La pobreza, una violencia olvidada
Genaro González Licea
La pobreza no es un tema de superación personal. Llámese como se le llame
y clasifíquela como se quiera. Tampoco es un problema de éxito o fracaso, de
ser un holgazán o trabajar de sol a sol hasta reventar los pulmones o los
sesos. Es un problema propio de la reproducción de capital y, más todavía, de
la desmedida concentración del ingreso.
La pobreza es una de las formas más crudas de ejercer
violencia. Unos la ejercen y otros solamente tienen la opción de morir en ella.
Al fondo, con “lágrimas de cocodrilo”, los partidos políticos, sindicatos y el
propio Estado, ven agonizar a sus conciudadanos en la mínima, mediana o extrema
pobreza. En las entrañas de la miseria, para decirlo claro. Es la violencia
olvidada que evidencia el camino desmesurado de las bolsas y cuentas bancarias
llenas, sin importar el deterioro o exterminio del otro. La psicología del
individualismo posesivo, de la destrucción, soberbia y gula por el dinero.
Comprueba lo que digo, entre
otros factores, el desempleo y masa salarial o participación de los salarios de
los trabajadores (lo que incluye pago en sueldos y contribuciones sociales) en
relación con el producto interno bruto. Hace trece años en mí país, por
ejemplo, escúchese, en dos mil tres, según el anuario económico financiero
2007, esta última representó el 31.68% del citado producto (otras estadísticas
señalan el 32.52%), cifras, para el caso, a todas luces invertidas, en relación
con aquellos países que se esmeran por lograr una más justa distribución de su
riqueza e invertir, por supuesto, en educación, salud y bienestar social.
De qué sirve que un país crezca, si no existe su
correspondiente distribución del ingreso y cambio social esperado. Crecer para
unos cuantos es fomentar, según mí parecer, un desarrollo económico perverso,
pues tal hecho más que reducir una situación de pobreza, la reproduce e
incrementa. Incluyo en este hecho los miles de programas y acciones estatales
que, por la forma de implementarse, posibilitan generar un alto grado de
corrupción y clientelismo. Parecería que soy un ciudadano beligerante, pero no
es así. Solamente pongo en la mesa datos que, tal vez por insignificantes, se
omiten a la hora de sumar, restar, multiplicar o dividir.
Si estoy en lo correcto,
yo me pregunto: con esta cifra de empleo y masa salarial, ¿cómo rechazar las
remesas de los miles de millones de dólares (se estima que en 2014 la remesa
fue de 24,231 millones de dólares y al año siguiente de 25,000) que envían de Estados
Unidos los trabajadores mexicanos anualmente? Paisanos que, por cierto, ya no
son únicamente iletrados, como fue la idea durante años, sino también, personas
que han recibido una educación y emigran ante la falta de un empleo en México.
Un país que crece
económicamente, pero su riqueza se concentra en las manos de unos cuantos. Un
país que no distribuye su ingreso para desarrollar el bienestar de su
población, en su sector educativo o de salud, por ejemplo, será un país pobre y
cada vez más hundido en su pobreza. Será un país donde ésta constituya la
máxima expresión de la violencia humana. En resumidas cuentas, un Estado que
abandona a su suerte a los millones de pobres que forman parte de su base
social, es un Estado que fomenta la violencia. Su poder está en la fuerza de
unos cuantos, pero lo lamentable es que su democracia, si la tiene, es una fantasía,
una imagen de papel, un juego ficticio que en realidad nadie juega.
Es tan grande la
violencia que genera la pobreza en mi país, que un pobre, así esté situado en
la extrema pobreza (según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de
Desarrollo Social, como en otro momento dije, en dos mil ocho, 48.8 millones de
personas estaban en esa situación), si ve hacia el piso, encontrará siempre a una
persona o personas más pobres que él. Sobreviven en su propia selva, con sus
propias leyes, dioses y costumbres.
Son los olvidados del
Estado, los retazos humanos que un día serán deslizados en la fosa común. El
Estado es ciego, la sociedad y los dueños del capital también. Aquí inicia la
fragilidad de la democracia. En la pobreza olvidada. En la pobreza como
violencia humana, creada por el hombre sobre el hombre.
¿Qué pasaría si las
personas olvidadas por las instituciones gubernamentales reclamaran sus
derechos? De ninguna manera planteo una lucha por el poder de los pobres y
proletarios, de la cual ya nadie dice algo en esta democracia de seda y
ejercicio del poder virtual. Tampoco el surgimiento de un tercer estamento
social, sino únicamente la posibilidad de que unas voces que reclamen del
Estado el cumplimiento de su tarea de generar y proporcionar empleo, educación,
seguridad y bienestar social. Qué pasaría, por ejemplo, si los indigentes y
vagabundos solicitaran algunas cuestiones básicas, como atenciones de salud y
votar, ya no digamos ser votados.
Ambos, indigentes y
vagabundos, antes que nada son ciudadanos de éste país, personas que habitan en
este mundo. Son personas que tienen derechos, por decir algunos, a un medio
ambiente sano, vivienda, educación, expresarse libremente, vivir con dignidad y
no ser discriminados. Pero de todos ellos y cien más que me faltó decir, retomo,
como anuncié, el derecho a la salud y el derecho a ejercer su voto.
A reserva de equivocarme,
si los indigentes y vagabundos solicitaran tales derechos, lo que provocarían,
estimo, es desconcierto absoluto en las cúpulas del Estado, seguido de un no
por todos lados como respuesta. Un no con mayúscula, negrillas y subrayado.
