jueves, 23 de octubre de 2014

Las reformas constitucionales en derechos humanos


Como lo he señalado, hablar de las reformas constitucionales en materia de derechos humanos en México, es hablar, en realidad, de las reformas que ha tenido la misma Carta Magna, tanto en la parte correspondiente a los derechos de la persona, de las personas en comunidad y del ciudadano mismo (la dogmática), como la referente a la organización y funcionamiento de los podres públicos (la orgánica). En su conjunto, es más que evidente el contenido social que históricamente manifiesta, así como su sentido de protección de los derechos humanos.

Como lo remarca Don Sergio García Ramírez, puede comprobarse que “desde los Sentimientos de la Nación hasta la Constitución de 1917 –pasando por el Decreto de Apatzingán, la Constitución de 1824, las 7 Leyes Constitucionales de 1836, las Bases Orgánicas de 1843, el Acta Constitutiva y de Reformas de 1847, la Constitución de 1857–, se ha ido fortaleciendo una visión protectora de los derechos humanos”.[1]

            Por supuesto, ese sentido social de ninguna manera ha sido un obsequio divino, por el contrario, está marcado por luchas y contratiempos sociales. De ahí que Don Sergio mismo agregue: “ha sido larga y azarosa la historia de los derechos humanos en nuestro país, siempre acosado por ejercicios autoritarios que niegan libertades a cambio de retener privilegios. La tensión entre los derechos del individuo y las exigencias del gobernante viene de siglos atrás: la etapa precolonial, la colonial, la insurgente; atraviesa el siglo XIX –pese a las reivindicaciones libértales y a las proclamaciones democráticas-, cruza el XX y llega hasta el siglo que ahora comienza. En cada etapa el autoritarismo ha tenido expresiones propias, y en cada una se han alzado voces y brazos para impugnar al tirano y rescatar la libertad y la igualdad de los ciudadanos. Así, desde fray Bartolomé de las Casas hasta los defensores modernos de los derechos del ser humano, que libran una ardua batalla en procuración del bienestar y la justicia de los mexicanos, y entre ellos, sobre todo, de los más vulnerables, de los débiles, de los desvalidos, que son mayoría, a despecho de los discursos oficiales y de las leyes que anuncian la felicidad del pueblo”. [2]

            Dentro de este batallar de los derechos humanos, dije también que, temáticamente hablando, ubico cuatro tipos de reformas constitucionales en materia de los derechos en cuestión: la penal, la del juicio de amparo, la de los derechos humanos propiamente dicha y la que comprende, dicho en bloque, lo económico, social y cultural.

            De las tres primeras me parece que se ha dicho lo necesario como para solo agregar aquí lo siguiente. De las últimas reformas constitucionales en materia penal, la referente al sistema acusatorio oral, tiene un gran impacto en los derechos humanos en particular porque, me parece, rompe con el viejo paradigma de que es el Estado el que acusa y la persona acusada la que debe probar su inocencia.

Este principio, como garantía constitucional, se convierte en la piedra angular del sistema acusatorio, toda vez que impide atribuir responsabilidad jurídica y, en consecuencia, restringir los derechos de una persona sino se acredita debidamente y conforme a la ley, su participación objetiva y subjetiva en un hecho ilícito. Lo cual comulga plenamente con la Declaración Universal de Derechos Humanos (artículo 11), respecto a que toda persona acusada por un delito tiene derecho a que se presuma su inocencia, hasta en tanto se pruebe su culpabilidad en un proceso legal.

Con el afán de delinear la trascendencia de esta garantía, es de señalar algunos de los principios que la conforman, entre ellos: que es inaceptable la responsabilidad objetiva en materia penal y, como regla general, en materia civil; que no es suficiente con acreditar la responsabilidad subjetiva, cuando no existe una relación de causalidad directa entre la conducta y la producción del hecho ilícito; que no cabe atribuir responsabilidad penal a una persona por los actos dolosos o culposos de sus familiares o terceros; que descarta la responsabilidad jurídica sin la prueba fehaciente y directa del dolo o culpa del autor; que no se admiten las simples presunciones para fundar la responsabilidad jurídica; que la presunción de inocencia sólo cede en un debido proceso legal donde se prueba la autonomía del hecho y la culpa o dolo del autor y, finalmente; que en caso de duda se impone preservar el principio de presunción de inocencia. Regla que, en derecho penal, equivale al precepto in dubio pro reo (ante la duda a favor del reo).

Entre paréntesis, es de comentar que la presunción de inocencia también tiene cabida, por ejemplo, en la materia fiscal y en la disciplinaria. En el entendido de que bajo ciertas condiciones, algunas leyes permiten la culpabilidad, a menos que el imputado pruebe su inocencia. Esto acontece mucho en los delitos que admiten prueba en contrario (juris tantum), a diferencia de la presunción de pleno y absoluto derecho (juris et deiure), la cual no admite prueba en contrario. Es el caso del delito de enriquecimiento (que trae como consecuencia, entre otras, la inhabilitación correspondiente), del funcionario o ex funcionario público que, al ser requerido, no justifique la procedencia de un enriquecimiento patrimonial apreciable suyo o de persona interpuesta para disimularlo, ocurrido con posterioridad a la asunción de su cargo público y hasta dos años después de haber cesado en el mismo. Se presume que hay enriquecimiento no sólo cuando el patrimonio se incrementa con bienes, sino también cuando se cancelan deudas y obligaciones.



[1] Sergio García Ramírez y Julieta Morales Sánchez, La reforma constitucional sobre derechos humanos (2009-2011), Publicado por Editorial Porrúa, Universidad Nacional Autónoma de México, e Instituto de Investigaciones Jurídicas, México, 2011, p. 48.
[2] Sergio García Ramírez y Julieta Morales Sánchez, op. cit., p. VII (página correspondiente a la presentación del libro).

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