Como lo he
señalado, hablar de las reformas constitucionales en materia de derechos
humanos en México, es hablar, en realidad, de las reformas que ha tenido la
misma Carta Magna, tanto en la parte correspondiente a los derechos de la
persona, de las personas en comunidad y del ciudadano mismo (la dogmática),
como la referente a la organización y funcionamiento de los podres públicos (la
orgánica). En su conjunto, es más que evidente el contenido social que
históricamente manifiesta, así como su sentido de protección de los derechos
humanos.
Como
lo remarca Don Sergio García Ramírez, puede comprobarse que “desde los Sentimientos de la Nación hasta la
Constitución de 1917 –pasando por el Decreto de Apatzingán, la Constitución de
1824, las 7 Leyes Constitucionales de 1836, las Bases Orgánicas de 1843, el
Acta Constitutiva y de Reformas de 1847, la Constitución de 1857–, se ha ido
fortaleciendo una visión protectora de los derechos humanos”.[1]
Por supuesto, ese
sentido social de ninguna manera ha sido un obsequio divino, por el contrario,
está marcado por luchas y contratiempos sociales. De ahí que Don Sergio mismo
agregue: “ha sido larga y azarosa la historia de los derechos humanos en
nuestro país, siempre acosado por ejercicios autoritarios que niegan libertades
a cambio de retener privilegios. La tensión entre los derechos del individuo y
las exigencias del gobernante viene de siglos atrás: la etapa precolonial, la
colonial, la insurgente; atraviesa el siglo XIX –pese a las reivindicaciones
libértales y a las proclamaciones democráticas-, cruza el XX y llega hasta el
siglo que ahora comienza. En cada etapa el autoritarismo ha tenido expresiones
propias, y en cada una se han alzado voces y brazos para impugnar al tirano y
rescatar la libertad y la igualdad de los ciudadanos. Así, desde fray Bartolomé
de las Casas hasta los defensores modernos de los derechos del ser humano, que
libran una ardua batalla en procuración del bienestar y la justicia de los
mexicanos, y entre ellos, sobre todo, de los más vulnerables, de los débiles,
de los desvalidos, que son mayoría, a despecho de los discursos oficiales y de
las leyes que anuncian la felicidad del pueblo”. [2]
Dentro de este batallar de los
derechos humanos, dije también que, temáticamente hablando, ubico cuatro tipos
de reformas constitucionales en materia de los derechos en cuestión: la penal,
la del juicio de amparo, la de los derechos humanos propiamente dicha y la que
comprende, dicho en bloque, lo económico, social y cultural.
De las tres primeras me parece que
se ha dicho lo necesario como para solo agregar aquí lo siguiente. De las
últimas reformas constitucionales en materia penal, la referente al sistema
acusatorio oral, tiene un gran impacto en los derechos humanos en particular
porque, me parece, rompe con el viejo paradigma de que es el Estado el que
acusa y la persona acusada la que debe probar su inocencia.
Este
principio, como garantía constitucional, se convierte en la piedra angular del
sistema acusatorio, toda vez que impide atribuir responsabilidad jurídica y, en
consecuencia, restringir los derechos de una persona sino se acredita
debidamente y conforme a la ley, su participación objetiva y subjetiva en un
hecho ilícito. Lo cual comulga plenamente con la Declaración Universal de
Derechos Humanos (artículo 11), respecto a que toda persona acusada por un
delito tiene derecho a que se presuma su inocencia, hasta en tanto se pruebe su
culpabilidad en un proceso legal.
Con
el afán de delinear la trascendencia de esta garantía, es de señalar algunos de
los principios que la conforman, entre ellos: que es inaceptable la
responsabilidad objetiva en materia penal y, como regla general, en materia
civil; que no es suficiente con acreditar la responsabilidad subjetiva, cuando
no existe una relación de causalidad directa entre la conducta y la producción
del hecho ilícito; que no cabe atribuir responsabilidad penal a una persona por
los actos dolosos o culposos de sus familiares o terceros; que descarta la
responsabilidad jurídica sin la prueba fehaciente y directa del dolo o culpa
del autor; que no se admiten las simples presunciones para fundar la
responsabilidad jurídica; que la presunción de inocencia sólo cede en un debido
proceso legal donde se prueba la autonomía del hecho y la culpa o dolo del
autor y, finalmente; que en caso de duda se impone preservar el principio de
presunción de inocencia. Regla que, en derecho penal, equivale al precepto in dubio pro reo (ante la duda a favor
del reo).
Entre
paréntesis, es de comentar que la presunción de inocencia también tiene cabida,
por ejemplo, en la materia fiscal y en la disciplinaria. En el entendido de que
bajo ciertas condiciones, algunas leyes permiten la culpabilidad, a menos que
el imputado pruebe su inocencia. Esto acontece mucho en los delitos que admiten
prueba en contrario (juris tantum), a
diferencia de la presunción de pleno y absoluto derecho (juris et deiure), la cual no admite prueba en contrario. Es el
caso del delito de enriquecimiento (que trae como consecuencia, entre otras, la
inhabilitación correspondiente), del funcionario o ex funcionario público que,
al ser requerido, no justifique la procedencia de un enriquecimiento
patrimonial apreciable suyo o de persona interpuesta para disimularlo, ocurrido
con posterioridad a la asunción de su cargo público y hasta dos años después de
haber cesado en el mismo. Se presume que hay enriquecimiento no sólo cuando el
patrimonio se incrementa con bienes, sino también cuando se cancelan deudas y
obligaciones.
[1] Sergio
García Ramírez y Julieta Morales Sánchez, La reforma constitucional sobre
derechos humanos (2009-2011), Publicado por Editorial Porrúa, Universidad
Nacional Autónoma de México, e Instituto de Investigaciones Jurídicas, México,
2011, p. 48.
[2] Sergio García Ramírez y
Julieta Morales Sánchez, op. cit., p. VII (página correspondiente a la
presentación del libro).
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