viernes, 27 de noviembre de 2015

Ciudadanía y derechos humanos *

La otra cara del derecho de la infancia


Genaro González Licea

Para don Pedro Arroyo Soto:
Gran amigo y ejemplo de vida.


 Foto: Ingrid L. González Díaz

Las cosas, por su propia naturaleza, tienen la virtud de su contrario, la dialéctica en su unidad. Recuerdo las palabras dejadas caer por Marco Aurelio en sus pensamientos: “al besar a tu hijo, decía Epicteto, debes decir en tu interior: mañana probablemente morirá. —Es de mal agüero.— Nada de mal agüero, responde él, sino la indicación de un hecho natural. ¿O es de mal agüero segar las espigas?”.
          Así es el comportamiento de las cosas, de los actos, de la vida. Tienen, en su propia unidad, un doble juego. Un revés y un derecho. Amar uno sin desamar el otro. Esto me recuerda a Nietzsche, su amor fati, amar las cosas como son. Amar en su doble juego a la vida, a las cosas o personas, en el caso, al niño, a la niñez, es amarles en plenitud y sentido, en su pertenencia de ser.
          Sucede, sin embargo, que acostumbramos observar una sola cara de la moneda. Amamos, siempre amamos, el lado grato, hermoso y bello de la vida. La otra cara, la sucia, repugnante y asquerosa, la no grata la rechazamos, como acto reflejo, como respuesta socialmente condicionada a una parte nuestra que nos apena y nos humilla. De esta cara nos alejamos sin miramiento alguno, sabemos, intuimos, que el riesgo de andar en ese pantano es encontrarse uno mismo, frente a frente, y fundirse, acto y pensamiento, en uno, o vivir fracturado por el resto de los días.
          Se piensa, por lo común, que lo feo, lo no grato, nos aleja de dios y nos acerca al diablo, a nuestras penas y pecados, a esa parte podrida muy nuestra, muy de todos, donde pocos se asoman y muchos les espanta, agobia y paraliza. La coraza emocional de la condición humana, la peste de las emociones, actos y actitudes que nadie ama, pero ahí están, laten y vibran como cualquier parte de nuestro cuerpo.
          Somos seres de espíritu incompleto, perverso tal vez sería lo más exacto. Amamos únicamente lo grato de la vida, lo ingrato de ésta lo rechazamos, como si la vida, las cosas, el ser, fueran fracciones autónomas a elegir a voluntad. La vida no es así, ni nosotros como personas, ni las cosas como cosas. Amar en plenitud la vida, amar algo de ella, el perro, la víbora, el alacrán, la tarde, la tempestad o el río, significa amarla en su doble cara, en su doble devenir, natural, dialécticamente indivisible.
          Amar en plenitud al ser amado es amarlo tal como es, con su forma agradable y desagradable de actuar y ser. Ambos son uno y el mismo. Son él y nadie más que él. Igual sucede con las cosas y los hechos. Un grano de arena o una montaña, el día y la noche, el sol y la luna, el dolor y la muerte o, como dije, en el caso, la infancia, la doble cara de la infancia, su derecho y su revés.
          Me es difícil acercarme a la niñez de cualquier época y país del mundo, si tengo en cuenta únicamente la infancia de los hijos, nietos y entenados del césar o del emperador, señor feudal o gran comerciante, jefe de estado o banquero, ministro o magistrado, y olvidar a los hijos, por ejemplo, de los obreros, campesinos, indígenas, parteras, indigentes, jornaleros o carpinteros.
          Se me dificulta al extremo contemplar la niñez solamente con las bellas y hermosas palabras, cargadas de pureza, en su intensión y construcción, de los tratados, convenciones, leyes y reglamentos, y dejar de lado a la niñez sin infancia, a los olvidados de Buñuel, película que he visto una y otra vez a lo largo de mi vida.
          El derecho de la infancia, 20 de noviembre de 1959, día universal del niño. Ese día la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas aprobó la declaración de los derechos de los niños. Después surgió la Convención sobre los Derechos del Niño en 1989, le siguieron las reformas a los ordenamientos constitucionales y la expedición de las leyes reglamentarias sobre la materia. En nuestro país, el principio constitucional de la infancia se plasmó el 12 de octubre de 2011, cosa que, por supuesto, aplaudo y reconozco, más lo segundo que lo primero.
          Aquí todo es bonanza, festejos y entregas de diplomas y medallas. Niños muy bien peinados que se codean con otros igual. Sin embargo, a un lado del arroyo, en los cinturones de miseria, en los campos, basureros y calles de cualquier ciudad, hay niños cuya niñez no existe. Ahí está el revés de la infancia, la otra cara de la niñez.
          Se habla poco de la infancia sin infancia, de la infancia que se vive sin vivirla, de la infancia mutilada familiar y socialmente. Se habla poco de esos niños que el tiempo de siempre, como el de ahora, les ha robado su alma, la vivacidad propia de su edad.
          Al decirlo, no solamente me refiero a los niños que viven, o mejor dicho sobreviven, en la extrema pobreza y desplazados por el hambre, los violados, los que trabajan o roban para comer, los que duermen en los túneles o coladeras, como lo prueban toneladas de papel. Sino también a esos niños que caminan como sonámbulos por las calles, escuelas y casas, no así por las pistas de internet. Niños que temerosos escuchan un aguacero y tiemblan al caer un rayo, no así cuando ven la imagen de una persona abatida por un balazo en la cabeza. Imagen que han visto tantas y tantas veces que una más les daría igual.
          En estos tiempos millones de niños caminan vacíos con su soledad a cuestas. Saben, de una mejor manera, cómo se construye el arma biológica más que hacer una suma con el lápiz y en papel. Preguntarse qué existe atrás de la montaña, abajo del mar, de una piedra o del centro de la tierra les angustia y paraliza. Su comodidad está en los edificios pensantes, luces que en automático se apagan, muñecas y muñecos que hablan, lloran, gritan y reclaman. El niño está repleto de sensores, vive en un mundo inteligente: ciudad, escuela, casa.
          Me parece que en estos tiempos el niño, desde niño, ha olvidado el peso de las palabras, el asombro de las cosas, de la vida y de vivir. El abandono que la tecnología nos deja, el ser querido fuera de casa, la prisa de todos por llegar a un lugar que no existe, el trabajo como instrumento para evadir el sentir y la existencia, todo confluye e impacta en la infancia sin infancia que vive en la actualidad un niño.
          Por supuesto, no culpo ni a padres ni a hijos. Es un hecho que emana del propio tiempo, el cual vivimos como se nos dijo, indujo o creímos correcto. Pero ello en nada quita el desamparo en que vive el niño. La infancia mutilada que siempre le acompañará, como sombra de una parte muerta que se niega a sucumbir del todo.
          Una infancia empobrecida en su interior, aunque esté tapizada de derechos, es como un árbol sin raíz, una casa sin pilares, un río sin agua. Un vivir mediático, virtual, práctico de cuerpo y alma. Un vacío donde sólo existe el otro por lo útil que es o puede ser para nuestros fines, no porque sea un ser que merece respeto por ese simple hecho.
          El niño, la infancia. Las prisas que marcan las actividades de la infancia, de la misma manera que a los jóvenes y adultos. Niños, jóvenes y adultos e incluso los ancianos ya, les urge llegar a un lugar donde nadie les espera. Saben que su fiel e insustituible amigo está por siempre en la cuenca de su mano, en el aura de su corazón.
          Es un celular cualquiera, un ser inanimado que nos ama, es él el que nos ama, alegra y acompaña. Es catarsis, cobijo, templo espiritual en los llanos del silencio. Llanos donde pueden estar dos o tres o mil y al mismo tiempo nadie. Cada quien está con su yo virtual jugando a las maromas con su cada cual.
          La infancia, la otra cara de la infancia. La infancia rota de la infancia. El individualismo posesivo del niño como comportamiento de ser y hacer. El virtual amor de estar unido y al mismo tiempo solo. Nadie escapa a la educación virtual y tecnificada, el niño mucho menos. El estado la fomenta, el aula y la casa la confirman. Su poderío es aplastante.
          Los niños de nuestro tiempo están sobresaturados de alertas y sensores. Carecen del tiempo e interés para enlodar sus manos, ver la caída de la tarde, una hoja en el piso, una flor en el parque, un gusano en la tierra. Los seres humanos les asustan. Hablar con una persona de verdad les atormenta. Están acostumbrados a estar sin estar, ser sin ser, dialogar sin dialogar.

