domingo, 30 de octubre de 2016

Ciudadanía y derechos humanos




Migrantes y derechos humanos*


Genaro González Licea

Hoy en día todavía hay quienes con visión miope de la realidad miran y señalan a los migrantes como el origen de muchos males, sin querer darse cuenta de que también son fuente de enriquecimiento social y cultural de cualquier nación.

Luis María Aguilar Morales


Sucede que en mi país, desde hace tiempo, se ha dado por sembrar personas en lugar de puños de maíz. Muchos de ellos son migrantes arrojados al vacío por el hambre y el desempleo, la inseguridad y la violencia que padecen, que padecemos, en esta sociedad global.
Es un oleaje de peste negra que no distingue ni edades ni sexo. Niños, mujeres y hombres son sepultados por igual. Muerte y migrantes se unen en un punto del camino. La muerte es cruel con el que busca encontrar su propia vida y el remanso de su muerte. Vivir en comunidad y en paz consigo mismo, ser otro y al mismo tiempo el mismo.
La muerte es cruel con los migrantes. Es una muerte que me duele porque ellos al morir yo muero. Muerte y morir son dos cosas que se mezclan al beber el agua. Nosotros, por sí solos, jamás sabremos que es la muerte y el morir por siempre. Uno sabe que la muerte es muerte no porque uno muere, sino porque es el otro el que perece y la humanidad toda con él.
         Familias de miles y miles de migrantes desaparecidos, situación tal vez más dolorosa que la propia muerte, caminan sin encontrar ningún rastro del ser amado. Les guía el instinto y el vaho de calor dejado por los migrantes en las piedras del camino, en las llagas del sol tendidas sobre el piso. ¿Dónde está mi hija, hijo, nieto, esposa o sobrino?, se preguntan desechos de amor y de cansancio mientras buscan sin encontrar a esa parte muy suya, muy íntima que desapareció entre las flores del camino, las hojas de la selva y el aroma permanente de los pinos. ¿Dónde están los migrantes, dónde?
Caravanas de seres queridos una y otra vez buscan por las rutas del migrante. En su peregrinar, ya por valles y matorrales cercanos a la vía del tren, ya por desiertos, selvas, montes o rancherías, encuentran cruces y tumbas, lamentos pegados en las piedras, sangre seca a la orilla del río o pus colgando en la sombra de un árbol que se muere. Son paisajes subterráneos donde los infiernos de Dante son un bello paraíso. Son paisajes donde han transitado, en las nueve o diez o treinta capas de tierra si se quiere, no las mezquindades propias de la condición humana, la rapiña solo camina a flor de piel, sino simples personas como somos todos los que buscamos ganar el pan y el agua para sobrevivir.
         Y es en la última capa del viaje de ultratumba donde la muerte vive agazapada. En ella sucumbieron tantos migrantes, tantos, tantos, que sus cuerpos fueron arrojados al vacío, al peñasco donde el eco vive, a la fosa común donde uno sobre otro le dijeron a dios a este mundo. Tierra y cal fue su oración de despedida. Fraude y corrupción supuraron el sueño de sus sueños. Sus miradas ya nunca dejarán de ver el infinito, y su hermandad, agua que bebieron en la cuenca de sus manos, siempre nos recordará ese agridulce sabor de su paso por la vida.
Infatigables los familiares peregrinos, madres y ancianas por delante, buscan sin tregua a sus seres desaparecidos. Caminan por las rutas de ultratumba, por lugares donde el viento llora, por veredas donde el presagio se siente en los talones, y la esperanza de encontrar el amor perdido, suavemente lagrimea en la porosidad del alma. El viento, como alarido, rompe el presagio de la muerte. Las madres lo saben bien, nadie las engaña, es un viento seco que golpea las entrañas, la sangra y despelleja, se clava y enrosca como animal que suelta su último suspiro.
         Es hora de golpear la tierra, de penetrarla con ese báculo de acero dolorosamente puntiagudo. Tres golpes es el santo y seña, después otros tres y tres más para decirle a la muerte que ya no descansará muy sola. Los gritos de las vísceras y tejidos roídos por gusanos se pegan en el báculo que anuncia el nuevo día. Cavar, cavar, cavar.
         Son ellos, otros y otros más. El subsuelo de mi país está sembrado de migrantes. Ciento cincuenta fosas clandestinas aquí, noventa allá, setenta y cinco más allá. Le siguen seis, catorce, veinte y quién sabe cuántas más. Fosas, fosas y fosas clandestinas en la ruta subterránea del migrante. Los cuerpos anónimos tapizan el mapa nacional. Los picos, las palas y varillas de acero terminan gastados igual que las madres peregrinas. Los cuerpos de los migrantes, unos frescos aún, otros podridos y desechos, parecen respirar de alivio y decir por última vez su nombre.
Las autoridades callan, se lavan las manos como Pilatos y dicen que por más que buscan no encuentran ni un zapato, ni un peluche, ni una gorra vieja que les lleve al paradero de un migrante. La sociedad civil otra vez presente. La ciudadanía evidenciando los derechos humanos pisoteados. Qué lástima que algunas autoridades y sectores mezquinos de la sociedad le ofrezcan a los migrantes en lugar de agua para continuar su camino, miles y miles de litros de repelente para insectos. Bolsas negras y tratos denigrantes.
         La ironía de la vida. Muchos reclamaron sus derechos antes de dormir en la fosa clandestina. Otros fueron asistidos en casas de campaña atendidas por mujeres que ya cansadas de no dar algo de sí al otro que tanto lo requiere, o cansadas simplemente de que en su casa sean golpeadas por las tradiciones machistas arraigadas hasta el ombligo, dejan su pasado e inician el recorrido de un nuevo sendero por la vida. Ahora serán enfermeras, cocineras, meseras, asistentes de niños desnutridos, de señoras y jóvenes violadas y, por supuesto, sin dejar de ser madres y personas que llevan el peso de su casa.
Qué bueno que las mujeres, hombres y no se diga jóvenes, ya no se van, como hace siglos, a los conventos o cementerios espirituales de retiro. Ochocientos migrantes por pasada del tren y el doble que llega caminando paso a paso, les agradecen. Las Patronas son unas, los caravaneros son otros y las carpas que se instalan a la orilla de las vías del tren son otras más. Agréguese organizaciones internacionales y nacionales de derechos humanos en apoyo a migrantes, y miles de personas sin nombre que les obsequian tortillas, frijoles, arroz y ropa limpia, no nueva, para el camino.
         Este es el apoyo de la sociedad civil a los migrantes, que bien puede pasar como políticas públicas en serio. Este es el ejemplo a tantas personas e instituciones que ven a los migrantes como una mercancía, sin darse cuenta que son personas y ciudadanos que huyen del hambre, desempleo, inseguridad y violencia de sus respectivos lugares de origen y se internan a otro donde las cosas no son tan distintas como allá …
Los migrantes, en mí país, son personas que buscan una vida distinta y encuentran, muchas veces, una fosa clandestina como casa. El alma enroñada de los enterradores jamás descansará sobre la tierra.


*Pendiente de publicar en Congresistas, periódico bimensual.
  

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