lunes, 22 de agosto de 2016

Ciudadanía y derechos humanos*


El rostro de la pobreza o la inhumana inequidad



Genaro González Licea




La pobreza no es un estado natural de ninguna persona que habite esta tierra. Tampoco es un acto fatídico que escurre del oráculo.
Nadie nace pobre por orden y gracia de la divina providencia. Se nace en una atmósfera de pobreza, como otros en una de riqueza, y otros más, alimentados de ambas, asumen el camino de la especulación financiera. Dinero virtual que beneficia a los que más tienen, al salvajismo de la acumulación del dinero. Si esta idea queda en la mente de todo aquel que lea éstas líneas, tendré una razón más para morir tranquilo, lo digo muy de veras.
Cuando las personas huyen del hambre o nacieron en ella, un mundo grisáceo domina su existencia en los cuatro puntos cardinales. La única luz para vivir es, por sobre todas las cosas, sobrevivir. La presa se deshilacha diente con diente. El hambre del otro es parte de la mía. Sobrevivir por encima de todo es un privilegio, un principio que une y se respeta. Esto lo sabe bien todo aquel que araña lo descarnado de la vida. En silencio cada quien sabe su dolor y su peso a cuestas.
         En la supervivencia, como forma de vida, en realidad no se vive, o bien, si se quiere, se vive de otra manera. En ella la vida es un espacio de luto permanente, un manjar de dioses y diosecillos que han olvidado el dolor de la miseria. El aire es pesado como plomo, y el sol, como niño enfermo, ilumina de inicio a fin el día. La pobreza es una diáspora que crea miles y miles de indigentes y tumbas colectivas. Hermanos de ruta que vivirán con la desesperanza de sortear la vida y buscarán, por siempre, la esperanza de sobrevivir en los escondrijos donde ni el diablo se asoma.
         Vivirán en el desamparo. Será un alivio, y a la vez una tragedia, respirar y caminar. Ver que sus seres queridos desgarran sus deseos de ser otros. Sentimiento hiriente, culpa harapienta que, como hielo cuajado en los estanques de invierno, durará, en sus adentros, el resto de sus días. La revuelta de los esclavos, obreros, jornaleros y campesinos, está presente todo el tiempo, igual, naturalmente, que los medios para evitarla. La permanente lucha de los contrarios en el marco de la historia.
         El cataclismo de la pobreza en el campo se desgrana como mazorca en olotera, como silencio que corta la piel más íntima del alma, al ver las piedras ahumadas con el comal encima, el café hirviendo y la tortilla a un lado. En las ciudades no es gran cosa lo que cambia. De la basura salen suburbios, ciudades perdidas y refugio de indigentes. Cartones, tablas y alambres. Láminas, llantas y colchones roídos. Ropa y zapatos viejos. Comida, perros y niños abandonados. Madres golpeadas, padres caídos de borrachos y jóvenes atados al rencor y al vicio evasivo de la vida. Son pocos los que acumulan fuerza para salir del agujero.
         En esta crudeza de vivir, el realismo de algunas pinturas de Caravaggio, de Michelangelo Merisi Caravaggio, no es sino el perfumado olor de un bañado vagabundo. De un brabucón perdido de borracho. Las costras de la pobreza no las dibuja nadie. Ni el asesino en serie, ni el psicópata sangriento. El subsuelo de la miseria es tan negro como negro es el más allá de lo más negro del infinito. Donde nada se ve. Donde nadie, incluso uno, se atreve a asomar siguiera. Es el lugar donde habitan los expulsados a cielo abierto, unos por dios y otros por el diablo, para el caso lo mismo da. Es un lugar donde miles de personas se revuelcan en las entrañas de la nada. Polvo, lodo, mugre amorosa que les une en sus sueños de salir de un pozo eterna y profundamente solo.
