viernes, 13 de noviembre de 2015

Ciudadanía y derechos humanos

Justicia, derecho y linchamiento*


Genaro González Licea


 *Foto: Ingrid L. González Díaz

Un pueblo fundido al surco y a la caña, al maíz y al café. Un pueblo que siembra semillas de amor y cosecha espinas y a veces un manojo de ilusión. Un pueblo callado, profundamente dolido y descontento. Sumido en la miseria de sus gobernantes y en la mediocridad de sus instituciones. Un pueblo donde incluso la propia palabra está en extinción, ahora son ciudadanos, personas, conceptos que ocultan la gran brecha de la riqueza y la pobreza. La inequidad social, el mito de que todos somos iguales.
          Un pueblo así en realidad ya no le interesa a nadie. Ni a la izquierda que reclama la caída de jefes de estado y cosas superfluas como la creación de una estatua de cartón. Ni la derecha, que con su gesto dadivoso lanza unas monedillas para que la gente festeje un día cualquiera. Al pueblo ya no le interesa a nadie, parecería, incluso, que ya ni siquiera a las organizaciones civiles que defienden derechos humanos, no desigualdades sociales generadas por la reproducción de la ganancia.

         *Foto: Ingrid L. González Díaz

Desde la conquista hasta nuestros días el pueblo camina acompañado de la sombra de su propia existencia. Se agotan las instancias que amortiguan la distancia que hay entre el cielo y la tierra. Entre el poder, donde todo es festejo y bonanza, y lo que vive un trabajador, un campesino o ama de casa, un indigente o un niño desnutrido, sucio y lombriciento cualquiera.
          La brecha es tan grande, los silencios tan densos, como el peso del mar al filo de la noche, que bien se puede describir la existencia de dos mundos, dos idiomas, dos realidades de la vida misma. Las instituciones ya no representan en su pureza y fuerza el interés social. Representan el interés propio y al ciudadano lo que le dejan es la anarquía. Que luche como pueda por lograr su pan. Los ejemplos pululan. Los hojalateros y mecánicos en locales de dos por dos y con autos en doble fila, el campesino con su costal de trigo o de maíz o frijol, lo mismo da, haciendo fila para venderlo por cuarterón. El vendedor de dulces o quesadillas en la esquina de cualquier calle, al centro de ella, también lo mismo da.
          De todo esto y más, el estado no rinde cuentas. Sí, en cambio, informa a los medios de comunicación la agenda del día y los proyectos a futuro. Informa también que creció la economía, más no dice que en los mismos términos desiguales. Mas no se puede cuestionar todo. Los gobernantes dedican parte de su valioso tiempo para convivir con el pueblo cuando éste está en desgracia. Por desbordarse el río o por el paso de un huracán. El pueblo fundido en su tierra en su lucha por sobrevivir. El poder en las alturas donde dicen que los dioses mandan y los diosecillos también.
          Todo se desdibuja. La vida, la izquierda, la derecha, el centro, los senadores y los diputados, la educación y la justicia. Todos, yo mismo por delante, caen de bruces, y yo con ellos, como polvo en precipicio. “¿Nada quedará sobre estas tierras? ¡Al menos flores, al menos cantos!” Diría Nezahuacóyotl.
          En una sociedad así, o bien, digámoslo de distinta manera para no sentirnos presentes. En una sociedad cualquiera, los linchamientos de personas sin juicio previo, son injustificables. La barbarie en potencia extrema. La duda está, sin embargo, en las circunstancias y los contextos sociales. Un país donde el derecho se aplica con la frialdad del látigo y la justicia se ausenta. Un país desconfiado, incrédulo en sus instituciones, falto de fe pública y democracia y, por si fuera poco, desarticulado socialmente, dudo en decirlo, pero lo digo, el linchamiento es una catarsis, una llamada de atención del hartazgo en el que vive.
          Repito, la ola incontenible de personas que por su propio mano, no aplican el derecho, pues sus actos son precisamente el margen de la ley, lo que intentan es hacer justicia ante la desconfianza que tienen en las instituciones, es inadmisible.
          Este país (diría un profesor muy estimado por mí y al que por cierto le dediqué uno de mis libros) “ha vivido dos siglos sin justicia”, agrego, se diría entonces que solamente con la aplicación del derecho. Justicia y derecho son cosas distintas. “Algo es justo cuando su existencia no interfiere con el orden al cual pertenece”, dirían los griegos. Entonces, complementa José Ferrater Mora, “el que cada cosa ocupe su lugar en el universo es justo. Cuando no ocurre así, cuando una cosa usurpa el lugar de otra, cuando no se confina a ser lo que es, cuando hay alguna demasía o exceso, se produce una injusticia”. El derecho ha usurpado a la justicia. El linchamiento al derecho.
          El consentimiento que creó al derecho se separó como el cielo y la tierra. Medios y fines no se separan nunca, de hacerlo, el problema de fondo es un problema ético. El resultado es una doble injusticia. Situación alarmante en un estado democrático, en un estado de derecho.
        La plaza de Ajalpan es la plaza de un país entero. Su hoguera alimentada con dos personas muertas a puntapiés y golpes de palos, por la avalancha de la violencia, de un pueblo de hambre de justicia, como, desafortunadamente, casi todos. Una hoguera se levantó con el cuerpo de dos personas. Niños, ancianos y jóvenes a su alrededor los vieron consumir y, al hacerlo, tal vez se vieron ellos mismos, nos vimos todos. Un país entero ávido de justicia, desconfiado, incrédulo. Nada justifica un linchamiento, lo intento entender y no lo entiendo.



                                                         *Foto: Ingrid L. González Díaz


* Pendiente de publicarse en Congresistas, periódico bimensual.

No hay comentarios:

Publicar un comentario