sábado, 1 de octubre de 2016

Ciudadadanía y derechos humanos*


La pobreza, una violencia olvidada


Genaro González Licea


La pobreza no es un tema de superación personal. Llámese como se le llame y clasifíquela como se quiera. Tampoco es un problema de éxito o fracaso, de ser un holgazán o trabajar de sol a sol hasta reventar los pulmones o los sesos. Es un problema propio de la reproducción de capital y, más todavía, de la desmedida concentración del ingreso.
La pobreza es una de las formas más crudas de ejercer violencia. Unos la ejercen y otros solamente tienen la opción de morir en ella. Al fondo, con “lágrimas de cocodrilo”, los partidos políticos, sindicatos y el propio Estado, ven agonizar a sus conciudadanos en la mínima, mediana o extrema pobreza. En las entrañas de la miseria, para decirlo claro. Es la violencia olvidada que evidencia el camino desmesurado de las bolsas y cuentas bancarias llenas, sin importar el deterioro o exterminio del otro. La psicología del individualismo posesivo, de la destrucción, soberbia y gula por el dinero.
          Comprueba lo que digo, entre otros factores, el desempleo y masa salarial o participación de los salarios de los trabajadores (lo que incluye pago en sueldos y contribuciones sociales) en relación con el producto interno bruto. Hace trece años en mí país, por ejemplo, escúchese, en dos mil tres, según el anuario económico financiero 2007, esta última representó el 31.68% del citado producto (otras estadísticas señalan el 32.52%), cifras, para el caso, a todas luces invertidas, en relación con aquellos países que se esmeran por lograr una más justa distribución de su riqueza e invertir, por supuesto, en educación, salud y bienestar social.
De qué sirve que un país crezca, si no existe su correspondiente distribución del ingreso y cambio social esperado. Crecer para unos cuantos es fomentar, según mí parecer, un desarrollo económico perverso, pues tal hecho más que reducir una situación de pobreza, la reproduce e incrementa. Incluyo en este hecho los miles de programas y acciones estatales que, por la forma de implementarse, posibilitan generar un alto grado de corrupción y clientelismo. Parecería que soy un ciudadano beligerante, pero no es así. Solamente pongo en la mesa datos que, tal vez por insignificantes, se omiten a la hora de sumar, restar, multiplicar o dividir.
          Si estoy en lo correcto, yo me pregunto: con esta cifra de empleo y masa salarial, ¿cómo rechazar las remesas de los miles de millones de dólares (se estima que en 2014 la remesa fue de 24,231 millones de dólares y al año siguiente de 25,000) que envían de Estados Unidos los trabajadores mexicanos anualmente? Paisanos que, por cierto, ya no son únicamente iletrados, como fue la idea durante años, sino también, personas que han recibido una educación y emigran ante la falta de un empleo en México.
          Un país que crece económicamente, pero su riqueza se concentra en las manos de unos cuantos. Un país que no distribuye su ingreso para desarrollar el bienestar de su población, en su sector educativo o de salud, por ejemplo, será un país pobre y cada vez más hundido en su pobreza. Será un país donde ésta constituya la máxima expresión de la violencia humana. En resumidas cuentas, un Estado que abandona a su suerte a los millones de pobres que forman parte de su base social, es un Estado que fomenta la violencia. Su poder está en la fuerza de unos cuantos, pero lo lamentable es que su democracia, si la tiene, es una fantasía, una imagen de papel, un juego ficticio que en realidad nadie juega.
          Es tan grande la violencia que genera la pobreza en mi país, que un pobre, así esté situado en la extrema pobreza (según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, como en otro momento dije, en dos mil ocho, 48.8 millones de personas estaban en esa situación), si ve hacia el piso, encontrará siempre a una persona o personas más pobres que él. Sobreviven en su propia selva, con sus propias leyes, dioses y costumbres.
          Son los olvidados del Estado, los retazos humanos que un día serán deslizados en la fosa común. El Estado es ciego, la sociedad y los dueños del capital también. Aquí inicia la fragilidad de la democracia. En la pobreza olvidada. En la pobreza como violencia humana, creada por el hombre sobre el hombre.
          ¿Qué pasaría si las personas olvidadas por las instituciones gubernamentales reclamaran sus derechos? De ninguna manera planteo una lucha por el poder de los pobres y proletarios, de la cual ya nadie dice algo en esta democracia de seda y ejercicio del poder virtual. Tampoco el surgimiento de un tercer estamento social, sino únicamente la posibilidad de que unas voces que reclamen del Estado el cumplimiento de su tarea de generar y proporcionar empleo, educación, seguridad y bienestar social. Qué pasaría, por ejemplo, si los indigentes y vagabundos solicitaran algunas cuestiones básicas, como atenciones de salud y votar, ya no digamos ser votados.
          Ambos, indigentes y vagabundos, antes que nada son ciudadanos de éste país, personas que habitan en este mundo. Son personas que tienen derechos, por decir algunos, a un medio ambiente sano, vivienda, educación, expresarse libremente, vivir con dignidad y no ser discriminados. Pero de todos ellos y cien más que me faltó decir, retomo, como anuncié, el derecho a la salud y el derecho a ejercer su voto.
          A reserva de equivocarme, si los indigentes y vagabundos solicitaran tales derechos, lo que provocarían, estimo, es desconcierto absoluto en las cúpulas del Estado, seguido de un no por todos lados como respuesta. Un no con mayúscula, negrillas y subrayado.
