Las reformas constitucionales en materia
económica, social y cultural, como bloque conceptual que, además, incluye las
reformas civiles y políticas, precisamente por la interdependencia e
indivisibilidad de los derechos que contienen en relación con aquéllas, me
parece que es aquí donde se refleja en mayor impacto de la normatividad
internacional en derechos humanos, pues éstos vivían, en realidad, un
adormecimiento en el sistema jurídico mexicano. Ello es así, ya que “aunque
la constitución mexicana fue pionera en la incorporación de derechos sociales,
y aunque en la historia constitucional mexicana se haya verificado una gradual
ampliación en el reconocimiento de estos derechos, más allá del reconocimiento
original de derechos en materia laboral y agraria como los derechos a la salud,
a la educación o los derechos de los pueblos indígenas, la doctrina dominante
en México ha sostenido siempre que estos derechos o ‘garantías’ sociales no son
directamente operativos sino meramente programáticos.”[1]
Idea que se complementa con la que
señala que “no se puede olvidar que si bien es cierto que nuestra Constitución
de 1917 fue la primera en el mundo en consagrar derechos sociales a favor de
campesino y trabajadores, la verdad es que durante mucho tiempo esto sirvió de
fundamento a políticas públicas y sociales de carácter corporativo, que aún
cuando se tradujeron en avances innegables dejaron a millones de personas y
ciertos de comunidades en situación de indefensión cuando dichas políticas no
cumplían su cometido y los derechos que debían garantizar no podían reclamarse
en tribunales”. [2]
Lo anterior, ciertamente, ha
dificultado conformar un Estado social de derecho en el amplio sentido del
término, puesto que era notoria la ausencia de instrumentos tutelares efectivos
de tales derechos. No basta el reconocimiento del derecho, sino también es
indispensable contar con los instrumentos para su aplicación. Cuestión más que
preocupante, toda vez que en las citadas reformas se ubican los derechos
humanos más recurrentes en cualquier comunidad, entre ellos, los derechos
laborales, agrarios, de propiedad privada, agua, medio ambiente sano, salud,
educación, vivienda, seguridad social, por referir algunos, los cuales
requieren de un estudio y valoración de control de constitucionalidad y
convencionalidad.[3]
En este sentido, lo primero a tener
presente al abordar las reformas constitucionales en materia económica, social
y cultural, así como los derechos que en ellas se contienen, es que los
derechos fundamentales de una persona no son solamente aquellos que la
constitución contempla explícitamente como tales, sino también aquellos que
están contenidos en la persona misma y, al mismo tiempo, en el espíritu de una
constitución. De esta manera, los principios de igualdad, libertad, equidad y
justicia, se corresponden con el respeto, protección, garantía y promoción de
los principios de dignidad de la persona, inviolabilidad de sus derechos
intrínsecos que le asisten en su calidad de persona que es, y sus derechos de
respetar y fomentar su personalidad y la personalidad del otro.
Empero, a la par de estos derechos
intrínsecos al ser humano, están también aquellos que con la misma importancia
y jerarquía se encuentran contenidos en la propia condición humana y marco
constitucional. Ellos son, precisamente, los derechos económicos, sociales y culturales.
Derechos que “siempre han sido objetados como derechos, ya que históricamente
no fueron reconocidos en las constituciones a la par de los civiles y políticos
porque su cumplimiento implica gasto público, sin embargo, diversos elementos
permitieron que fueran establecidos en las Leyes Fundamentales de los países, e
incluidos en la universalización de los derechos humanos, como en la
Declaración Universal de Derechos Humanos, y al elaborar tratados
internacionales obligatorios se vigiló que fueran considerados, si bien en
documentos separados, simultáneos en tiempo para efectos de reconocimiento”.[4]
Por lo expuesto, si hablamos de los
derechos económicos, sociales y culturales, en particular, por dar un ejemplo,
del derecho a la salud y educación, es claro que “a pesar de su consagración
textual en la Carta Magna, estos derechos han sido tradicionalmente entendidos
como meras declaraciones de intenciones, sin mucho poder vinculante sobre la
acción de ciudadanos y poderes públicos. Se ha entendido que su efectiva
consecución estaba subordinada a actuaciones legislativas y administraciones
específicas, en cuya esencia los jueces constitucionales no podrían hacer
mucho”.[5]
Ahora,
en cambio, “se parte de la premisa de que aunque en un Estado constitucional
democrático el legislador ordinario y las autoridades gubernamentales y
administrativas tienen un margen muy amplio para plasmar su visión de la
Constitución y, en particular, para desplegar en una dirección u otra las
políticas públicas y regulaciones que deben dar cuerpo a la garantía efectiva
de los derechos, el juez constitucional puede contrastar su labor con los
estándares contenidos en la propia Ley Suprema y en los tratados de derechos