La razón es más que
lógica, se carece de una infraestructura para atenderlos, incluso, es posible
que la ley en este punto tenga lagunas o porosidades. Además, se puede pensar
erróneamente, por qué atender a personas que realmente no existen en las
acciones públicas de mi país. Tema nada novedoso, pues si en otros tiempos los
esclavos no eran ciudadanos, ahora, en plena globalización, crecimiento
económico sin precedentes y democracia de seda, los indigentes y vagabundos
tampoco.
La negativa a la que me
refiero vendría desde los guardias de seguridad de los edificios públicos, hasta
las personas que turnan las peticiones recibidas. ¿De cuándo acá las personas
mugrientas, de olor podrido, hediondo, fétido, apestoso, y demás calificativos
similares, tienen derecho de pedirle algo al Estado?
Sin embargo, por esas
cosas inexplicables de la vida, litigio estratégico es una posible explicación,
puede suceder que la demanda de los indigentes y vagabundos pase de la
barandilla y llegue al escritorio de un juzgado. ¿Sería la misma respuesta?, ¿qué
hacer con personas que carecen de documentos que acrediten dónde viven, que no
trabajan y quieren votar?
Obvio detalles y concluyo
el tema. Fue el caso de un vagabundo o indigente, lo mismo da, que solicitó le
reconocieran su derecho de ejercer el voto, y logró, escúchese bien, sentencia
favorable. Sentencia que es muy importante, pues sirve como precedente a otros
vagabundos o indigentes que intenten ejercer el mismo derecho y, más todavía,
un alerta para que las instituciones gubernamentales atiendan a las personas
que viven en pleno desamparo y discriminadas por las mismas estructuras del
poder.
Entre los secuestros,
asaltos y asesinatos, escucho la nota periodística de Érica Mora sobre el tema.
Se trata, dice, “de Fernando, un hombre de 55 años que desde 2003 vive en la
calle. Fernando vive en calles de la Ciudad de México. En 2014, acudió a un
módulo del INE para tramitar la credencial pero al vivir en la calle, no tenía
un comprobante de domicilio, requisito que exige la ley para realizar este
trámite. Su caso llegó hasta la Sala Regional del Tribunal Electoral del Poder
Judicial de la Federación. Los magistrados verificaron que Fernando vive en
situación de calle. Personal del Tribunal Electoral visitó y entrevistó a los
vecinos de las calles en las que Fernando pernocta".
Al principio,
naturalmente, el módulo de atención ciudadana le negó su petición por no contar
con un comprobante de domicilio al vivir en situación
de calle. Fernando, agredido por este rechazo a su derecho constitucional
de votar, presentó un juicio. La sala regional del Tribunal Electoral del Poder
Judicial de la Federación que conoció el asunto, le dio la razón jurídica y
ordenó, de acuerdo con el expediente número SDF-JDF-455/2014, dos cosas
centrales.
Una: se expidiera y
entregara la credencial para votar con fotografía a la persona que la solicitó,
siempre y cuando no existiera otra causa de improcedencia y, dos: que el área
administrativa correspondiente, tomara las medidas pertinentes para
"incluir un procedimiento especial para la expedición de la credencial a
las personas que se encuentren en situación de calle". Este último
documento se denominó: procedimiento para
la expedición de la credencial para votar a ciudadanos en situación de calle y
que carezcan de un comprobante de domicilio. Registro Federal de Electores,
abril 2015, consultable en el Instituto Nacional Electoral.
Por lo que respecta al
indigente que solicitó servicios de salud, tengo en realidad, muy poco que
decir. Hasta donde percibo, el amparo 427/2014 está por resolverlo el tribunal colegiado
competente. En otra ocasión abordaré el tema. Basta señalar, por lo pronto, que
el argumento de la persona indigente es que al vivir en la calle su salud cada
vez más se agrava y el Estado carece, entre otras acciones, de programas,
servicios de salud y obras, que proteja sus derechos humanos, los derechos
constitucionales de los indigentes, lo cual viola su derecho fundamental al reconocimiento de la dignidad humana.
Tema nada sencillo y, por
ello mismo, es posible que mejor se deje pasar, o como se dice en el ámbito
jurídico, no se estudie el fondo del asunto. De ser esto así, el tema esperará
por muchas décadas más en el olvido. Los pobres seguirán cada vez más pobres y
los ricos más ricos. ¿Para qué detenernos ahora en ellos? Es de recordar que la
dignidad mundana, de los harapientos, menesterosos e indigentes, es en realidad
una parte de nosotros mismos. Tan indigente es el indigente, como nosotros que
toleramos y, por qué no decirlo, propiciamos esa situación.
¿Cuál es ese derecho
humano al reconocimiento de la dignidad de un indigente? La dignidad es algo
que no tiene precio. ¿Qué es en los indigentes ese algo sin precio? Quizás la
misma muerte. Quizás la condición universal de ser un ser humano y reconocerse
como tal en otro ser humano. El círculo está abierto desde antes de Kant y de
Kant a nuestros días. Es un tema universal donde comulgamos todos.
Es tiempo de esperar. Por
lo pronto, se resuelva en el sentido que fuere, el derecho fundamental en
cuestión ya no estará vacío. Un indigente le dio sentido, fuerza, contenido. Lo
instaló en la doctrina y en la conciencia de los ciudadanos y de las
instituciones del Estado. Lo cual no es poca cosa.
* Pendiente de publicar en Congresistas, periódico bimensual.
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