Justicia, derecho y linchamiento*
Genaro
González Licea
*Foto: Ingrid L. González Díaz
Un pueblo
fundido al surco y a la caña, al maíz y al café. Un pueblo que siembra semillas
de amor y cosecha espinas y a veces un manojo de ilusión. Un pueblo callado,
profundamente dolido y descontento. Sumido en la miseria de sus gobernantes y
en la mediocridad de sus instituciones. Un pueblo donde incluso la propia
palabra está en extinción, ahora son ciudadanos, personas, conceptos que
ocultan la gran brecha de la riqueza y la pobreza. La inequidad social, el mito
de que todos somos iguales.
Un pueblo así en realidad ya no le
interesa a nadie. Ni a la izquierda que reclama la caída de jefes de estado y
cosas superfluas como la creación de una estatua de cartón. Ni la derecha, que
con su gesto dadivoso lanza unas monedillas para que la gente festeje un día
cualquiera. Al pueblo ya no le interesa a nadie, parecería, incluso, que ya ni
siquiera a las organizaciones civiles que defienden derechos humanos, no
desigualdades sociales generadas por la reproducción de la ganancia.
*Foto: Ingrid L. González Díaz
Desde la conquista hasta nuestros días
el pueblo camina acompañado de la sombra de su propia existencia. Se agotan las
instancias que amortiguan la distancia que hay entre el cielo y la tierra.
Entre el poder, donde todo es festejo y bonanza, y lo que vive un trabajador,
un campesino o ama de casa, un indigente o un niño desnutrido, sucio y lombriciento
cualquiera.
La brecha es tan grande, los silencios
tan densos, como el peso del mar al filo de la noche, que bien se puede
describir la existencia de dos mundos, dos idiomas, dos realidades de la vida
misma. Las instituciones ya no representan en su pureza y fuerza el interés
social. Representan el interés propio y al ciudadano lo que le dejan es la
anarquía. Que luche como pueda por lograr su pan. Los ejemplos pululan. Los
hojalateros y mecánicos en locales de dos por dos y con autos en doble fila, el
campesino con su costal de trigo o de maíz o frijol, lo mismo da, haciendo fila
para venderlo por cuarterón. El vendedor de dulces o quesadillas en la esquina
de cualquier calle, al centro de ella, también lo mismo da.
De todo esto y más, el estado no rinde
cuentas. Sí, en cambio, informa a los medios de comunicación la agenda del día
y los proyectos a futuro. Informa también que creció la economía, más no dice
que en los mismos términos desiguales. Mas no se puede cuestionar todo. Los
gobernantes dedican parte de su valioso tiempo para convivir con el pueblo
cuando éste está en desgracia. Por desbordarse el río o por el paso de un
huracán. El pueblo fundido en su tierra en su lucha por sobrevivir. El poder en
las alturas donde dicen que los dioses mandan y los diosecillos también.
Todo se desdibuja. La vida, la
izquierda, la derecha, el centro, los senadores y los diputados, la educación y
la justicia. Todos, yo mismo por delante, caen de bruces, y yo con ellos, como
polvo en precipicio. “¿Nada quedará sobre estas tierras? ¡Al menos flores, al
menos cantos!” Diría Nezahuacóyotl.
En una sociedad así, o bien, digámoslo
de distinta manera para no sentirnos presentes. En una sociedad cualquiera, los
linchamientos de personas sin juicio previo, son injustificables. La barbarie
en potencia extrema. La duda está, sin embargo, en las circunstancias y los
contextos sociales. Un país donde el derecho se aplica con la frialdad del
látigo y la justicia se ausenta. Un país desconfiado, incrédulo en sus
instituciones, falto de fe pública y democracia y, por si fuera poco,
desarticulado socialmente, dudo en decirlo, pero lo digo, el linchamiento es
una catarsis, una llamada de atención del hartazgo en el que vive.
Repito, la ola incontenible de
personas que por su propio mano, no aplican el derecho, pues sus actos son
precisamente el margen de la ley, lo que intentan es hacer justicia ante la
desconfianza que tienen en las instituciones, es inadmisible.
Este país (diría un profesor muy
estimado por mí y al que por cierto le dediqué uno de mis libros) “ha vivido dos
siglos sin justicia”, agrego, se diría entonces que solamente con la aplicación
del derecho. Justicia y derecho son cosas distintas. “Algo es justo cuando su
existencia no interfiere con el orden al cual pertenece”, dirían los griegos.
Entonces, complementa José Ferrater Mora, “el que cada cosa ocupe su lugar en
el universo es justo. Cuando no ocurre así, cuando una cosa usurpa el lugar de
otra, cuando no se confina a ser lo que es, cuando hay alguna demasía o exceso,
se produce una injusticia”. El derecho ha usurpado a la justicia. El
linchamiento al derecho.
El consentimiento que creó al derecho
se separó como el cielo y la tierra. Medios y fines no se separan nunca, de
hacerlo, el problema de fondo es un problema ético. El resultado es una doble
injusticia. Situación alarmante en un estado democrático, en un estado de
derecho.
La plaza de
Ajalpan es la plaza de un país entero. Su hoguera alimentada con dos personas
muertas a puntapiés y golpes de palos, por la avalancha de la violencia, de un
pueblo de hambre de justicia, como, desafortunadamente, casi todos. Una hoguera
se levantó con el cuerpo de dos personas. Niños, ancianos y jóvenes a su
alrededor los vieron consumir y, al hacerlo, tal vez se vieron ellos mismos,
nos vimos todos. Un país entero ávido de justicia, desconfiado, incrédulo. Nada
justifica un linchamiento, lo intento entender y no lo entiendo.
*Foto: Ingrid L. González Díaz
* Pendiente de publicarse en Congresistas, periódico bimensual.
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