humanos que forman parte de la normativa y vinculan a todas las autoridades
estatales”. [6]
El
detonante de este nuevo papel, tanto de juzgadores en general, como de
autoridades gubernamentales y administrativas, es, entre otros, la reforma
constitucional en materia de derechos humanos, juicio de amparo y su ley reglamentaria,
y en materia penal. Lo cual “significa que a la ampliación del conjunto de
derechos humanos justiciables, y a la caracterización de las obligaciones
estatales se suma la expansión de la titularidad de los derechos a partir de
las nociones de interés legítimo y colectivo que son de gran importancia para
la protección más amplia de los derechos sociales”.[7]
Las reformas constitucionales en
derechos humanos, vistas como un todo orgánico y congruente en nuestro sistema
jurídico nacional, han incorporado gradual y paulativamente diversos derechos y
garantías a la constitución, lo cual es plenamente congruente con el espíritu
originario de la propia constitución. Empero, a renglón seguido conviene
recordar que “tal y como se deriva de la Carta Política Mexicana vigente, la
protección efectiva de los derechos, ya por sí sola, es un fin del Estado
constitucional moderno como consecuencia de que ‘todo poder público emana del
pueblo y se instituye para beneficio de éste’ (artículo 39, 2ª frase de la
CPM). Sin embargo, una protección efectiva es también condición necesaria para
la supervivencia de nuestras democracias que dependen de la participación
activa del ciudadano; tanto como las libertades fundamentales son prerrogativas
para la participación política, al igual que los derechos económicos, sociales
y culturales que velan por las condiciones de una vida en dignidad son
constitutivos de nuestros sistemas políticos y económicos libres”.[8]
Es fácil decir que vía las reformas
constitucionales en derechos humanos el sistema de justicia mexicano arribó al
sistema de protección nacional e internacional de los mismos, empero para dar
firmeza a esta aseveración es necesaria, efectivamente, la participación activa
de los ciudadanos. Como dije, la Carta Magna de suyo manifiesta una evidente
protección a los derechos humanos, de la misma manera que sus 216 decretos de
reforma, desde el primero de ellos, llevado a cabo el ocho de julio de mil
novecientos veintiuno, mediante el cual se reformó, además de un artículo transitorio,
la fracción XXVII del artículo 73, relativo a planteles de instrucción pública,
hasta el decreto de diez de febrero de dos mil catorce, mediante el cual se
llevó a cabo la reforma constitucional en materia político-electoral.
Obviamente, entre estos dos
parámetros sucedieron el restante número de reformas constitucionales que sin
duda contienen derechos humanos, por mencionar algunas, la que fija el salario
mínimo, la reforma agraria, laboral, educativa y de salud; la del derecho
político a la mujer, la de protección a la infancia y familia, igual entre el
hombre y la mujer ante la ley; la de protección a los pueblos indígenas, la de
telecomunicaciones y la que reconoce las candidaturas independientes; la de
transparencia y el derecho a la calidad del agua que asiste a toda persona,
entre otras.
[1] Christian Courtis, op. Cit., p. 31.
[2] Héctor Fix-Fierro, op.
cit., p. 11.
[3] Véase: Conferencia pronunciada en el Primer Seminario de Actualización Jurídica para Miembros Dirigentes de
las Organizaciones Campesinas, 20 de agosto de 2014, Procuraduría Agraria,
Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano, publicada en el blog
del autor: Estado, sociedad y derecho.
[4] María Elena Lugo Garfias, “Los derechos económicos, sociales y
culturales como derechos humanos”, en Derechos
Humanos en México, Revista del Centro Nacional de Derechos Humanos México,
año 4, número 12, 2009, páginas 129 y 130, Editada por la Comisión Nacional de
los Derechos Humanos, México, 2009.
[5] Jorge Mario Pardo Rebolledo, “El papel de las
cortes constitucionales en la justiciabilidad de los derechos económicos,
sociales y culturales”, en ¿Hay justicia para los Derechos Económicos,
sociales y culturales?, Debate abierto a propósito de la reforma constitucional
en materia de derechos humanos. Editado por Suprema Corte de Justicia de la
Nación, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones
Jurídicas, México, 2014. p. 129.
[6] Idem. p. 139.
[7] Héctor Fix-Fierro,
“Mensajes inaugurales”, ¿Hay justicia para los Derechos Económicos, sociales
y culturales?, Debate abierto a propósito de la reforma constitucional en
materia de derechos humanos. Editado por Suprema Corte de Justicia de la
Nación, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones
Jurídicas, México, 2014. p.10.
[8] Steiner, Christian,
“Presentación”, en Derechos humanos en la
constitución: comentarios de jurisprudencia constitucional e interamericana. Tomo
I, publicado por Suprema Corte de Justicia de la Nación, Universidad Nacional
Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Jurídicas, Konrad Adenauer
Stiftung-Programa Estado de Derecho para Latinoamérica, México 2013, p. XVI.
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