioses ceñidos a la piel de un más allá que danza como perdido en las sombras de la nada. Los colores de la piel se unieron en los ritos de esta nueva tierra. Todos bajo el mismo amanecer y la misma esclava negra que parió otra madre negra, después mulata, después criolla.
          Parafraseando lo dicho por Nicolás Guillén en sus páginas vueltas de sus memorias, a fin de cuentas, el Caribe, México en este caso agrego yo, "está poblado de parientes que se ignoran, que llevan la misma sangre y no lo saben, pues el apellido con que andan por el mundo es sólo el europeo, no el africano, que desapareció en el fondo de la historia cuando el futuro esclavo fue arrebatado a la tribu de que formaba parte".
          Con el tiempo, a estos esclavos se les llamó descendientes africanos. Nada justificará por siempre su compra y venta. El hacerlos míos sin derecho alguno. No eran de África ni de parte alguna, eran de sus amos y sólo de sus amos. Para cubrir este denigrante acto, posteriormente se les agregó el nombre del país donde fueron sembrados, como personas nulas de sentimientos, vacíos, como el infinito, fríos como la piedra, como los muertos.
          Nacen entonces las palabras, bien se podría decir huecas, como afroamericano, afrocubano, afrocolombiano, afrobrasileño, afrofrancés, inglés, español, mexicano y, en el absurdo ya, el afroafricano que como esclavo sirvió a su dueño en ese continente. Palabras tan amplias como el mar, tan ajenas y sin sentido, sin textura ni color. Convenciones al fin y al cabo que nada dicen.
          Seis siglos han pasado y, desde entonces, después de la faena, los llamados en forma inexacta afromexicanos, igual que el indígena y campesino, cierran los ojos y miran en su interior los montes despejados, la sombra de la tarde unirse con la noche y el sonido del viento bailar sobre una hoguera, una casa amorosa, una historia vacía.
          Concluido el sueño. La pobreza cae de bruces en su piel discriminada, el cansancio duerme al niño y en el silencio de sus tumbas sepulta su dolor. La vida del esclavo es de respeto. Faltos de libertad, gente madura la menos, jóvenes en su mayoría, casi niños se podría decir, fueron ubicados en todo el territorio nacional, ya en las minas o en los plantíos azucareros, ya en la construcción o en el trabajo doméstico en las casas de sus dueños.
          Los actuales estados de Guerrero, Veracruz, Oaxaca, Michoacán, Coahuila, Chiapas y Tabasco, comprueban su presencia. Hay otros por supuesto, donde la población de la que hablo se diluyó al paso de las generaciones. En cofradías y dispensas del rey de España, gracias al sacar se les llamaba en unos casos, manumisión o proceso legal de liberación de esclavos, por autocompra unas veces, otras por libertad donada por sus amos, libertad graciosa le llamaban. Después vino la independencia, la abolición de la esclavitud.
          Las personas llamadas genéricamente afromexicanas lucharon igual que todos por la independencia del país. Son ciudadanos mexicanos con derechos y garantías. Actualmente, bajo la premisa de que su cultura es parte de la nuestra, existen muchas comunidades así denominadas. Unos dicen que cuatrocientas, otros que mucho más. Lo cierto es que la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca dan cuenta de ello. El pueblo de Yanga, en Veracruz, y el día del Pueblo Negro Afromexicano (Huazolotitlán, diecinueve de octubre), también.

          Sin embargo, en realidad dan cuenta de ello, las personas negras, mulatas, indígenas o mestizas, "parientes que se ignoran, que llevan la misma sangre", como dice Nicolás Guillen, y forman parte de nuestra misma composición pluricultural originaria. 

Foto: Ingrid L. González Díaz

 * Pendiente de publicarse en Congresistas, periódico bimensual.

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