         La pobreza, como dije, no es un estado natural de persona alguna que habite en esta tierra. Son las condiciones que nos rodean, en gran porcentaje inhumanas, las que nos tiran al vacío. Uno puede tener las mejores intenciones, pero la losa del poder, de las personas de carne y hueso que integran los nudos del poder, difícilmente muestran interés compatible con los vagabundos, con los decapitados sociales arrojados a los escombros de la sociedad, los muertos en vida, los que no viven, sino sobreviven, los que respiran en la más íntima soledad para escuchar el latido del alma, el sentir de la vida y la fuerza de seguir con las consabidas siete caídas de la historia. Mínimas, por supuesto.
         Las condiciones a las que me refiero no son las que propician los vecinos, ni el arroyo que duerme al caer la luna o, crecido por la lluvia, grita su libertad como animal atado, preso, como nosotros, de sueños incumplidos. Tampoco es la fatalidad de los hijos siguiendo los pasos de sus ancestros por los siglos de los siglos.
         Son otros los factores que nos hunden. Uno de ellos es la forma de reproducción de capital, la crudeza para reproducirlo. La gula desmedida para que una fábrica sea en el menor tiempo dos o tres, mejor aún, en lugar de una con mejores condiciones para sus obreros. Acompaña a todo esto la complicidad del Estado para desgajar los sentimientos de la gente, desgranar sus esperanzas y dejarlos, rotos de voluntad, como ánimas en pena. Las instancias encargadas para ello tienen su nombre, se llaman aparatos ideológicos de Estado.
         La pobreza, cierto, de ninguna manera es un estado natural. Nadie nace pobre, es el ser social el que empobrece. Un año encima de otro, un imperio de inequidad a la vuelta de la esquina. En un país donde reine la inequidad, la inequidad no a secas, sino la inequidad más cruda, seguida de una concentración del ingreso igual, el trabajo solamente permitirá ganarse el pan, comprarse ropa y un par de zapatos para la semana y mucho meses más, pero esto no se debe de gritar, de hacerlo, se hablará entonces de los infieles proletarios.
         Y cuántos son los desamparados, los que viven sin techo, los que fundan ciudades perdidas, habitan calles, coladeras, basureros. Cuántos son todos aquellos que viven sin más ambición que sobrevivir en condiciones reducida a escombros. Y cuántos más los asalariados: obreros, albañiles, jornaleros. Los números son muy grandes, de ahí el nacimiento de la pobreza a secas, pobreza moderada y la extrema pobreza en una ciudad cualquiera.
         Se tiene, sin entrar en divisiones de la pobreza, que en dos mil ocho, según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo (Coneval), existían 48.8 millones de personas pobres en el país, cifra que creció en dos mil diez a 52, millones, claro está.
         Para mesurar el dato, vergonzoso de arriba a abajo, en dos mil catorce el mismo consejo habla de pobreza moderada y pobreza extrema. La primera con un total de 43.9 millones y la segunda con 11.4. De cualquier manera, la situación en este renglón empeora. Los pobres mueren y nacen pobres. Decir que nacen endeudados quedó atrás. La deuda externa se pagó con soberanía nacional y la pobreza seguirá, por siempre al ras del piso.
         Para estos años se ha hecho todo lo habido y por haber para que a los pocos millonarios se les vea como dioses de carne y hueso, sin embargo, diría mi profesor Alponte, “no es posible aceptar eso como una norma común de la vida y que después de dos siglos no hemos encontrado la igualdad ante la ley”. Parecería que nuestra forma de comportarnos está supeditada a lo que dicen los dioses, los otros, los políticos y la oligarquía.
         La distancia entre pobres y ricos es cada vez mayor. La violencia de la pobreza en su expresión más cruda. Ésta es la sombría realidad de la pobreza, de la más inhumana condición de la miseria. Del espejo, donde el otro al verse me ve. 



 Cortesía: Segundo Seminario de Red de Bibliotecas del PJF.
*Pendiente de publicar en Congresistas, periódico bimensual.


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