Foto: Ingrid L. González Díaz

Esta cárcel virtual de la infancia. Esta ausencia de sí que me hace recordar la vieja imagen de un grupo de niños atrás de un cerco de púas. Están en el campo de concentración de Auschwitz, no sabían que morirían después. Unos sobrevivieron, es cierto, pero en su interior cargaron para siempre la eterna culpa de haber sobrevivido y, al mismo tiempo, ser los testigos, de carne y hueso, de los genocidios cometidos por el poder en su lucha por dominar el mundo.
          Otra imagen recuerdo también. Ésta muy actual y en este mi país. En ella un grupo de personas protestan contra la inseguridad y la violencia. Al frente un niño llora y dos adultos, un hombre y una mujer, cargan cada uno con sus manos un ataúd blanco, de niño sin duda alguna. Siento un dolor tan profundo. El deseo de un llanto que me llega de tan lejos. Una vergüenza de que a todo esto yo he logrado sobrevivir y, por lo mismo, sería imperdonable callar, para siempre, los desastres que se viven en los virtuales campos de concentración de nuestros días, la otra cara de la niñez, la de la infancia sin infancia.
          La que satura enfermizamente el alma de los niños. Los deja vacíos de sí y sin la posibilidad de rascarse la panza, mirar un colibrí, reírse en el columpio, acostarse en un parque con los pies abiertos y las manos igual. No hacer nada, por un minuto no hacer nada, o mejor dicho, por un minuto solamente vivir con la plenitud y el placer que ello significa.
Foto: Ingrid L. González Díaz


* Pendiente de publicarse en Congresistas, periódico bimensual.

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