Genaro González Licea*
La vida de una persona hundida en la pobreza es un
desierto interminable. Cualquiera lo sabe bien. Se dice que la vida y la muerte
quieren a todos por igual. Cualquier persona, sin ninguna distinción social, siempre
sentirá mecer el viento entre sus manos y la muerte será su eternidad eterna.
Sin
embargo, en la pobreza la luz tiene un permanente brillo mate, y el paisaje es
tan desolado como un cementerio en el olvido. En la pobreza el espíritu de la
sobrevivencia educa y enseña a caminar en el subsuelo. Crecer entre cartones,
techos de lámina o enramada, en montones de cascajo o en hoyos en la tierra,
genera un espíritu guerrero, una condición humana compleja, un acertijo de
seres enterrados en sus propias ruinas. Seres que caminan en silencio como el
aire entre las hojas. Caminar indescifrable, por lo general, a la vista de los
poderes del Estado.
En esta
pobreza pegada como costra al piso, el orgullo occidental y el linaje de sangre
es una innecesaria oración para dormir tranquilo. La humildad es, en cambio, la
comunión de todos. Es un rezo que nace del alma para mí y para él al mismo
tiempo. Agua fresca, fraterna, comunión de un espíritu de barro. Sangre guerrera
que enfrenta la vida para entrar, con dignidad, al regazo de la muerte. Origen
y conclusión de un vagabundo. Es una humildad, lo digo una vez por todas, que
está muy lejos de esa que se ubica con la cabeza baja del vencido y humillado. La
del espíritu pordiosero que se abandona asimismo para causar lástima en el
otro.
Reproches y disculpas aquí no caben.
Resentimientos, odios y rencores tampoco. Al principio no se entiende así, pero
al paso del tiempo lo mejor es entender que odiar no lleva a nada. Que el odio
es un nudo que nos hace más pobres de lo que somos. Que la venganza es un
obstáculo para vivir de pie. Que lo mejor es cambiar su adversidad para estar
en paz consigo mismo y con el otro y, al mismo tiempo, para lograr la
subsistencia de nuestros propios pasos.
Uno al
transformar el odio, me parece, puede ver tanto el socavón del olvido en el que
vive, como esa pequeña luz, conciencia le dicen los que saben, que permite expresar
que la pobreza no es la condición de un estado natural, sino la expropiación de
la riqueza.
Esta
simple verdad a lo largo de la historia ha tenido tantos y tantos matices y
colores, igual que un camaleón fosilizado en una piedra de jade a pleno mediodía.
Unos matices en el renacimiento, en la revolución industrial otros, y otros más
en la sociedad contemporánea y global donde vivimos.
La pobreza es una y solamente una,
aunque se le trate de medir al revés y al derecho, con centímetros, kilos o
kilómetros. La forma más socorrida es la económica. En ella se dice que una persona
es más o menos pobre de acuerdo con lo que come, al acceso que tenga a los
llamados “consumos básicos”, o bien, se agrega, de acuerdo con los ingresos
promedio de una sociedad cualquiera, donde aparece como novedad y asombro de
los que nada o muy poco sabemos del tema, el concepto de equidad.
¿Es
difícil entender que la realidad de la miseria es una realidad aparte? En la
miseria tener menos, igual o más que el otro, es tan intrascendente y falso,
como una mentira, o absoluta verdad si se prefiere, atrapada en el hueco de una
caja de cartón. En la miseria no ser nada ni nadie se mastica a solas. Es un
dolor que se respira, si vive, se come y late pegado a uno como el aire en la
sangre o la piel en la sombra. “No soy ni seré nadie” es un gruñido que se da
por cierto. Es una verdad verdadera de verdad que permite luchar y, sobre todo,
sobrevivir para vivir.
¿De qué
sirve que crezca la economía si ésta solamente beneficia a unos cuantos? La
concentración de la riqueza es la regla general. Las estadísticas mitigan las
culpas de la opulencia. Nada dicen a los marginados del subsuelo, a la
ciudadanía de los indigentes, de los vagabundos, de los expulsados y excluidos
del banquete. Crecer para sí y para nadie más. Sin cambio educativo y cultural
de la ciudadanía, es crecer a sus espaldas y encima de sus hombros.
La
pobreza se llama pobreza en cualquier estómago vacío. Vivir en la basura, comer
la sorpresa que ella nos depare. Dormir en la soledad de un parque, en una
construcción abandonada, o bien con un perro a la sombra de la noche, desde los
tiempos más remotos hasta nuestros días se llama pobreza, mídasele como se le
mida, con lavadora de ropa o sin ella, con televisor o sin él. Siempre será más
fácil medir la pobreza, que intentar resolverla al paso de los años.
Según
datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), citado
por el diario La Jornada, en dos mil once el porcentaje de los mexicanos que
vivían en la pobreza era de 36.3 por ciento, lo cual se traduce en 40 millones 778
mil mexicanos que vivían en dicha situación y 14 millones 940 mil en la
indigencia, sin mencionar a los niños en situación de calle, aproximadamente 95
mil, ni mujeres víctimas de violencia abandonadas a su suerte. Cifras
preocupantes y que lastiman a cualquier persona con mínima conciencia social.
¿Son
muchos o pocos los mexicanos que viven en la indigencia y en la pobreza? Yo no
lo sé y de verdad, sí quisiera saberlo. Las estadísticas bailan y coquetean sin
control. Yo espero, por bien de todos, que en la próxima encuesta nacional de
ingresos y gastos de los hogares mexicanos (Enigh), las instituciones
encargadas de llevarla a cabo, cumplan con la obligación de proporcionarnos
estadísticas veraces, de acuerdo con el compromiso vinculante que el Estado
mexicano firmó, al respecto, en el Pacto Internacional de Derechos Económicos,
Sociales y Culturales.
En tanto
eso sucede, los indigentes y vagabundos, los marginados que habitan en el subsuelo
de esta tierra mía, los pobres más pobres que los pobres, los que se sumergen
sin esperanza en el lodo de la muerte, en la desolación de vivir desahuciados
por el resto de sus días, no pueden más que luchar por sobrevivir en este
mundo.
Son
personas, es cierto, ciudadanos del Estado, siempre y cuando, por ejemplo, no
se les ocurra, ni en forma individual y menos aún en forma colectiva, solicitar
votar y ser votados y, mucho menos, buscar atenciones de salud y medicinas
gratis. Se colapsarían las instituciones. Todos lo saben y lo gritan. Tiemblan
al pensarlo solamente.
Por lo
pronto, lejos de estos murmullos, un anciano sentado en tres ladrillos, ajeno
de sí y olvidado del mundo, mira su muerte antes de morir. Siente vivir la
tristeza de esa mirada que un día, en suspiro de muerte, su perro, viejo y cansado
ya, como ahora él, le dejó en sus adentros para siempre. Su vida fue dispersa.
Amputó su niñez y juventud por un amor que nunca encontró en la vida. En un
desierto dejó su deseo de seguir como una nube que se pierde más allá de la
nada. El cansancio le sorprendió en plena oscuridad y desconsuelo.
El
salvajismo del capital le hizo vomitar hasta los huesos. Su obsesión de
sobrevivir con un recuerdo amoroso muy suyo, muy de nadie, le permitió amar su
pobreza en el naufragio, perderse como un velero hacia la nada. Sentado en tres
ladrillos, su tristeza languidece entre la inmensidad del firmamento y el
silencio que abriga la basura y los escombros que un día cubrirán sus últimos
pasos del camino.
* Profesor del Instituto Federal de Defensoría Pública
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