          La razón es más que lógica, se carece de una infraestructura para atenderlos, incluso, es posible que la ley en este punto tenga lagunas o porosidades. Además, se puede pensar erróneamente, por qué atender a personas que realmente no existen en las acciones públicas de mi país. Tema nada novedoso, pues si en otros tiempos los esclavos no eran ciudadanos, ahora, en plena globalización, crecimiento económico sin precedentes y democracia de seda, los indigentes y vagabundos tampoco.
          La negativa a la que me refiero vendría desde los guardias de seguridad de los edificios públicos, hasta las personas que turnan las peticiones recibidas. ¿De cuándo acá las personas mugrientas, de olor podrido, hediondo, fétido, apestoso, y demás calificativos similares, tienen derecho de pedirle algo al Estado?
          Sin embargo, por esas cosas inexplicables de la vida, litigio estratégico es una posible explicación, puede suceder que la demanda de los indigentes y vagabundos pase de la barandilla y llegue al escritorio de un juzgado. ¿Sería la misma respuesta?, ¿qué hacer con personas que carecen de documentos que acrediten dónde viven, que no trabajan y quieren votar?
          Obvio detalles y concluyo el tema. Fue el caso de un vagabundo o indigente, lo mismo da, que solicitó le reconocieran su derecho de ejercer el voto, y logró, escúchese bien, sentencia favorable. Sentencia que es muy importante, pues sirve como precedente a otros vagabundos o indigentes que intenten ejercer el mismo derecho y, más todavía, un alerta para que las instituciones gubernamentales atiendan a las personas que viven en pleno desamparo y discriminadas por las mismas estructuras del poder.
          Entre los secuestros, asaltos y asesinatos, escucho la nota periodística de Érica Mora sobre el tema. Se trata, dice, “de Fernando, un hombre de 55 años que desde 2003 vive en la calle. Fernando vive en calles de la Ciudad de México. En 2014, acudió a un módulo del INE para tramitar la credencial pero al vivir en la calle, no tenía un comprobante de domicilio, requisito que exige la ley para realizar este trámite. Su caso llegó hasta la Sala Regional del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Los magistrados verificaron que Fernando vive en situación de calle. Personal del Tribunal Electoral visitó y entrevistó a los vecinos de las calles en las que Fernando pernocta".
          Al principio, naturalmente, el módulo de atención ciudadana le negó su petición por no contar con un comprobante de domicilio al vivir en situación de calle. Fernando, agredido por este rechazo a su derecho constitucional de votar, presentó un juicio. La sala regional del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación que conoció el asunto, le dio la razón jurídica y ordenó, de acuerdo con el expediente número SDF-JDF-455/2014, dos cosas centrales.
          Una: se expidiera y entregara la credencial para votar con fotografía a la persona que la solicitó, siempre y cuando no existiera otra causa de improcedencia y, dos: que el área administrativa correspondiente, tomara las medidas pertinentes para "incluir un procedimiento especial para la expedición de la credencial a las personas que se encuentren en situación de calle". Este último documento se denominó: procedimiento para la expedición de la credencial para votar a ciudadanos en situación de calle y que carezcan de un comprobante de domicilio. Registro Federal de Electores, abril 2015, consultable en el Instituto Nacional Electoral.
          Por lo que respecta al indigente que solicitó servicios de salud, tengo en realidad, muy poco que decir. Hasta donde percibo, el amparo 427/2014 está por resolverlo el tribunal colegiado competente. En otra ocasión abordaré el tema. Basta señalar, por lo pronto, que el argumento de la persona indigente es que al vivir en la calle su salud cada vez más se agrava y el Estado carece, entre otras acciones, de programas, servicios de salud y obras, que proteja sus derechos humanos, los derechos constitucionales de los indigentes, lo cual viola su derecho fundamental al reconocimiento de la dignidad humana.
          Tema nada sencillo y, por ello mismo, es posible que mejor se deje pasar, o como se dice en el ámbito jurídico, no se estudie el fondo del asunto. De ser esto así, el tema esperará por muchas décadas más en el olvido. Los pobres seguirán cada vez más pobres y los ricos más ricos. ¿Para qué detenernos ahora en ellos? Es de recordar que la dignidad mundana, de los harapientos, menesterosos e indigentes, es en realidad una parte de nosotros mismos. Tan indigente es el indigente, como nosotros que toleramos y, por qué no decirlo, propiciamos esa situación.
          ¿Cuál es ese derecho humano al reconocimiento de la dignidad de un indigente? La dignidad es algo que no tiene precio. ¿Qué es en los indigentes ese algo sin precio? Quizás la misma muerte. Quizás la condición universal de ser un ser humano y reconocerse como tal en otro ser humano. El círculo está abierto desde antes de Kant y de Kant a nuestros días. Es un tema universal donde comulgamos todos.
          Es tiempo de esperar. Por lo pronto, se resuelva en el sentido que fuere, el derecho fundamental en cuestión ya no estará vacío. Un indigente le dio sentido, fuerza, contenido. Lo instaló en la doctrina y en la conciencia de los ciudadanos y de las instituciones del Estado. Lo cual no es poca cosa.


* Pendiente de publicar en Congresistas, periódico bimensual. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario